—Pues entonces echémonos a llorar y metámonos en nuestras casas.
—¿Llorar? —exclamó el amolador cerrando los puños—. Si todos pensaran como yo… No se puede decir lo que sucederá, pero… Mira: yo soy hombre de paz, pero cuando veo que estos condenados franceses se van metiendo callandito en España diciendo que somos amigos: cuando veo que se llevan engañado al Rey; cuando les veo por esas calles echando facha y bebiéndose el mundo de un sorbo; cuando pienso que ellos están muy creídos de que nos han metido en un puño por los siglos de los siglos, me dan ganas… no de llorar, sino de matar, pongo el caso, pues… quiero decir que si un francés pasa y me toca con su codo en el pelo de la ropa, levanto la mano… mejor dicho… abro la boca y me lo como. Y cuidado, que un francés me enseñó el oficio que tengo. El francés me gusta; pero allá en su tierra.
Durante nuestra conversación advertí que la multitud aumentaba, apretándose más. Componíanla personas de ambos sexos y de todas las clases de la sociedad, espontáneamente venidas por uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oficial, y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo entero, hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración. La campana de ese arrebato glorioso no suena sino cuando son muchos los corazones dispuestos a palpitar en concordancia con su anhelante ritmo, y raras veces presenta la historia ejemplos como aquel, porque el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación colosal, una unidad sin discrepancias de ningún género, y por lo tanto una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de enemigos. El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión el patriotismo.
Estas reflexiones se me ocurren ahora recordando aquellos sucesos. Entonces, y en la famosa mañana de que me ocupo, no estaba mi ánimo para consideraciones de tal índole, mucho menos en presencia de un conflicto popular que de minuto en minuto tomaba proporciones graves. La ansiedad crecía por momentos: en los semblantes había más que ira, aquella tristeza profunda que precede a las grandes resoluciones, y mientras algunas mujeres proferían gritos lastimosos, oí a muchos hombres discutiendo en voz baja planes de no sé qué inverosímil lucha.
El primer movimiento hostil del pueblo reunido fue rodear a un oficial francés que a la sazón atravesó por la plaza de la Armería. Bien pronto se unió a aquél otro oficial español que acudía como en auxilio del primero. Contra ambos se dirigió el furor de hombres y mujeres, siendo estas las que con más denuedo les hostilizaban; pero al poco rato una pequeña fuerza francesa puso fin a aquel incidente. Como avanzaba la mañana, no quise ya perder más tiempo, y traté de seguir mi camino; mas no había pasado aún el arco de la Armería, cuando sentí un ruido que me pareció cureñas en acelerado rodar por calles inmediatas.
—¡Que viene la artillería! —clamaron algunos.
Pero lejos de determinar la presencia de los artilleros una dispersión general, casi toda la multitud corría hacia la calle Nueva
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. La curiosidad pudo en mí más que el deseo de llegar pronto al fin de mi viaje, y corrí allá también; pero una detonación espantosa heló la sangre en mis venas; y vi caer no lejos de mí algunas personas, heridas por la metralla. Aquel fue uno de los cuadros más terribles que he presenciado en mi vida. La ira estalló en boca del pueblo de un modo tan formidable, que causaba tanto espanto como la artillería enemiga. Ataque tan imprevisto y tan rudo había aterrado a muchos que huían con pavor, y al mismo tiempo acaloraba la ira de otros, que parecían dispuestos a arrojarse sobre los artilleros; mas en aquel choque entre los fugitivos y los sorprendidos, entre los que rugían como fieras y los que se lamentaban heridos o moribundos bajo las pisadas de la multitud, predominó al fin el movimiento de dispersión, y corrieron todos hacia la calle mayor. No se oían más voces que «armas, armas, armas». Los que
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no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones, y si un momento antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o a la más cercana en busca de un arma, y no encontrándola, echaba mano de cualquier herramienta. Todo servía con tal que sirviera para matar.
El resultado era asombroso. Yo no sé de dónde salía tanta gente armada. Cualquiera habría creído en la existencia de una conjuración silenciosamente preparada; pero el arsenal de aquella guerra imprevista y sin plan, movida por la inspiración de cada uno, estaba en las cocinas, en los bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas y tiendas de armas, en las posadas y en las herrerías.
La calle mayor y las contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de rabia imposible de describir por medio del lenguaje. El que no lo vio, renuncie a tener idea de semejante levantamiento. Después me dijeron que entre 9 y 11 todas las calles de Madrid presentaban el mismo aspecto; habíase propagado la insurrección como se propaga la llama en el bosque seco azotado por impetuosos vientos.
En el Pretil de los Consejos, por San Justo y por la plazuela de la Villa, la irrupción de gente armada viniendo de los barrios bajos era considerable; mas por donde vi aparecer después mayor número de hombres y mujeres, y hasta enjambres de chicos y algunos viejos fue por la plaza mayor y los portales llamados de Bringas. Hacia la esquina de la calle de Milaneses, frente a la Cava de San Miguel, presencié el primer choque del pueblo con los invasores, porque habiendo aparecido como una veintena de franceses que acudían a incorporarse a sus regimientos, fueron atacados de improviso por una cuadrilla de mujeres ayudadas por media docena de hombres. Aquella lucha no se parecía a ninguna peripecia de los combates ordinarios, pues consistía en reunirse súbitamente envolviéndose y atacándose sin reparar en el número ni en la fuerza del contrario. Los extranjeros se defendían con su certera puntería y sus buenas armas: pero no contaban con la multitud de brazos que les ceñían por detrás y por delante, como rejos de un inmenso pulpo; ni con el incansable pinchar de millares de herramientas, esgrimidas contra ellos con un desorden y una multiplicidad semejante al de un ametrallamiento a mano; ni con la espantosa centuplicación de pequeñas fuerzas que sin matar imposibilitaban la defensa. Algunas veces esta superioridad de los madrileños era tan grande, que no podía menos de ser generosa; pues cuando los enemigos aparecían en número escaso, se abría para ellos un portal o tienda donde quedaban a salvo, y muchos de los que se alojaban en las casas de aquella calle debieron la vida a la tenacidad con que sus patronos les impidieron la salida.
No se salvaron tres de a caballo que corrían a todo escape hacia la Puerta del Sol. Se les hicieron varios disparos; pero irritados ellos cargaron sobre un grupo apostado en la esquina del callejón de la Chamberga, y bien pronto viéronse envueltos por el paisanaje. De un fuerte sablazo, el más audaz de los tres abrió la cabeza a una infeliz maja en el instante en que daba a su marido el fusil recién cargado, y la imprecación de la furiosa mujer al caer herida al suelo, espoleó el coraje de los hombres. La lucha se trabó entonces cuerpo a cuerpo y a arma blanca.
Entretanto yo corrí hacia la Puerta del Sol buscando lugar más seguro, y en los portales de Pretineros encontré a Chinitas. La Primorosa salió del grupo cercano exclamando con frenesí:
—¡Han matado a Bastiana! Más de veinte hombres hay aquí y denguno vale un rial. Canallas; ¿para qué os ponéis bragas si tenéis almas de pitiminí?
—Mujer —dijo Chinitas cargando su escopeta— quítate de en medio. Las mujeres aquí no sirven más que de estorbo.
—Cobardón, calzonazos, corazón de albondiguilla —dijo la Primorosa pugnando por arrancar el arma a su marido—. Con el aire que hago moviéndome, mato yo más franceses que tú con un cañón de a ocho.
Entonces uno de los de a caballo se lanzó al galope hacia nosotros blandiendo su sable.
—¡Menegilda!, ¿tienes navaja? —exclamó la esposa de Chinitas con desesperación.
—Tengo tres, la de cortar, la de picar y el cuchillo grande.
—¡Aquí estamos, espanta-cuervos! —gritó la maja tomando de manos de su amiga un cuchillo carnicero cuya sola vista causaba espanto.
El coracero clavó las espuelas a su corcel y despreciando los tiros se arrojó sobre el grupo. Yo vi las patas del corpulento animal sobre los hombros de la Primorosa; pero ésta, agachándose más ligera que el rayo, hundió su cuchillo en el pecho del caballo. Con la violenta caída, el jinete quedó indefenso, y mientras la cabalgadura expiraba con horrible pataleo, lanzando ardientes resoplidos, el soldado proseguía el combate ayudado por otros cuatro que a la sazón llegaron.
Chinitas, herido en la frente y con una oreja menos, se había retirado como a unas diez varas más allá, y cargaba un fusil en el callejón del Triunfo, mientras la Primorosa le envolvía un pañuelo en la cabeza, diciéndole:
—Si te moverás al fin. No parece sino que tienes en cada pata las pesas del reló de Buen Suceso.
El amolador se volvió hacia mí y me dijo:
—Gabrielillo, ¿qué haces con ese fusil? ¿Lo tienes en la mano para escarbarte los dientes?
En efecto, yo tenía en mis manos un fusil sin que hasta aquel instante me hubiese dado cuenta de ello. ¿Me lo habían dado? ¿Lo tomé yo? Lo más probable es que lo recogí maquinalmente, hallándose cercano al lugar de la lucha, y cuando caía sin duda de manos de algún combatiente herido; pero mi turbación y estupor eran tan grandes ante aquella escena, que ni aun acertaba a hacerme cargo de lo que tenía entre las manos.
—¿Pa qué está aquí esa lombriz? —dijo la Primorosa encarándose conmigo y dándome en el hombro una fuerte manotada—. Descosío: coge ese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano un cirio de procesión?
—Vamos: aquí no hay nada que hacer —afirmó Chinitas, encaminándose con sus compañeros hacia la Puerta del Sol.
Echeme el fusil al hombro y les seguí. La Primorosa seguía burlándose de mi poca aptitud para el manejo de las armas de fuego.
—¿Se acabaron los franceses? —dijo una maja mirando a todos lados—. ¿Se han acabado?
—No hemos dejado uno pa simiente de rábanos —contestó la Primorosa—. ¡Viva España y el Rey Fernando!
En efecto, no se veía ningún francés en toda la calle mayor; pero no distábamos mucho de las gradas de San Felipe, cuando sentimos ruido de tambores, después ruido de cornetas, después pisadas de caballos, después estruendo de cureñas rodando con precipitación. El drama no había empezado todavía realmente. Nos detuvimos, y advertí que los paisanos se miraban unos a otros, consultándose mudamente sobre la importancia de las fuerzas ya cercanas. Aquellos infelices madrileños habían sostenido una lucha terrible con los soldados que encontraron al paso, y no contaban con las formidables divisiones y cuerpos de ejército que se acampaban en las cercanías de Madrid. No habían medido los alcances y las consecuencias de su calaverada, ni aunque los midieran, habrían retrocedido en aquel movimiento impremeditado y sublime que les impulsó a rechazar fuerzas tan superiores. Había llegado el momento de que los paisanos de la calle mayor pudieran contar el número de armas que apuntaban a sus pechos, porque por la calle de la Montera apareció un cuerpo de ejército, por la de Carretas otro, y por la Carrera de San Jerónimo el tercero, que era el más formidable.