—En casa no ha habido nunca trampas —añadió la hermana.
—A eso deben Vds. el haber adelantado tanto —dijo D. Celestino.
—La suerte… eso sí: hemos tenido suerte —dijo Requejo—. Luego,
esta
es tan trabajadora, tan ahorrativa, tan hormiguita…
—Pero todo se debe a tu honradez —añadió Restituta—. Sí, créanlo Vds., a su honradez.
Este
tiene tal fama entre los comerciantes, que le entregarían los tesoros del rey.
—En fin… algo se ha hecho, gracias a Dios y a nuestro trabajo. Si fuera a hacer caso de
esta
, compraría tierras y más tierras. A
esta
no le gustan sino las tierras.
—Y con razón: si
este
me hiciera caso —dijo la hermana, mirando otra vez sucesivamente a los circunstantes—, todas nuestras ganancias se emplearían en tierras de labor.
—Como yo soy así tan… pues —indicó Requejo.
—Sin soberbia, Sr. D. Celestino —dijo Restituta—, bueno es aparentar que se tiene lo que se tiene.
—Y me hace comprar vestidos, sombreros, alhajas —indicó D. Mauro—. Qué sé yo la tremolina de cosas que ha entrado en casa. Ello, como se puede… Vea Vd. esta cadena —añadió mostrando a D. Celestino una que traía al cuello—; vea Vd. también este alfiler. ¿Cuánto cree Vd. que me han costado? La friolerita de mil reales… Ps: yo no quería; pero
esta
se empeñó, y como se puede…
—Son hermosas piezas.
—Y bien te dije que te quedaras también con la
tumbaga
de la esmeralda, que ya recordarás la daban en poco más de nada. Es una lástima que la haya tomado el duque de Altamira.
Al decir esto nos miraban, y nosotros les contestábamos con señales de asentimiento, pero sin palabras, porque ni a Inés ni a mí se nos ocurrían.
—Pero, ¿cómo está ahí mi sobrina tan calladita? —dijo Requejo riéndose de improviso, y quedándose muy serio un instante después.
Inés se sonrojó y no dijo nada, porque en efecto no tenía nada que decir.
—¡Ay, no puede negar la pinta! ¡Cómo se parece a su madre, a la pobre Juana, mi prima querida! —exclamó Requejo llevándose la manopla a la boca para tapar un bostezo—. ¡Y qué pronto se murió la pobrecita!
—Ya que pasó a mejor vida aquella santa y ejemplar mujer —dijo Restituta—, no la nombremos, porque así se renueva nuestro dolor y el de esa pobre muchacha, aunque ella es niña, y los niños se consuelan más fácilmente.
Inés no dijo nada tampoco; pero el color encendido de su rostro se trocó en intensa palidez. Creyó conveniente el cura variar la conversación, y dijo:
—¿Y ha visto Vd. esas tierras de la laguna de Ontígola?
—Todavía no —respondió Requejo—; pero me han dicho que son magníficas. Ps… para mí, poca cosa.
Esta
se empeñó en que me quedara con ellas y al fin me decidí. Allá en el país tenemos muchas más, que hemos ido comprando poco a poco.
—En su país de Vd. hacia el Bierzo, si no me engaño.
—Más acá del Bierzo, en Santiagomillas, que es tierra de Maragatería. De allí
semos
todos, y allí está todavía el solar de los Requejos.
—Familia hidalga, según creo —afirmó el cura.
—Ello… no deja de tener uno su
motu propio
—contestó D. Mauro—; y según nos decía un sabio escribanode mi pueblo, nuestros ascendientes tenían un gran quejigar, de donde les vino el nombre de Requejo.
—Así debe de ser; los más ilustres apellidos traen su origen de alguna yerba o legumbre. Y si no, ahí están en la Roma antigua los
Léntulos
, los
Fabios
y los
Pisones
que se llamaban así porque alguno de sus mayores cultivó las lentejas, las habas y los guisantes. En cuanto a mí, creo que este nombre de
Malvar
me viene de que algún abuelo mío se pintaba solo para el cultivo de las malvas.
—Pues yo creo —dijo D. Mauro volviendo a reír—, que eso de que la nobleza viene de las guerras y de las hazañas de algunos caballeros es pura mentira. Que no me vengan a mí con bolas: yo no creo que haya habido nunca esas heroicidades. No hay más sino que los reyes hicieron duque a uno porque tenía un huerto de coles, y a otro marqués porque sabía escoger melones. De todos modos, nuestra familia no viene de ningún cardo borriquero.
—Y venga de donde viniere —dijo doña Restituta—, lo principal es lo principal. Lo que es en nuestra casa, Sr. D. Celestino, no falta nada en gracia de Dios, y aunque por fuera no gastamos lujo, ni nos gusta andar en carroza, ni figurar, lo que es la gallina en el puchero todos los días… eso sí:
este
y yo no nos podemos pasar sin ciertas comodidades.
—Lo que es por mí —interrumpió Requejo—, con cualquier cosa me sustento. Teniendo un pedazo de pan, otro de tocino, y agua de la fuente del Berro, vamos viviendo; pero
esta
se empeña en poner las cosas en buen pie. Todos los días ha de traer libra y media de carne de vaca, y jamón rancio a morrillo, y abadejo del mejor todos los viernes, y para cenar una perdiz por barba, y los domingos tres capones, y por Navidad y por el día de San Mauro, que es el 15 de enero, o por San Restituto, que es el 10 de junio, andan los pavos por casa como si esta fuese la era del Mico. El mayordomo de los duques de Medina de Rioseco, que suele ir a casa a pedirnos dinero prestado, se queda estupefacto de ver tanta abundancia y dice que no ha visto despensa como la nuestra.
—Eso sí —dijo Restituta—, no nos duele gastar en el plato, ni en buena ropa para vestir, ni en buen cisco de retama para la lumbre. Vivimos tranquilos y felices: nuestra única pena ha consistido hasta ahora en no tener una persona querida a quien dejar lo que poseemos, cuando Dios se sirva llamarnos a su santa gloria; porque los parientes que nos quedan en Santiagomillas son unos pícaros que nos dan mucho que hacer.
Al oír esto, D. Mauro movió el resorte de risa, y miró a Inés, diciendo:
—Pero aquí nos depara Dios a nuestra querida sobrinita, a esta rosa temprana, a esta señoritica que parece un ángel: ¡ay!, si no puede negar la pinta, si es
éntica
a su madre.
—Por Dios, Mauro —exclamó Restituta—, no traigas a la memoria a aquella santa mujer, porque yo estoy todavía tan impresionada con su muerte, que si la recuerdo, se me vienen las lágrimas a los ojos.
—Todo sea por Dios, y hágase su santa voluntad —dijo Requejo tocando el resorte de la seriedad—. Lo que digo es que cuanto tengo y pueda tener será para esta palomita torcaz, pues todo se lo merece ella con su cara de princesa.
—Ya, ya… —indicó Restituta guiñando el ojo—, que no tendrá pretendientes en gracia de Dios. Marquesitos y condesitos conozco yo que no suspirarán poco debajo de nuestras balcones cuando sepan que guardamos en casa tal primor.
—Pelambrones, hija, pelambrones sin un cuarto —añadió Requejo—. Cuando la niña haya de tomar estado, ya le buscaremos un joven de una de las principales familias de España, que sea digno de llevarse esta joya.
—Eso por de contado. Casas hay muy ricas, donde no es todo apariencia, y mayorazgos conozco que en cuanto la vean y sepan la riqueza que ha de heredar de sus tíos, beberán los vientos por conseguir su mano. A fe mía que nuestra casa no es ningún guiñapo, y cuando pongamos en la sala las cortinas de sarga verde con ramos amarillos, y aquellos pájaroscolor de pensamiento que parecen vivos, no estará de mal ver para recibir en ella a todos los señores del Consejo Real. Pues poco tono se va a dar la niñita en su gran casa.
D. Celestino viendo que su sobrina no contestaba nada a tan patéticas demostraciones de afecto, creyó conveniente hablar así:
—Ella les agradece a Vds. con toda el alma los beneficios que va a recibir.
—Ya estoy contento, Sr. D. Celestino —dijo Requejo—. Una cosa me faltaba y ya la tengo. Inés será mi heredera, Inés se casará con una persona que la merezca, y que traiga también buenas peluconas: ella será feliz y nosotros también.
—No hables mucho de eso, porque lloro —dijo doña Restituta—. ¡Qué gusto es tener quien la acompañe a una en la soledad, y quien comparta las comodidades que Dios y nuestro trabajo nos han proporcionado! ¡Ay!, Inesita: eres tan linda, que me recuerdas mi mocedad cuando iba a jugar a la huerta del convento de las madres Recoletas de Sahagún, donde me crié. Me parece que si ahora te separaran de mí, no tendría fuerzas para vivir.
Diciendo esto abrazó a Inés, y pareciome que el forro de su cara, es decir, la piel se teñía de un leve rosicler.
—Como Inés está impaciente por irse con nosotros —dijo Requejo—, esta misma tarde nos la llevaremos.
—¡Cómo!, ¡esta tarde!, ¡yo! —exclamó ella vivamente.
—Hija mía —dijo Restituta—, no conviene disimular el cariño que nos tienes. Somos tus tíos, y de veras te digo que no debes agradecernos lo que hacemos por ti, pues obligación nuestra es.
—Tal vez ponga reparos a ir con Vds. así… tan pronto dijo con timidez D. Celestino—, pero no dudo que comprenda pronto las ventajas de su nueva posición, y se decida…
—¡Que no quiere venir! —exclamó Requejo con asombro—. Con que nuestra sobrina no nos quiere… ¡Jesús! ¡mayor desgracia!
—Sí… les quiere a Vds. —añadió el cura tratando de conciliar la repugnancia que notaba en el semblante de Inés con el deseo de los Requejos.
—Hermano, no sabes lo que te dices —afirmó Restituta—. Nuestra sobrina es un dechado de modestia, de ingenuidad y de sencillez. Quieres que se ponga ahora a hacer aspavientos en medio de la sala, saltando y brincando de gusto porque nos la llevamos. Eso no estaría bien. Por el contrario —prosiguió la hermana de D. Mauro— se está muy calladita, y como muchacha honesta y bien criada… ¡ya se ve!, como hija de aquella santa mujer… disimula su alborozo y se está así mano sobre mano, bendiciendo mentalmente a Dios por la suerte que le depara.
—Entonces, Sr. D. Celestino —dijo Requejo—, nosotros nos vamos ahora a ver esas tierras de Ontígola que están ahí hacia la parte de Titulcia, y por la tarde cuando volvamos, Inés estará preparada para venirse con nosotros a Madrid.
—No tengo inconveniente, si ella está conforme —repuso el clérigo, mirando a su sobrina.
Mas no dieron tiempo a que esta expresara su opinión sobre aquel viaje, porque los Requejos se levantaron para marcharse, diciendo que un coche de dos mulas les esperaba en el paradero del Rincón. Abrazaron por turno dos o tres veces a su sobrina, hicieron ridículas cortesías a D. Celestino, y sin dignarse mirarme, lo cual me honró mucho, salieron, dejando al clérigo muy complacido, a Inés absorta, y a mí furioso.
Al punto se trató de resolver en consejo de familia lo que debía hacerse; pero deseando yo conferenciar con el buen cura para decirle lo que Inés no debía oír, rogué a esta que nos dejase solos y hablamos así:
—¿Será Vd. capaz, Sr. D. Celestino, de consentir que Inés vaya a vivir con ese ganso de D. Mauro, y la lechuza de su hermana?
—Hijo —me contestó—, Requejo es muy rico, Requejo puede dar a Inesilla las comodidades que yo no tengo, Requejo puede hacerla su heredera cuando estire la zanca.
—¿Y Vd. lo cree? Parece mentira que tenga Vd. más de sesenta años. Pues yo digo y repito que ese endiablado D. Mauro me parece un farsante hipocritón. Yo en lugar de Vd., les mandaría a paseo.
—Yo soy pobre, hijo mío; ellos son ricos, Inés se irá con ellos. En caso de que la traten mal la recogeremos otra vez.
—No la tratarán mal, no —dije muy sofocado—. Lo que yo temo es otra cosa, y eso no lo he de consentir.
—A ver, muchacho.
—Usted sabe como yo lo que hay sobre el particular; Vd. sabe que Inés no es hija de doña Juana; Vd. sabe que Inés nació del vientre de una gran señora de la corte, cuyo nombre no conocemos, Vd. sabe todo esto, y ¿cómo sabiéndolo no comprende la intención de los Requejos?
—¿Qué intención?
—Los Requejos despreciaron siempre a doña Juana; los Requejos no le dieron nunca ni tanto así; los Requejos ni siquiera la visitaron en su enfermedad, y ahora, Sr. D. Celestino de mi alma, los Requejos lloran recordando a la difunta, los Requejos echan la baba mirando a su sobrinita, y no puede ser otra cosa sino que los Requejos han descubierto quiénes son los padres de Inés, los Requejos han comprendido que la muchacha es un tesoro, y ¡ay!, no me queda duda de que el Requejo mayor, ese poste vestido trae entre ceja y ceja el proyecto de casarse con Inés, obligándola a ello en cuanto la pille en su casa.
—Sosiégate, muchacho, y óyeme. Puede muy bien suceder que la intención de los Requejos sea la que dices, y puede muy bien que sea la que ellos han manifestado. Como yo me inclino siempre a creer lo bueno, no dudo de la sinceridad de D. Mauro, hasta que los hechos me prueben lo
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contrario. ¿Qué sabes tú si de la mañana a la noche verás a Inés hecha una damisela, con carroza y pajes, llena de diamantes como avellanas, y viviendo en uno de esos caserones que hay en Madrid más grandes que conventos?