—¡Cuidado con el sabandijo que tenía yo en mi casa! —vociferó D. Mauro, amenazando segunda vez poner fin a mis días—. Sr. de Lobo, quítemelo, quítemelo Vd. de entre las manos, porque acabo con él. Estoy furioso. ¡Qué día, señor San Antonio de mi alma! ¡Qué día!
—Yo me encargaré del mocito —dijo Lobo—. Lo único que les pido, es que me lo guarden hasta mañana.
—¿Hasta mañana?
—Este bandolero no puede quedar en la casa hasta mañana; no señor —objetó mi ama.
—¿No hay lugar seguro donde encerrarle?
—¡Oh!, pierda Vd. cuidado; que si lo guardamos en el sótano, estará como en un sepulcro —dijo Requejo—. Dificililla es la salida, y puedo irme tranquilo.
—¿Pero te vas, hermano? ¿A dónde vas de noche?
—¿A dónde he de ir? ¡Mil pares de demonios! ¿A dónde he de ir sino a Navalcarnero? ¿No saben ustedes lo que me pasa? ¿No les he contado?
—Nada nos ha dicho. Verdad es que con esta trapisonda de la sobrinita…
—Pues acabo de recibir una carta en que se me notifica que mi almacén de Navalcarnero ha sido robado. ¿Ves, hermana? ¡Esto es para volverse loco! Sí… me escribe D. Roque notificándome el robo, y diciéndome que acuda allí esta noche misma, si no quiero perderlo todo.
—¿Y va Vd.?
—Ahora mismo voy a buscar coche. Conque vean ustedes qué desastre. ¡Ay, Restituta! Bien te dije que no dejaras de encender la vela al santo patrono. ¿Ves? Esto es un castigo.
—En el cielo no gustan de despilfarros. ¿Vas allá? ¿Pero me dejas en la casa a este ladronzuelo?
—En el sótano, en el sótano: hasta mañana, hasta que mi Sr. de Lobo disponga de él. ¿No puede hacerse cuenta de que le dejamos en la sepultura? Sólo Dios puede sacarle.
—¿Pero me quedo sola? ¡Ánimas benditas!
—Juan de Dios vendrá a eso de las diez. Ya le he dicho que se quedará en casa esta noche.
La conferencia terminó aquí, y sin más palabras, me encerraron en el sótano, a cuyo subterráneo aposentamiento daba entrada una gran compuerta por bajo el piso de la trastienda. Yo estaba medio aletargado por la rabia y el despecho de aquella situación terrible. Sentí que me impulsaban escalera abajo. D. Mauro cerró el escotillón, riendo con ese gozo felino que da la conciencia de la propia crueldad, y me encontré entre densas tinieblas. Mi amo había dicho bien al asegurar que allí estaba como en un sepulcro. Sólo Dios podía sacarme.
Para que se comprenda si ellos tenían confianza en la seguridad de mi cárcel, baste decir que allí tenían parte de su fortuna en un arca de hierro. Cuando me encerraban en compañía de su dinero, ¿tendrían mis amos la convicción de que era imposible la salida?
Hallábame en una de esas construcciones abovedadas con rosca de ladrillo, que sirven de fundamento a casi todas las casas de Madrid antiguas y modernas. Faltos de espacio superficial, los madrileños han buscado la extensión hasta el cielo y hacia el abismo, de modo que cada albergue es una torre colocada sobre un pozo. La de mis amos no tenía en su sótano luces a la calle; la oscuridad era absoluta y el silencio también, excepto cuando pasaba algún coche. Extendiendo mis brazos a derecha, a izquierda y hacia arriba, tocaba ásperos ladrillos endurecidos por un siglo, no tan húmedos como los que describen los novelistas, cuando el hilo de sus relatos les lleva a alguna mazmorra donde ocurren maravillosas. Como he dicho, ni un ruido lejano, ni un rayo de luz turbaban la paz de aquel antro donde era posible llegar al convencimiento de no existir, existiendo. Todo un arsenal de herramientas no habría bastado a proporcionarme escapatoria, y pensar en la fuga, habría sido pensar en lo absurdo. No tenía más consuelo que la resignación, y me resigné. Estar allí dentro en plena soledad, en plena lobreguez, en pleno silencio, era como cuando cerramos los ojos encarcelándonos voluntariamente dentro de esa otra bóveda de nuestro pensamiento. Acosteme en el suelo rendido de fatiga y medité. Mi prisión no me parecía otra cosa que una prolongación de mi cerebro.
Quise pensar en varias cosas, pero no pude pensar más que en Dios. Reconociéndome absolutamente incapaz para vencer la desgracia, comprendí que la voluntad suprema había arrojado sobre mí tan gran pesadumbre de males, y cruzándome de brazos, incliné la cabeza esperando que la misma voluntad suprema me descargase de ella. Como esta esperanza me infundió pronto una fe que hasta entonces en pocas ocasiones había tenido, creí firmemente que Dios me sacaría de allí, y con esta creencia empecé a adquirir un reposo moral y físico, precursor de cierto desvanecimiento parecido al sueño. El de la desgracia se diferencia mucho al sueño de todos los días, así es que el mío fue conforme al angustioso estado de mi alma, un sueño de esos en que se representa el malestar real que experimentamos, en proporciones informes, estrambóticas, monstruosas. Percibía vagamente figuras y formas de esas que no pertenecen al mundo visible, ni a la humanidad, ni a la fauna ni a la flora, ni al cielo ni a la tierra, sino a cierta misteriosa geología, a yacimientos que contradicen todas las leyes de la estática y la dinámica; percibía una fantástica y continuada concatenación de colores geométricos que se enredaban en mi cuerpo como culebras, y en aquella transmutación de lo físico y lo moral, se verificaba el fenómeno de que un color me dolía, y un objeto semejante a una espada, a un cangrejo o a un arpa pronunciaba palabras incomprensibles. ¿Quién no ha desvariado alguna vez con estos sueños de lo absurdo? Las ideas se mezclan con las visiones, y estas son aquellas y aquellas estas. En aquel laberinto, en aquella aberración, mi pensamiento formulaba sin cesar un silogismo azul, verde, ahora con picos, después con curvas, más tarde irradiado, luego concéntrico, en seguida poligonal y dorado, y al fin pequeño como un punto, para luego ser grande como el universo. El interminable silogismo era: «La justicia triunfa siempre: los Requejos son unos pillos; Inés y yo somos personas honradas. Luego nosotros triunfaremos».
Así pasé mucho tiempo en poder de estos demonios del sueño, cuando percibí una claridad que no irradiaba de los focos de mi imaginación. ¿Estaba dormido o despierto? Híceme esta pregunta, y al punto contesté que no sabía. La claridad aumentaba, y un chirrido metálico produjo en mí cierto estremecimiento. Me moví, miré y vi las paredes del sótano, la bóveda de ladrillo y multitud de cajas llenas y vacías; a mi izquierda, una puerta que comunicaba con otro departamento subterráneo; a mi derecha, una escalera, por la cual descendía la claridad que llamaba mi atención. Estaba indudablemente despierto, y así lo reconocí. Miré a la escalera, y vi dos pies que se trasladaban lentamente de peldaño a peldaño. La luz de una linterna me deslumbró; pero en el foco de la repentina claridad distinguí una cara amarilla. Era la de Juan de Dios; era Juan de Dios en persona.
Cuando me vio, su espanto fue tan grande, que la linterna con que se alumbraba estuvo a punto de caer de sus manos. Temblando y mudo, me miraba como se mira una aparición diabólica o imagen evocada por la brujería.
Figuraos la impresión del que entra en un sepulcro no creyendo, como es natural, encontrar nada vivo, y encuentra un hombre que se mueve y no parece pertenecer al mundo de los muertos.
Santiguose Juan de Dios, y ya parecía dispuesto a huir como se huye de las apariciones de ultratumba, cuando le hablé para disipar su miedo.
—Juan de Dios, soy yo. ¿No sabía usted que estaba aquí?
—Gabriel, si lo veo y no lo creo. ¡Jesús, María y José! ¿Cómo has entrado aquí dentro?
—¿No sabe usted que me encerró don Mauro, al sorprenderme en el momento de arrojar la carta a la señorita Inés? Acababa usted de salir.
—¡No había vuelto hasta ahora! ¡Y te encerraron aquí! ¡Qué casualidad! Estoy absorto. Pero dime, ¿la carta…?
—Ella la tiene. No hay cuidado por eso. Después de habérsela dado, me entró tentación de hablar con ella. Toqué a la puerta, ¡ay!, este fue el crítico momento en que se apareció doña Restituta. Puede usted figurarse lo demás. Gracias a Dios que viene una buena alma para ponerme en libertad. Dios le ha enviado a Vd.
—Óyeme, Gabrielillo —añadió con más sosiego—. Ya te dije que mi fortunilla la tengo depositada en poder de los Requejos. Si se la pido de improviso estoy seguro de que no me la han de dar. Por consiguiente, yo la tomo. Mira lo que hay allí.
Señaló al fondo del sótano contiguo, y vi un arca de hierro. Juan de Dios prosiguió de este modo.
—Yo tengo mi conciencia tranquila. No cojo más que lo mío, y antes moriría que tomar un ochavo más. Eso bien lo sabe el Santísimo Sacramento, que ya me conoce. Pero si en esta parte estoy tranquilo… ¡ay!, ya le he dicho al Santísimo Sacramento que estoy loco de amor y que me perdone los dos grandes pecados que he cometido hoy:
—¿Y qué pecados son esos?
—Trabajo me cuesta el decirlo; pero allá van para empezar desde ahora a purgarlos con la vergüenza que me causan. Los dos pecados son: haber escrito una carta falsa a D. Mauro para obligarle a ir a Navalcarnero, y haber hecho construir por un molde de cera la llave con que he entrado aquí, y la de la caja. La carta estaba perfectamente falsificada; las llaves no valen menos.
—¿Con que eso va a toda prisa? ¿Y nuestra chicuela?
—Esta noche me la llevo. ¡Ah!, ya habrá leído la carta. La habrá leído, sabrá que la quiero poner en libertad, y su inquietud, su agonía, su zozobra entre la esperanza y el temor serán inmensas. Dentro de un rato será mía. ¿Cuento contigo?
—Para lo que Vd. quiera. Pues no faltaba más —dije discurriendo cuál sería el mejor modo de burlar a un mismo tiempo a doña Restituta y a su prometido esposo.
—¡Ay!, tiemblo todo al pensar que pronto he de sacarla del poder de estas fieras —dijo Juan de Dios—. La pobrecita me estará esperando ya. ¿Qué te parece? ¡Ah!, he preguntado a varias personas por una isla desierta, y nadie me ha dado razón. ¿Esas que llaman las Canarias son desiertas? ¿Sabes tú a dónde caen? Creo que allá por el gran golfo, o como si dijéramos, entre la China y el Moro. ¿Por dónde se va?
—De eso sí que no sé palotada —contesté tratando de dejar a un lado la geografía—. Pero vamos a ver: ¿cómo piensa Vd. engañar a doña Restituta?
—Eso no me inquieta. La amarraremos tapándole la boca, pero sin hacerle daño, porque es una buena mujer como no sea para criar sobrinas… y ya ves. Hace veinte años que como el pan de esta casa. Si no fuera por esta terrible sofocación que me ha entrado… Gabriel yo me vuelvo loco; lo que no te sabré decir es si me vuelvo loco de alegría o de pena.
—¿Le parece a Vd. —dije, afectando oficiosidad—, que suba pasito a pasito a ver si doña Restituta duerme o vela?
—Bien pensado. Mejor es que te estés en la trastienda de centinela, y en caso de que sientas ruido en el entresuelo me avisas al instante. Yo despacharé eso fácilmente.
No esperé a que me lo repitiera y subí. No, Gabriel no subía, volaba. Mi resolución, prontamente tomada, llevome sin vacilar al cuarto donde dormía Inés y velaba su feroz tía. Cuando esta sintió mis pasos, cuando oyó que alguien se acercaba, cuando llegué al cuarto, y me puso ante su vista, su terror no tuvo límites. Como no comprendía la posibilidad material de mi evasión, y era además mujer supersticiosa, no creyó sino que yo era el diablo en persona, o al menos hombre protegido por todos los diablos del infierno. Quedose muda de terror; quiso hablar y no pudo; quiso gritar y lanzó un aullido congojoso, cual si la apretaran el cuello. No queriendo yo perder un instante, me arrojé a sus plantas, exclamando con sofocante precipitación:
—Señora, ama mía, ama de mi corazón: óigame su merced, soy inocente. Perdóneme su merced. Quise revelarles a Vds. todo; pero aquellos hombres no me dejaron. Yo no intenté robar a Inés, quise sacarla de aquí para impedir que la robara su amante. ¿No sabe Vd. quién es? ¡Juan de Dios, Juan de Dios! ¡Ah!, ¡señora!, ¡y dudaba Vd. de mi fidelidad!
Restituta pasó del terror a la sorpresa, al asombro, al anonadamiento, a la estupidez.
—Juan de Dios! —exclamó—. ¡Juan de Dios! Mi… No, no puede ser… tú eres el demonio; Jesús, María y José. Por la señal de la santa cruz…
—¿Qué cruz ni cruz? ¿Quiere Vd. la prueba? Pues tome Vd. esa carta que el caballerito me dio para su novia —dije, entregándole la carta del mancebo.
Restituta la tomó en sus manos, frías como el mármol y temblorosas, recorrió muy deprisa sus once pliegos, examinó la firma y díjome después:
—¿Estoy soñando? Tú… eres Gabriel…¡Oh!, yo estoy loca… Ese miserable, a quien hemos dado de comer…
—¿Aún lo duda Vd.? —dije—. Pues en este momento Juan de Dios está en el sótano abriendo el arca del dinero.
No me es posible hacer formar idea del salto que dio Restituta. Creo que hasta la silla saltó también arrastrada por el espantoso sacudimiento de los nervios de la hermana del Sr. D. Mauro.
—Venga Vd. y lo verá con sus propios ojos —exclamé tomándola de la mano e impeliéndola hacia afuera.
Restituta me siguió, porque la curiosidad, la rabia, el mismo terror, la impulsaban tras mí. Tropezó mil veces. Su cuerpo temblaba, y con frecuencia llevábase las manos a los desgreñados pelos para arrancarse algunos, o para echarlos todos hacia atrás. El extravío de sus ojos a nada es comparable, y a mí mismo, que ya creía tenerla vencida, me causaba miedo.
Llegamos a la boca del escotillón, y allí, mientras hería nuestros ojos la tenue claridad que del sótano salía, oímos claramente ruido de monedas. Juan de Dios contaba sus ahorros de veinte años. Cuando el tímpano de Restituta fue afectado de aquel vibrante sonido, un estremecimiento nervioso como el producido en la organización humana por la descarga de poderosas pilas eléctricas, sacudió sus miembros, precipitándose ciegamente por la escalera, exclamó: