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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

El 19 de marzo y el 2 de mayo (20 page)

BOOK: El 19 de marzo y el 2 de mayo
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—Eso es música —dijo Lobo—. Deje Vd. que vuelvan a Madrid el Rey y el Emperador, y verá cómo todo se arregla. D. Juan de Escóiquiz, que es amigo mío, y el primer diplomático de toda la Europa, me dijo antes de irse, que son unos bobos los que creen que Napoleón intenta destronar al rey de acá. Descuiden Vds. que como haya dificultades, mi canónigo las arreglará todas, que para eso le dio el Señor aquel talentazo que asusta.

—Napoleón no viene acá sino con la espada en la mano —continuó doña Ambrosia—. El padre Salmón de la orden de la Merced, que estuvo esta mañana en casa (y por cierto que se llevó media docena de huevos como puños), me dijo que a él no se le escapa nada, y que tendremos guerra con los franceses. Napoleón nos está engañando como a unos dominguillos. Ya ve Vd. hace quince días se dijo que venía, y en palacio enseñaban las botas y el sombrero que había mandado por delante. D. Lino Paniagua que vio aquellas prendas y las tuvo en su mano, me dijo que las botas eran grandísimas y casi tan altas como este cuarto. En cuanto al sombrero, dice que era tan grasiento, que un cochero simón no se le pondría, lo cual prueba que este emperador es un grandísimo gorrino, con perdón sea dicho.

—Veinte mil franceses tenemos aquí —dijo don Mauro con expresión meditabunda—. ¡Mucho pan, mucho tocino, muchas patatas, mucho pimentón, mucha sal, mucha berza, han de entrar por veinte y cinco mil bocas! Y dicen que traen hambre atrasada.

—Por supuesto, hermano —dijo Restituta— el dinerito por adelantado.

D. Mauro tomó un papel, y con profunda abstracción hizo cuentas.

—¿Y de lo que sobre en el almacén no se podrá traer lo necesario para el gasto de la casa? —preguntó la digna hermana—. Porque están unos tiempos ¡ay!, señora doña Ambrosia: no se gana nada…

—Vaya, vaya —dijo doña Ambrosia—. Poco, mal y bien quejado. Más dinero tienen Vds. que las arcas del Tesoro. Y a propósito, Restituta, ¿cuándo se casa Vd.?

—¡Jesús! ¿Quién piensa ahora en eso? No corre prisa.

—No pensará lo mismo Juan de Dios. ¿Y usted, Inesita, cuándo se decide?

—Ya está decidida —dijo vivamente Restituta—. La pícara harto disimula su satisfacción.
Este
la tiene muy mimosa.

—Esto está muy bien: una niña bien criada debe hacer ascos al matrimonio hasta que llegue el momento crítico. Pero hija, con la conversación se me ha ido el tiempo: son las diez… Adiós, adiós.

Fuese doña Ambrosia, desfiló al poco rato Lobo, y habiendo subido a acostarse las dos mujeres, quedaron solos en la trastienda el patrono y el mancebo haciendo las cuentas de la contrata.

Yo me acosté y dormí profundamente; pero a eso de la media noche, y cuando recogido también el amo, reinaban en la casa el sosiego y la tranquilidad me desvelaron unos agudos gritos, que al punto reconocí como procedentes de la exprimida laringe de Restituta.

—Sin duda hay ladrones en la casa —dije levantándome.

Restituta llamaba angustiosamente a su hermano, el cual salió con una tranca, diciendo:

—¡Dónde están esos pícaros, dónde están para que sepan si soy hombre que se deja quitar el fruto de su honradez!

—No son ladrones —dijo Restituta con voz temblorosa a causa de la ira—; no son ladrones, sino otra cosa peor.

—¿Pues qué son, con mil pares de diablos?

—Es que… —continuó la hermana, dirigiéndose al amo y a mí, que también había acudido con un palo—. Inesilla… bien decía yo que esa muchacha nos daría que sentir… es una loca, una mujerzuela, una trapisondista, una perdida de las calles.

—A ver… ¿qué ha hecho?

—Pues yo velaba, ella dormía, y de repente empezó a hablar en sueños. ¡Ay, no sé cómo no la estrangulé! Primero pronunció algunas palabras que no pude entender, después dijo así: «Juro que te querré siempre; juro que te querré cuando sea condesa, cuando sea princesa, cuando sea rica, cuando sea gran señora. Pero yo no quiero ser nada de eso sin ti». Estuvo callada un rato, y después siguió diciendo: «¡Cómo no he de quererte! Tú me arrancarás del poder de estas dos fieras… ¡Ay!, adiós: siento la voz del buitre de mi tío. Adiós…». Después la condenada niña, como si le parecieran poco estos insultos, llevose las palmas de las manos a su boquirrita, y se dio muchos besos. ¿Qué te parece, hermano? ¡No sé cómo no la ahogué! Sin poderme contener, arrojeme sobre ella; despertose despavorida, y al incorporarse se le cayó del pecho este ramo de violetas.

Al decir esto, Restituta mostraba en su trémula mano la terrible prueba del delito. Quedose don Mauro aturrullado y confuso, y luego tomando el ramo y mordiéndolo con rabia lo arrojó al suelo, donde fue pisoteado
alterno pede
por ambos furiosos hermanos.

—¡Con que dice que soy un buitre! —exclamó él echando chispas—. ¡Un buitre! ¡Llamar buitre a un caballero como yo! ¡Bonito modo de pagar el pan que le doy! Ya le enseñaré los dientes a esa chiquilla. Pero ese ramo, ¿quién le ha dado ese ramo?

—Pero Mauro…

—Pero Restituta…

Y más se confundían los dos cuanto más se irritaban, y crecía su cólera a medida que aumentaba su aturdimiento, hasta que Requejo, recogiendo sus luminosas ideas en rápida meditación, dijo:

—Tiene amores con algún mozalbete de las calles. ¿Habrá entrado aquí? Esto es para volverse loco. Gabriel, Gabriel, ven acá.

Al punto comprendí que estaba en peligro de hacerme sospechoso a mis feroces amos, y como en este caso me arrojarían de la casa, imposibilitando de un modo absoluto la realización de mi proyecto, hallé prudente el desorientarles con una invención ingeniosa, que apartara de mí toda sospecha.

—Señor —dije a mi amo—, estaba esperando a que su merced acabara de hablar, para decirle alguna cosa que contribuya a descubrir esta picardía. Pues anoche cuando salí en busca del cuarterón de higos pasados, me pareció que vi en la calle a un señorito, el cual señorito miraba a estos balcones… y después, creyendo él que yo no le veía, arrojó una cosa…

—¡Eso, eso fue… el ramo! —exclamó Requejo.

—Anoche mismo —continué— pensaba decírselo a su merced; pero como estaba ahí esa señora, y después se quedaron Vd. y D. Juan de Dios haciendo números…

—¿Y ella se asomó al balcón? —preguntó Restituta.

—Eso no lo puedo asegurar, porque hacía oscuro y no vi bien. Pero encárguenme mis amos que esté ojo alerta, y no se me escapará nada. A fe que si Vds. me dieran la comisión de vigilar a la niña cuando salen de casa, la niña no se reiría de nosotros.

—¡Esto no se puede aguantar! —exclamó fieramente D. Mauro—. Vaya, acuéstense todos, que mañana le leeré yo la cartilla a la señorita.

Retireme a mi cuarto, y desde mi cama oía al espantoso Requejo, hablando con su hermana.

—Nada, nada, esta semana me casaré con ella. Si no quiere de grado será por fuerza… Estoy furioso, estoy bramando. Mañana sabrá ella si soy yo Mauro Requejo, o quién soy. La encerraremos en el sótano, sin darle de comer. ¿Acaso vale ella el mendrugo de pan con que le matamos el hambre? Le diremos que no probará bocado, ni beberá gota hasta que no consienta en ser mi mujer… La encerraremos en el sótano, sí señor, en el sótano. Y si no quiere, palos y más palos. A fe que tengo yo buena mano de almirez… ¡Llamarme buitre esa rapazuela de las calles!… Estoy furioso… me la comería… Sí: que yo iba a dejarla escapar con el mozalbete del ramo… Se casará, sí, se casará, y si no, de aquí no sale, sino difunta… ¡Buen genio tengo yo!… Malas brujas me chupen, si no la caso conmigo mismo… Y si no quiere por blandas será por duras, la amarraré a un poste, la azotaré, la abriré en canal con el cuchillo de abrir las latas de pomada.

Requejo en aquel instante parecía un demonio escapado del infierno; y la primera luz de la aurora, entrando difícilmente en la oscura casa, le encontró despierto aún y vociferando como un insensato.

- XXII -

Dicho y hecho: desde la mañana del día siguiente, D. Mauro pareció dispuesto a llevar adelante su bestial propósito, el de precipitar el martirio de Inés,
casándola consigo mismo
, como él decía en su bárbaro lenguaje. La táctica de amabilidad y de astuta dulzura, recomendada por el licenciado Lobo, se consideró inútil, siendo sustituida por un sistema de terror, que ponía en fecundo ejercicio las facultades todas de doña Restituta. Antes de partir a la reunión donde D. Mauro y otros dos comerciantes debían ponerse de acuerdo para la subasta del abastecimiento, mi amo tuvo el gusto de plantear por sí mismo el nuevo sistema. Dispuso que Inés no saldría de su cuarto ni para comer, que los vidrios y maderas de la ventanilla que daba a la calle de la Sal, se cerraran, asegurándolas por dentro con fuertísimos clavos, y que se colocara un centinela de vista dentro de la misma pieza, cuya misión a nadie podía corresponder más propiamente que a Restituta.

Ya no era posible, pues, ni ver a Inés, ni hablarla, ni prevenirla, porque todo indicaba que aquella tenaz vigilancia no concluiría sino cuando los Requejos vieran satisfecho su ardiente anhelo de casar a la muchacha consigo mismos. Por último, llegaron las vejaciones ejercidas contra Inés hasta el extremo de notificarle enérgicamente que no vería la luz del sol sino para ir a casa del señor vicario a tomar los dichos. La situación de Inés era por lo tanto insostenible y tan crítica, que me decidí a intentar resueltamente y sin esperar más tiempo, su anhelada libertad. Para hacer algo de provecho, era indispensable aprovechar un día en que ambas fieras, macho y hembra, salieran a la calle a cualquier negocio, pues pensar en la fuga mientras nuestros carceleros estuviesen en la casa, era pensar en lo excusado. D. Mauro, ocupado en su contrata, salía con frecuencia; pero Restituta, imperturbable como esfinge faraónica, no se movía de la casa, ni del cuarto, ni de la silla. Para vencer tan formidable dificultad, discurrí a fuerza de cavilaciones el siguiente medio.

Mi seductora ama tenía la costumbre, harto lucrativa, de asistir a todas las almonedas que se anunciaban en el
Diario
, y hacíalo con la benemérita intención de pescar muebles, colchones, ropas, adornos de sala y otros objetos, que adquiridos por poco precio, vendía después en dos o tres prenderías de la calle de Tudescos, que eran de su exclusiva pertenencia, aunque no lo pareciese. Hacia el 15 de abril tuvo noticia de un ajuar completo de ricos muebles puestos en almoneda en una casa de la plazuela de Afligidos. Habíales ella visto y examinado, y aunque le parecieron de perlas, no los tomó porque la dueña, que era viuda de un consejero de Indias, no se resignaba a entregar su única fortuna casi de balde. Regatearon: Restituta ofreció una cantidad alzada; mas no fue posible la avenencia, y volviose aquella a su casa sin aflojar los cordones de la bolsa, aunque harto se le conocía su desconsuelo por haber dejado escapar negocio de tal importancia. Pues bien, sobre aquella almoneda, sobre aquel regateo, sobre este desconsuelo, fundé yo el edificio de la invención que debía quitarme de delante a mi señora doña Restituta por unas cuantas horas.

Era un domingo, día 1º de mayo. Salí por la mañana, y dirigiéndome a mi antigua casa, buscáronme allí una mujer que se encargó de llevar a doña Restituta el recado que puntualmente le di. Estaba el ama, a las cuatro de la tarde, sentada en el cuarto de la costura, cuando se presentó mi comisionada en la casa, diciendo que la señora de la plazuela de Afligidos consentía en dar los muebles a la señora de la calle de la Sal, por el precio que esta había tenido el honor de ofrecer.

Dio un salto en su asiento Restituta, y al punto su acalorada imaginación ilusionose con las pingües ganancias que iba a realizar. Se vistió con aquella ligereza viperina que le era propia, y después de cerrar el balcón y la puerta de la habitación de Inés, tuvo la condescendencia incomparable de entregarme la llave de la puerta que conducía a la escalerilla principal: encargó a Juan de Dios el mayor cuidado, y salió.

Cuando la vi salir, respiré con indecible desahogo.Pareciome que huía para siempre, llevada en alas de vengadores demonios.

Ya no podía perder un instante, y dije a mi amiga desde fuera.

—Inesilla, prepárate. Recoge toda tu ropa, y aguarda un momento.

La única contrariedad consistía ya en que Juan de Dios descubriese mi intriga, oponiéndose a nuestra fuga; pero yo contaba con la facilidad que ha existido siempre para cegar por completo a quien ya tiene ante los ojos la venda del amor. Bajé a la tienda, y ya desde el primer momento advertí que la fortuna no me era muy favorable, porque Juan de Dios estaba en conversación con dos militares franceses, y no era aquella ocasión a propósito para que me diera la llave falsificada que hacía falta.

Diré brevemente por qué estaban allí los dos franceses. Un oficial de administración militar fue en busca de mi amo para hablarle de no sé qué particularidades relativas al contrato de abastecimiento: acompañábale otro que me parecía teniente de la guardia imperial, el cual, entablada conversación con Juan de Dios, habló en incorrecto español y dijo que era del país vasco-francés. Como el hortera había nacido y criádose en el mismo país, al punto se las echaron los dos de compatriotas, y hubo apretones de manos. El extranjero era un mozo alto y rubio, de modales corteses y simpática figura.

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