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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

El 19 de marzo y el 2 de mayo (27 page)

BOOK: El 19 de marzo y el 2 de mayo
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—Este buen hombre —dijo la muchacha— ha perdido el tino. ¡Tan grande es su pavor! Verdad que la cosa no es para menos. Yo estoy muerta. ¿Se ha acabado, Gabriel? Ya no se oyen tiros. ¿Ha concluido todo? ¿Quién ha vencido?

Un cañonazo resonó estremeciendo la casa. A Inés cayósele el vaso de las manos, y en el mismo instante entró D. Celestino, que observaba la lucha desde otra habitación de la casa.

—Es la artillería francesa —exclamó—. Ahora es ella. Traen más de doce cañones. ¡Jesús, María y José nos amparen! Van a hacer polvo a nuestros valientes paisanos. ¡Señor de justicia! ¡Virgen María, santa patrona de España!

Juan de Dios abrió sus ojos buscando a Inés con una mirada calmosa y apagada como la de un enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillas ante la imagen, derramaba abundantes lágrimas.

—Los franceses son innumerables —continuó el cura—. Vienen cientos de miles. En cambio los nuestros, son menos cada vez. Muchos han muerto ya. ¿Podrán resistir los que quedan? ¡Oh! Gabriel, y usted, caballero, quien quiera que sea, aunque presumo será español: ¿están Vds. en paz con su conciencia, mientras nuestros hermanos pelean abajo por la patria y por el Rey? Hijos míos, ánimo: los franceses van a atacar por tercera vez. ¿No veis cómo se aperciben los nuestros para recibirlos con tanto brío como antes? ¿No oís los gritos de los que han sobrevivido al último combate? ¿No oís las voces de esa noble juventud? Gabriel, Vd., caballero, cualquiera que sea, ¿habéis visto a las mujeres? ¿Darán lección de valor esas heroicas hembras a los varones que huyen de la honrosa lucha?

Al decir esto, el buen sacerdote, con una alteración que hasta entonces jamás había advertido en él, se asomaba al balcón, retrocedía con espanto, volvía los ojos a la imagen de la Virgen, luego a nosotros, y tan pronto hablaba consigo mismo como con los demás.

—Si yo tuviera quince años, Gabriel —continuó— si yo tuviera tu edad… Francamente, hijos míos, yo tengo muchísimo miedo. En mi vida había visto una guerra, ni oído jamás el estruendo de los mortíferos cañones; pero lo que es ahora cogería un fusil, sí señores, lo cogería… ¿No veis que va escaseando la gente? ¿No veis cómo los barre la metralla?… Mirad aquellas mujeres que con sus brazos despedazados empujan uno de nuestros cañones hasta embocarle en esta calle. Mirad aquel montón de cadáveres del cual sale una mano increpando con terrible gesto a los enemigos. Parece que hasta los muertos hablan, lanzando de sus bocas exclamaciones furiosas… ¡Oh!, yo tiemblo, sostenedme; no, dejadme tomar un fusil, lo tomaré yo. Gabriel, caballero, y tú también, Inés; vamos todos a la calle, a la calle. ¿Oís? Aquí llegan las vociferaciones de los franceses. Su artillería avanza. ¡Ah!, perros: todavía somos suficientes, aunque pocos. ¿Queréis a España, queréis este suelo? ¿Queréis nuestras casas, nuestras iglesias, nuestros reyes, nuestros santos? Pues ahí está, ahí está dentro de esos cañones lo que queréis. Acercaos… ¡Ah! Aquellos hombres que hacían fuego desde la tapia han perecido todos. No importa. Cada muerto no significa más sino que un fusil cambia de mano, porque antes de que pierda el calor de los dedos heridos que lo sueltan, otros lo agarran… Mirad: el oficial que los manda parece contrariado, mira hacia el interior del parque y se lleva la mano a la cabeza con ademán de desesperación. Es que les faltan balas, les falta metralla. Pero ahora sale el otro con una cesta de piedras… sí… son piedras de chispa. Cargan con ellas, hacen fuego… ¡Oh!, que vengan, que vengan ahora. ¡Miserables! España tiene todavía piedras en sus calles para acabar con vosotros… Pero ¡ay!, los franceses parece que están cerca. Mueren muchos de los nuestros. Desde los balcones se hace mucho fuego; mas esto no basta. Si yo tuviera veinte años… Si yo tuviera veinte años, tendría el valor que ahora me falta, y me lanzaría en medio del combate, y a palos, sí señores, a palos, acabaría con todos esos franceses. Ahora mismo, con mis sesenta años… Gabriel, ¿sabes tú lo que es el deber? ¿Sabes tú lo que es el honor? Pues para que lo sepas, oye: Yo que soy un viejo inútil, yo que nunca he visto un combate, yo que jamás he disparado un tiro, yo que en mi vida he peleado con nadie, yo que no puedo ver matar un pollo, yo que nunca he tenido valor para matar un gusanito, yo que siempre he tenido miedo a todo, yo que ahora tiemblo como una liebre y a cada tiro que oigo parece que entrego el alma al Señor, voy a bajar al instante a la calle, no con armas, porque armas no me corresponden, sino para alentar a esos valientes, diciéndoles en castellano aquello de
Dulce et decorum est pro patria mori!

Estas palabras, dichas con un entusiasmo que el anciano no había manifestado ante mí sino muy pocas veces, y siempre desde el púlpito, me enardeció de tal modo que me avergoncé de reconocerme cobarde espectador de aquella heroica lucha sin disparar un tiro, ni lanzar una piedra en defensa de los míos. A no contenerme la presencia de Inés, ni un instante habría yo permanecido en aquella situación. Después cuando vi al buen anciano precipitarse fuera de la casa, dichas sus últimas palabras, miedo y amor se oscurecieron en mí ante una grande, una repentina iluminación de entusiasmo, de esas que rarísimas veces, pero con fuerza poderosa, nos arrastran a las grandes acciones.

Inés hizo un movimiento como para detenerme pero sin duda su admirable buen sentido comprendió cuánto habría desmerecido a mis propios ojos cediendo a los reclamos de la debilidad, y se contuvo ahogando todo sentimiento. Juan de Dios, que al volver de su desmayo era completamente extraño a la situación que nos encontrábamos, y no parecía tener ojos ni oídos más que para espectáculos y voces de su propia alma, se adelantó hacia Inés con ademán embarazoso, y le dijo:

—Pero Gabriel la habrá enterado a Vd. de todo. ¿La he ofendido a Vd. en algo? Bien habrá comprendido Vd…

—Este caballero —dijo Inés— está muerto de miedo, y no se moverá de aquí. ¿Quiere Vd. esconderse en la cocina?

—¡Miedo! ¡Que yo tengo miedo! —exclamó el mancebo con un repentino arrebato que le puso encendido como la grana—. ¿A dónde vas, Gabriel?

—A la calle —respondí saliendo—. A pelear por España. Yo no tengo miedo.

—Ni yo, ni yo tampoco —afirmó resuelta, furiosamente Juan de Dios corriendo detrás de mí.

- XXVIII -

Llegué a la calle en momentos muy críticos. Las dos piezas de la calle de San Pedro habían perdido gran parte de su gente, y los cadáveres obstruían el suelo. La colocada hacia Poniente había de resistir el fuego de la de los franceses, sin más garantía de superioridad que el heroísmo de D. Pedro Velarde y el auxilio de los tiros de fusil. Al dar los primeros pasos encontré uno, y me situé junto a la entrada del parque, desde donde podía hacer fuego hacia la calle Ancha, resguardado por el machón de la puerta. Allí se me presentó una cara conocida, aunque horriblemente desfigurada, en la persona de Pacorro Chinitas, que incorporándose entre un montón de tierra y el cuerpo de otro infeliz ya moribundo, hablome así con voz desfallecida:

—Gabriel, yo me acabo; yo no sirvo ya para nada.

—Ánimo, Chinitas —dije devolviéndole el fusil que caía de sus manos—, levántate.

—¿Levantarme? Ya no tengo piernas. ¿Traes tú pólvora? Dame acá: yo te cargaré el fusil… Pero me caigo redondo. ¿Ves esta sangre? Pues es toda mía y de este compañero que ahora se va… Ya expiró…Adiós, Juancho: tú al menos no verás a los franceses en el parque.

Hice fuego repetidas veces, al principio muy torpemente, y después con algún acierto, procurando siempre dirigir los tiros a algún francés claramente destacado de los demás. Entre tanto, y sin cesar en mi faena, oí la voz del amolador que apagándose por grados decía: «Adiós, Madrid, ya me encandilo… Gabriel, apunta a la cabeza. Juancho que ya estás tieso, allá voy yo también: Dios sea conmigo y me perdone. Nos quitan el parque; pero de cada gota de esta sangre saldrá un hombre con su fusil, hoy, mañana y al otro día. Gabriel, no cargues tan fuerte, que revienta. Ponte más adentro. Si no tienes navaja, búscala, porque vendrán a la bayoneta. Toma la mía. Allí está junto a la pierna que perdí… ¡Ay!, ya no veo más que un cielo negro. ¡Qué humo tan negro! ¿De dónde viene ese humo? Gabriel, cuando esto se acabe, ¿me darás un poco de agua? ¡Qué ruido tan atroz!… ¿Por qué no traen agua? ¡Agua, Señor Dios Poderoso! ¡Ah!, ya veo el agua; ahí está. La traen unos angelitos; es un chorro, una fuente, un río…».

Cuando me aparté de allí, Chinitas ya no existía. La debilidad de nuestro centro de combate me obligó a unirme a él, como lo hicieron los demás. Apenas quedaban artilleros, y dos mujeres servían la pieza principal, apuntaban hacia la calle Ancha. Era una de ellas la Primorosa, a quien vi soplando fuertemente la mecha, próxima a extinguirse.

—Mi general —decía a Daoíz—. Mientras su merced y yo estemos aquí, no se perderán las Españas ni sus Indias… Allá va el petardo… Venga ahora acá el
destupidor.
Cómo rempuja pa tras este animal cuando suelta el tiro. ¡Ah! ¿Ya estás aquí, Tripita? —gritó al verme—. Toca este instrumento y verás lo bueno.

El combate llegaba a un extremo de desesperación; y la artillería enemiga avanzó hacia nosotros. Animados por Daoíz, los heroicos paisanos pudieron rechazar por última vez la infantería francesa que se destacaba en pequeños pelotones de la fuerza enemiga.

—¡Ea! —gritó la Primorosa cuando recomenzó el fuego de cañón—. Atrás, que yo gasto malas bromas. ¿Vio Vd. cómo se fueron, señor general? Sólo con mirarles yo con estos recelestiales ojos, les hice volver pa tras. Van muertos de miedo. ¡Viva España y muera Napoleón!… Chinitas, ¿no está por ahí Chinitas? Ven acá, cobarde, calzonazos.

Y cuando los franceses, replegando su infantería, volvieron a cañonearnos, ella, después de ayudar a cargar la pieza, prosiguió gritando desesperadamente:

—Renacuajos, volved acá. Ea, otro paseíto. Sus mercedes quieren conquistarme a mí, ¿no verdá? Pues aquí me tenéis. Vengan acá: soy la reina, sí señores, soy la emperadora del Rastro, y yo acostumbro a fumar en este cigarro de bronce, porque no las gasto menos. ¿Quieren ustedes una chupadita? Pos allá va. Desapártense pa que no les salpique la saliva; si no…

La heroica mujer calló de improviso, porque la otra maja que cerca de ella estaba, cayó tan violentamente herida por un casco de metralla, que de su despedazada cabeza saltaron salpicándonos repugnantes pedazos. La esposa de Chinitas, que también estaba herida, miró el cuerpo expirante de su amiga. Debo consignar aquí un hecho trascendental; la Primorosa se puso repentinamente pálida, y repentinamente seria. Tuvo miedo.

Llegó el instante crítico y terrible. Durante él sentí una mano que se apoyaba en mi brazo. Al volver los ojos vi un brazo azul con charreteras de capitán. Pertenecía a D. Luis Daoíz, que herido en la pierna, hacía esfuerzos por no caer al suelo y se apoyaba en lo que encontró más cerca. Yo extendí mi brazo alrededor de su cintura, y él, cerrando los puños, elevándolos convulsamente al cielo, apretando los dientes y mordiendo después el pomo de su sable, lanzó una imprecación, una blasfemia, que habría hecho desplomar el firmamento, si lo de arriba obedeciera a las voces de abajo.

En seguida se habló de capitulación y cesaron los fuegos. El jefe de las fuerzas francesas acercose a nosotros, y en vez de tratar decorosamente de las condiciones de la rendición, habló a Daoíz de la manera más destemplada y en términos amenazadores y groseros. Nuestro inmortal artillero pronunció entonces aquellas célebres palabras:
Si fuerais capaz de hablar con vuestro sable, no me trataríais así.

El francés, sin atender a lo que le decía, llamó a los suyos, y en el mismo instante… Ya no hay narración posible, porque todo acabó. Los franceses se arrojaron sobre nosotros con empuje formidable. El primero que cayó fue Daoíz, traspasado el pecho a bayonetazos. Retrocedimos precipitadamente hacia el interior del parque todos los que pudimos, y como aun en aquel trance espantoso quisiera contenernos D. Pedro Velarde, le mató de un pistoletazo por la espalda un oficial enemigo. Muchos fueron implacablemente pasados a cuchillo; pero algunos y yo pudimos escapar, saltando velozmente por entre escombros, hasta alcanzar las tapias de la parte más honda, y allí nos dispersamos, huyendo cada cual por donde encontró mejor camino, mientras los franceses, bramando de ira, indicaban con sus alaridos al aterrado vecindario que Monteleón había quedado por Bonaparte.

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