Al oírlo Juan de Dios, se inmutó de tal modo, que le tuve miedo.
—¡Casarse con ella! —exclamó—. No, no; eso no puede ser.
—Bien es verdad, que si la muchacha no quiere, ¿por qué han de obligarla?
—Es verdad. No; no la obligarán.
Comprendí que convenía variar de táctica, demostrando mucho interés por la prisionera.
—Pues si ella no quiere —dije— será una obra de caridad sacarla de aquí.
—¿Tú crees lo
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mismo? —me preguntó con ansiedad.
—Sí. Me da tanta lástima de la pobrecita, que si en mí consistiera, ya le hubiera abierto las puertas para que volara como un pajarito.
—Gabriel —me dijo Juan de Dios solemnemente, poniendo su mano sobre mi brazo—, si tú fueras un chico prudente y discreto, yo te confiaría un proyectillo…
No había más remedio que fingir gran indignación contra los Requejos, y así lo hice, diciendo:
—¡Pues no he de serlo! A mí puede Vd. confiarme lo que quiera, sobre todo si se refiere a esa niña, porque la tengo compasión, y si mi amo se empeña en maltratarla, no lo podré aguantar, y el mejor día…
—Nuestros patronos son muy crueles —dijo él con la gravedad de quien revela importante secreto.
—¿Qué dice Vd., crueles? Bárbaros y tacaños, que serían capaces de vender a Cristo por dos cuartos.
El semblante de Juan de Dios expresó cierto entusiasmo. Después de vacilar un momento entre la seriedad y una sonrisa, se apretó el corazón con ambas manos, y me dijo:
—Gabriel, yo estoy enamorado, yo estoy loco.
—¿De quién? ¿Por quién?
—No me lo preguntes, y adivínalo. A ti solo te lo digo: quiero que me ayudes. Veo que tienes buenos sentimientos, y que aborreces a los carceleros de Inés. Pero tú no te has fijado bien en ella. ¿No te admira su resignación, no te admira su modestia? Y sobre todo, Gabriel, ¿has visto alguna vez mujer más linda? Dime, ¿te ha mirado alguna vez y no te has vuelto loco?
Juan de Dios lo parecía al decir estas palabras.
—Inés es una gran personita —respondí—. Hace usted bien en quererla, y mucho mejor en sacarla de aquí. ¿Pero no dicen que se casa Vd. con doña Restituta?
—¿Yo?, estás loco… Antes de ahora he sido tan estúpido que llegué a creerme capaz de semejante desgracia. Pero ahora… ¿Has conocido mujer más repugnante que esa?
—No, no hay otra que la iguale en toda la tierra. Pero hablemos de Inés, que es lo que a Vd. le interesa.
—Sí, hablemos. ¡Ay! No sabes qué desahogo siento al confiarte este secreto. Yo necesitaba decírselo a alguien para no desesperarme. Desde que Inés entró en esta casa, yo experimenté una sensación desconocida. Yo había dicho muchas veces: «tanto como oigo hablar del amor, y yo no sé lo que es…». Pero ya sé lo que es… ¡Ay!, he pasado toda mi vida trabajando como una bestia. Hace veinte años tuve algo con una mujer que vivía en mi casa; pero aquello no pasó de tres días. Yo nací en Francia de padres españoles, me crié en un convento y cuando salí de él a los veinte años, estaba muy persuadido de que las mujeres todas eran el demonio, pues así me lo decían los padres del convento de Guetaria. Así es que cuando pasaba alguna cerca de mí, yo bajaba los ojos, cuidando de no mirarla. Siempre he sido melancólico y… no sé por qué me han disgustado las mujeres… Nunca voy a bailes ni a tertulias, y con tan uniforme vida me he vuelto tan tristón que me aburro de mí mismo. Los domingos echo un paseo allá por los Melancólicos, y esto un año y otro, hasta que ahora… te contaré punto por punto. Cuando llegó Inés aquí, me pareció que no era como las mujeres que yo he visto siempre; quedeme asombrado contemplándola, y hasta se me figuró que la había visto en alguna parte; ¿dónde?, ¡qué sé yo!, sin duda dentro de mí mismo. Todo aquel día pensé en ella, y al día siguiente, que era domingo, me fui después de oír misa, a mi paseo de los Melancólicos. Allí di mil vueltas figurándome que hablaba con ella, y fueron tantas las cosas que le dije, que de seguro no cabrían en este libro grande. Pasó algún tiempo: Inés no me había mirado nunca, hasta que una noche… estábamos comiendo, yo fui a coger un plato, y como me temblaba la mano, le dejé caer al suelo y se rompió. Restituta se puso a dar gritos, y D. Mauro me dijo no sé qué barbaridades. Entonces Inés alzó los ojos y me miró.
Cuando esto decía, Juan de Dios mostraba la incomparable satisfacción del amante que ha recibido favor muy lisonjero de su dama.
—Pues ánimo —le dije—: la muchacha es linda y buena. Sáquela Vd. de aquí.
—¡Que si la saco! ¿Pues no la he de sacar? —exclamó con decisión—. Resuelto estoy a ello. Pero necesito hablarla, Gabriel; necesito decirle lo que siento por ella. ¿Me corresponderá, crees tú que me corresponderá?
—Pero tonto, si quiere Vd. hablarla, ¿qué más tiene que ir a su cuarto y entrar? ¿Los amos no le dejan las llaves?
—Varias veces he intentado hablar con ella; he subido la escalera, he llegado junto a la puerta y al fin me he vuelto sin valor para decirle: «Inés, ¿oye usted una palabra?».
—Pues de esa manera no consigue usted nada —le contesté—. ¡Ah! Vea Vd. lo que me ocurre en este instante. Yo me pinto solo para esas comisiones. Me da Vd. la llave, abro, entro y le digo que Vd. la quiere y discurre el modo de sacarla de aquí. ¿Qué le parece mi invención?
—Te equivocas si crees que tengo la llave de su cuarto. Todas me las dejan menos esa.
—Entonces todo está perdido.
—No, porque voy a que un cerrajero me haga una por un modelo de cera, enteramente igual. Por de pronto, ya que te ofreces a servirme, mira lo que he pensado. Aquí tengo un ramito de violetas que he comprado esta mañana. Se lo llevas, arrojándolo dentro por el tragaluz que está sobre la puerta, y le dices: «esto le manda a Vd. una persona que la ama», pero sin mentarle quién es. Luego, otro día que los amos salgan, le llevas una carta que estoy escribiendo en mi casa, y que tiene ya ocho pliegos de papel, con una letra como el sol. ¿Lo harás así?
—Todo lo que Vd. me mande.
—¡Ay, Gabriel! Desde que ella está en esta casa, me he vuelto todo del revés. Pero di: ¿crees tú que Inés me querrá; lo crees tú? ¡Ay!, yo de veras te digo que por verme amado de ella por todo el día de hoy, consentiría mañana en perder la vida. Te juro que si supiera de cierto que no me puede querer, moriría. Si Inés me ama, seré tan feliz que… no sé lo que me pasará. Y tiene que ser, tiene que amarme; yo me la llevaré a una parte del mundo donde no haya gente, y allí, solitos los dos, ¿no es verdad que tendrá que quererme? Estoy ahora averiguando por qué camino se va a una de esas islas desiertas, que según dicen, hay no sé dónde… La sacaré de aquí, Gabriel; nos iremos ella y yo, si quiere bien, y si no también. Cuando llegue el caso, me creo capaz de todo; de matar al que quiera impedírmelo, de vencer cuantas dificultades se me opongan, de echarme a cuestas toda la tierra y beberme todo el mar, si es preciso para mi fin… Gabriel, ¿llevarás a Inés el ramo de violetas? Yo tengo miedo de ir… Cuando le hable una vez se me quitará esta turbación… ¿No es verdad?… ¿Crees tú que ella me amará?
La pasión de Juan de Dios tenía cierta ferocidad. Junto con la timidez más ingenua, el corazón de aquel hombre abrigaba una determinación impetuosa y una energía suficiente para llevar adelante el más difícil propósito. El secreto confiado causome tanto asombro como miedo, porque si bien el amor del mancebo podía ser un gran auxilio para la evasión de Inés, también podía ser obstáculo. Pensando en esto me separé de él, para llevar las violetas, sacadas de un cajón donde guardaba sus plumas: subí y púseme al habla con mi desgraciada amiga.
—Inés —le dije, arrojando el ramillete por el tragaluz— toma esas flores que he comprado para ti.
—Gracias —me contestó.
—Niñita mía —continué—, mételas en tu seno, para que la bruja de tu tía no las descubra. ¿Las has guardado ya?
—En eso estoy —repuso la dulce voz dentro del cuarto—. Vaya, ya están.
—Mira Inesilla, pon la mano sobre tu corazón y júrame que no has de querer a nadie, a nadie más que a mí; ni a D. Mauro, ni a Juan de… quiero decir… a nadie.
—¿Qué estás ahí hablando?
—Júramelo. Pronto estarás libre, paloma. Pero cuando seas señora, rica y condesa, y tengas palacio y lacayos y tierras, ¿me olvidarás? ¿Despreciarás al pobre Gabriel? Júrame que no me despreciarás.
La prisionera rió en su cárcel.
—Vaya, adiós. Ponte frente al agujero de la llave para verte; ¡qué guapa estás! Adiós; me parece que ahí están tus simpáticos tíos. Sí: ya siento la voz del buitre de D. Mauro. Adiós.
Aquella noche nos favorecieron doña Ambrosia de los Linos y el licenciado Lobo. La primera se quejó de no haber vendido ni una vara de cinta en toda la semana.
—Porque —decía— la gente anda tan azorada con lo que pasa, que nadie compra, y el dinero que hay se guarda por temor de que de la noche a la mañana nos quedemos todos en camisa.
—Pues aquí nada se ha hecho tampoco —dijo Requejo—, y si ahora no trajera yo entre ceja y ceja un proyecto para quedarme con la contrata del abastecimiento de las tropas francesas, puede que tuviéramos que pedir limosna.
—¿Y Vd. va a dar de comer a esa gente? —preguntó con inquietud doña Ambrosia—. ¿Por qué no les echa Vd. veneno para que revienten todos?
—¿Pero no era Vd. —preguntó Lobo— tan amiga del francés, y decía que si Murat la miró o no la miró?… Vamos, señora doña Ambrosia, ¿ha habido algo con ese caballero?
—¡Ay! Le juro a Vd. por mi salvación que no he vuelto a ver a ese señor, ni ganas. ¡Demonios de franceses! ¿Pues no salen ahora con que vuelve a ser Rey mi Sr. D. Carlos IV, y que el príncipe se queda otra vez príncipe? Y todo porque así se le antoja al emperadorcillo.
—¡Bah! —dijo Lobo—. Pues ¿a qué ha ido a Burgos nuestro Rey, si no a que le reconozca Napoleón?
—No ha ido a Burgos, sino a Vitoria, y puede ser que a estas horas me le tengan en Francia cargado de cadenas. Si lo que quieren es quitarle la corona. Buen chasco nos hemos llevado, pues cuando creímos que el Sr. de Bonaparte venía a arreglarlo todo, resulta que lo echa a perder. Parece mentira: deseábamos tanto que vinieran esos señores, y ahora si se los llevara Patillas con dos mil pares de los suyos, nos daríamos con un canto en los pechos.
—No: que se estén aquí los franceses mil años es lo que yo deseo —dijo Requejo—. Como me quede con la contrata ¡ay mi señora doña Ambrosia!, puede ser que el que está dentro de esta camisa salga de pobre.
—Quite Vd. allá. ¿Ni para qué queremos aquí franceses, ni
zamacucos
, ni
tragones
, ni nada de toda esa canalla que no viene aquí más que a comer? Pues ¿qué cree Vd.?, muertos de hambre están ellos en su tierra, y harto saben los muy pillastres dónde lo hay. Si es lo que yo he dicho siempre. Dicen que si Napoleón tiene esta intención o la otra. Lo que tiene es hambre, mucha hambre.
—Yo creo que tenemos franceses por mucho tiempo —afirmó el licenciado— porque ahora… Luego que nuestro Rey sea reconocido, vienen acá juntos para marchar después sobre Portugal.
—¡Qué majadería! —exclamó la señora de los Linos—. Aquí nos están haciendo la gran jugarreta. Esta mañana estuvo en casa a tomarme medida de unos zapatos, el maestro de obra prima, ese que llaman Pujitos. Díjome que en el Rastro y en las Vistillas todos están muy alarmados, y que cuando ven un francés le silban y le arrojan cáscaras de fruta; díjome también que él está furioso, y que así como fue uno de los principales para derribar a Godoy, será también ahora el primero en alzarles el gallo a los franceses… ¡Ah!, lo que es Pujitos mete miedo, y es persona que ha de hacer lo que dice.
—Si me quedo con la contrata, Dios quiera que no se levanten contra los franceses —dijo Requejo.
—Si hay levantamiento —afirmó Restituta— y mueren unos cuantos cientos de docenas, esos menos serán a comer. Siempre son algunas bocas menos, y la contrata no disminuirá por eso.
—Has pensado como una doctora —dijo D. Mauro—. ¿Pero y si se van?
—Se irán cuando nos hayan molido bastante —añadió doña Ambrosia—. Pues no tienen poca facha esos señores. Van por las calles dando unos taconazos y metiendo con sus espuelas, sables, carteras, chacós y demás ferretería, más ruido que una matraca… ¡Y cómo miran a la gente!… Parece que se quieren comer los niños crudos… por supuesto que ya les verá Vd. correr el día en que el español diga: «por ahí me pica, y me quiero rascar».