—¿No recuerda Vd. la familia Sajous, en Bayona? —dijo a Juan de Dios.
—¿Pues no la he de recordar? Mi padre, D. Blas Arroiz, estuvo de escribiente en casa de Mr. Hipólito Sajous, en Bayona, y después en casa de otro Sajous en Saint-Sever —repuso Juan de Dios.
—El de Saint-Sever es mi padre —añadió el francés—; pero yo nací en Puyoo, donde aquel tiene una fábrica de tejidos. Me acuerdo de haber oído hablar en mi niñez de un administrador guipuzcoano que falleció en nuestra casa.
A este tenor continuaron hablando un cuarto de hora, hasta que al fin, después de mutuas felicitaciones y ofrecimientos, despidiose el francés, prometiendo volver a visitarnos. Yo estaba tan impaciente, que necesité disimular mi agitación para que no se me conociera en el semblante lo que traía entre manos. Sin perder tiempo, porque perderlo era perderme, dije a Juan de Dios:
—Vamos, amigo; este es el momento de entregar a la niña la carta amorosa que Vd. tiene escrita.
—Sí, chiquillo, aquí está —repuso mostrándome la epístola, que era un monumento caligráfico—. ¿Qué te parece este trabajo? ¿Has visto alguna vez letra como esta? Repara bien esa M y esa H mayúsculas. ¡Qué rasgos tan finos! Y esas letras con que pongo su nombre, ¿qué te parecen? Tres días de tarea eché en ese nombre divino, que como el de Jesús
Endulza el alma y la lengua
más que con la miel y azúcar,
con sólo sus cinco letras.
Este no tiene más que cuatro; pero ¡qué perfiles!, y toda la carta está lo mismo. No tiene más que once pliegos; pero me parece que es bastante. Como es la primera que le escribo, no debo marearla mucho: ¿no te parece?
—Me parece bien. Dos palabritas bien dichas, y basta por ahora. Pero lo que importa es llevársela cuanto antes, pues la espera con impaciencia.
—¿Cómo que la espera? ¿Pues acaso tú le has dicho algo?
—No… verá Vd… Ella debe haberlo adivinado. Cuando la di el ramo díjele que se lo mandaba una persona de la casa que la quería mucho y tenía pensado sacarla de aquí: ella lo besó.
—¡Lo besó! —exclamó el mancebo, tan conmovido, que algunas lágrimas asomaron a sus ojos—. ¡Lo besó! Es decir, se lo llevó a sus divinos labios. ¡Ah!, Gabriel, ¿crees tú que me corresponderá?
—No lo creo, sino que lo afirmo —respondí enérgicamente—. Pero venga la carta. Pues no se va a poner poco contenta. Ahora caigo en que me debe usted dar la llave que encargó al cerrajero, para que yo entre y le dé la carta en propia mano, porque no está bien visto que una cosa de tanta importancia se arroje así… pues.
—No: la llave no te la daré —contestó— porque no necesitas entrar. Quiero que esté sola, para que se entregue a sus anchas al placer de la lectura. ¿Con que dices que lo recibió bien?
—Pero la llave, la llave… ¿No me da Vd. la llave!
—No: la llave no te la doy. Déjala encerrada, que no faltará quien la saque pronto. ¡Ay!, si me atreviera a ir yo mismo, y a hablarla… Pero no. En la carta le digo mi amor y mis proyectos; le digo que la sacaré pronto de esta espantosa esclavitud, y que será mi mujer, mi mujercita, pues nos casaremos en tierras lejanas… ¿Sabes tú por dónde se va a alguna de esas islas desiertas que nos cuentan…? Iremos; porque has de saber, Gabrielillo, que yo soy rico. Yo he guardado mis ganancias desde hace veinte años. Lo malo es que todo lo tengo en poder de los Requejos… pero ya, ya tomaré yo lo que me pertenezca. Entre esta noche y mañana he de poner por obra mi plan. ¿Ves esta carta que tengo aquí para mi amo?, pues de esto depende todo. Cuando él lea esta carta… pero esto es un secreto… punto en boca.
—¿De modo que no me da Vd. la llave?
—No. ¿Para qué? No quiero que la veas, no quiero que la hables, cuando yo no la hablo ni la veo. Al considerar que si entras en su cuarto te ha de mirar, siento unos celos… ¡Ay!, yo me muero, Gabriel; yo no duermo, ni como, ni bebo. Si no tuviera qué hacer me estaría día y noche paseando por los Melancólicos. Esta es mi única delicia, pensar en ella, representármela en la imaginación y entablar con ella unos diálogos que no tienen fin. A cada instante la abrazo y la beso a mis anchas, le pongo una flor en la cabeza, la llevo en mis brazos cuando está cansada, la arrullo, le canto para que se duerma y la visto por la mañana cuando despierta.
—Así es Vd. feliz —repuse—; pero si me diera usted la llave le contaría todo eso.
—No; yo se lo diré mañana, esta noche quizás —dijo Juan de Dios con exaltación—. ¿Pues qué crees tú que soy capaz de consentir un día más los martirios que padece? Gabriel: a ti te puedo confiar mis planes. ¡Esta noche, esta noche quedará Inés en libertad! ¿Tú sabes por dónde se va a alguna isla desierta?… Anda lleva la carta, se la arrojas por el tragaluz; ¿entiendes? Pobrecita: qué dirá cuando vea que hay quien se interesa por ella, quien la adora, y está dispuesto a sacrificar vida, hacienda y honor… Así se lo he dicho esta mañana al Santísimo Sacramento y a la Virgen María. Todos los días voy a misa y ruego por ella a Dios y a los Santos. Esta mañana cuando el cura alzaba el cáliz, le miré y dije: «Santísimo Sacramento de mi alma, yo amo a Inés. Si quieres que no la ame más que a ti, dámela. Nunca te he pedido nada. Con ella seré bueno, sin ella seré… lo que el demonio quiera». Anda, Gabriel; llévale de una vez la esquelita.
A este punto llegábamos, cuando entró D. Mauro con dos amigos. Diole Juan de Dios la carta de que antes me había hablado con tanto misterio, y cuando la hubo leído lanzó grandes exclamaciones de coraje, que a todos los presentes nos infundieron miedo. Al instante hizo salir a Juan de Dios con una comisión apremiante, y yo me retiré. Aunque el maniático no había querido entregar la llave, comprendí que no debía retroceder en mi empresa, y resuelto a todo, pensé en descerrajar la puerta de la prisión de Inés. Favorecía este proyecto la circunstancia de estar Requejo en coloquio muy acalorado con sus dos amigos, y además ignorante de la ausencia de su hermana.
Pedí auxilio a Dios mentalmente, y después de advertir a Inés para que estuviese preparada y me ayudase por dentro, cogí un pequeño barrote de hierro en figura de escoplo, que había en la sala de los empeños, y comencé la delicada obra. El miedo de hacer ruido me obligaba a emplear poca fuerza, y la cerradura no cedía. Canté en alta voz para ahogar todo rumor, y al fin ayudado por Inés, que empujaba desde dentro, logré desquiciar una de las hojas, que tuvimos buen cuidado de sostener para que no viniese al suelo.
—Estás libre Inés, vámonos. Huyamos sin tardanza —exclamé con locura—. Si nos detenemos un instante estamos perdidos.
Nos dirigimos a la puerta que conducía a la escalera exterior. abrila yo, y salimos. Ya oscurecía. Un hombre bajaba de los pisos superiores, y se juntó a nosotros en la meseta. Advertí que nos miraba con sorpresa: observele yo a mi vez, y no pude menos de temblar reconociendo al licenciado Lobo, el cual extendiendo sus brazos como para detenernos, preguntó:
—¿Adónde van Vds.?
—¿Y a Vd. qué le importa? —dije con rabia viendo delante de mí obstáculo tan terrible.
Después, considerando que contra semejante cernícalo más convenía la astucia que la fuerza, añadí:
—Doña Restituta nos ha mandado salir en busca suya. Ha ido en casa de una amiga…
—Tú eres un picarón redomado —me contestó—. ¿A dónde vas con esa muchacha? Tunantes: ¡os fugáis de esta santa casa! Ya os arreglaré yo. Adentro pronto, si no queréis ir conmigo a la cárcel de Villa.
Mi desesperación no tuvo límites, y ahora celebro no haber tenido en aquel momento un puñal en mi mano, porque de seguro le hubiera partido el corazón al leguleño
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trapisondista.
—¡Ah!, pícaro ladrón, ya te conozco, ya sé quién eres —continuó—. Esta noche precisamente pensaba venir a ajustarte las cuentas… No te había conocido, bribonzuelo; pero ya sé qué clase de pájaro eres… Ya tenía ganas de cogerte entre mis uñas.
Y efectivamente me tenía tan cogido, que no sé cómo no me desolló el brazo.
Inés lloraba. Lobo la asió también por un brazo y empujándonos hacia dentro, nos dijo:
—¡Qué a tiempo llegué, pimpollitos míos!
Hice un esfuerzo desesperado para desprenderme de sus garras y me desprendí. Él entonces alzó el grito, exclamando:
—¡Que se me escapa ese tuno… ladrones… acudan acá!
Subió precipitadamente D. Mauro, reuniose en el portal alguna gente, y acertando a llegar Restituta, poco después me encontraba entre ambos Requejos como Cristo entre los dos ladrones. Inés desmayada, era sostenida por el escribano.
—Pero si apenas puedo creerlo —exclamaba mi ama—. ¡Con que la señorita huía con Gabriel! Tunante, ladroncillo, y cómo nos engañaba con su carita de Pascua. Ven acá —añadió dándome golpes—. ¿A dónde ibas con Inesilla, monstruo? ¿Qué te han
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dado por entregarla, ladrón de doncellas? A la cárcel, a presidio pronto, si es que no le desollamos vivo. Pero di, ¿robabas a Inés?
—¡Sí, vieja bruja! —respondí con furia—. ¡Me iba con ella!
—Pues ahora vas a ir por el balcón a la calle —dijo D. Mauro, clavando en mi cuerpo su poderosa zarpa.
Francamente, señores, creí que había llegado mi último instante entre aquellos tres bárbaros, que, cada cual según su estilo peculiar, me mortificaban a porfía. De todos los golpes y vejaciones que allí recibí, les aseguro a Vds. que nada me dolía tanto como los pellizcos de doña Restituta, cuyos dedos, imitando los furiosos picotazos de un ave de rapiña, se cebaban allí donde encontraban más carne.
—Y sin duda fuiste tú quien mandó a aquella maldita mujer, para sacarme de la casa, pues en la plazuela de Afligidos no hay ya rastros de almoneda. Este chico merece la horca, sí, Sr. de Lobo, la horca.
—¡Y la muy andrajosa de mi sobrina se marchaba tan contenta! —dijo Requejo, encerrando de nuevo a Inés en el miserable cuartucho.
—Si tenemos metido el infierno dentro de la casa —añadió Restituta—. La horca, sí señor, la horca, Sr. de Lobo. No tiene Vd. pizca de caridad si no se lo dice al señor alcalde de casa y corte. ¡Pero cómo nos engañaba este dragoncillo! Si esto es para morirse uno de rabia.
El leguleyo tomó entonces la autorizada palabra, y extendiendo sobre mi cabeza sus brazos en la actitud propia de esa tutelar justicia que ampara hasta a los criminales, dijo:
—Moderen Vds. su justa cólera y óiganme un instante. Ya les he dicho que ahora nos ocupamos celosísimamente de hacer un benemérito expurgo descubriendo y desenmascarando a todas las indignas personas que fueron protegidas por el príncipe de la Paz; ese monstruo, señora, ese vil mercader, ese infame favorito… ¡gracias a Dios que está caído y podemos insultarle sin miedo! Pues como decía, para que la nación se vea libre de pícaros, a todos los que con él sirvieron, les quitamos ahora sus destinos, si no pagan sus crímenes en la cárcel o en el destierro. Si vieran Vds., amigos míos, cómo me estoy luciendo en estas pesquisas; si oyeran ustedes los elogios que he merecido de los principales servidores de la real persona…
—Pero ¿a qué viene tanta palabrería —dijo impaciente Requejo— ni qué tiene eso que ver?…
—Tiene que ver… —prosiguió el hombre de la justicia— porque ¿qué dirán mis señores D. Mauro y doña Restituta al saber que ese tramposo y embaucador chicuelo aquí presente, recibió favores del Príncipe, y es el mismo Gabrielillo que desde hace quince días estamos buscando con los hígados en la boca mi compañero y yo?
Los Requejos macho y hembra se miraron con espanto.
—Pues oigan Vds. y tiemblen de indignación —prosiguió el leguleyo—. El día antes de su caída, el Sr. Godoy envió a la secretaría de Estado un volante mandando que se diese a este joven una plaza en las oficinas de la interpretación de lenguas. ¿Qué tal, señores? ¿Y por qué?, dirán Vds. Porque este joven parece que sabe latín, y compuso un poema en versos latinos; y algunos de esos alcahuetones que lo leyeron, fueron con el cuento al Príncipe, diciéndole que mi niño era un portento de sabiduría. ¡Mentiras y más mentiras! Ya se ve; cuando en la secretaría de Estado recibieron el volante, se escandalizaron, porque ya había caído el príncipe de la Paz, y aquellos eminentes repúblicos, después de poner en la calle a Moratín, esperaron a que se presentara este prodigio, si no para colocarlo, para verle al menos. Pero yo ando tras el objeto de que coloquen allí a un primo mío que sabe tres lenguas, el valenciano, el gallego y el castellano; así es que al punto mi compañero y yo pusimos una
diligencia en busca
para tener antecedentes de esta buena pieza, y hemos conseguido probar: que en Aranjuez vivía con el curita D. Celestino; otrosí que todos los días iban ambos a casa de Godoy; otrosí, que el chico le escribía las cartas y las traía a Madrid los domingos al embajador de Francia; otrosí, que se disfrazaba para entrar en cierta taberna a oír lo que se decía, y otras muchas bribonadas de que en el supradicho protocolo tengo hecha detallada mención.
—¡Jesús, Dios nos ampare! Al santo patrono de la tienda debemos el haber descubierto a tiempo lo que teníamos en casa —dijo Restituta.
—Por supuesto, que lo del latín era pura farsa.
—Pues no hay que andarse con chiquitas —dijo mi amo— sino entregarle a la justicia.
—Eso corre de mi cuenta —repuso Lobo—. Veremos qué responde a los cargos que se le hacen en la sumaria como cómplice del cura castrense de Aranjuez. A éste no le hemos podido coger, y según las noticias que hoy recibí, ha desaparecido del Real Sitio. Es seguro que ha venido a Madrid, y lo que es aquí no se nos escapa.