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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

El 19 de marzo y el 2 de mayo (29 page)

BOOK: El 19 de marzo y el 2 de mayo
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El estrépito de otra descarga me hizo enmudecer, y la voz expiró en mi garganta por falta de aliento. Estuve a punto de caer sin sentido; pero haciendo un heroico esfuerzo, volví a suplicar al oficial con voz ronca y ademán desesperado, pretendiendo que me dejase entrar a ver si algunos de los recién inmolados eran los que yo buscaba. Sin duda mi ruego, expresado ardientemente y con profundísima verdad, conmovió al joven oficial, más por la angustia de mis ademanes que por el sentido de las palabras, extranjeras para él, y apartándose a un lado me indicó que entrara. Hícelo rápidamente, y recorrí como un insensato el primer patio y el segundo. En este, que era el de la Pelota, no había más que franceses; pero en aquel yacían por el suelo las víctimas aún palpitantes, y no lejos de ellas las que esperaban la muerte. Vi que las ataban codo con codo, obligándolas a ponerse de rodillas, unos de espalda, otros de frente. Los más extendían los brazos agitándolos al mismo tiempo que lanzaban imprecaciones y retos a los verdugos; algunos escondían con horror la cara en el pecho del vecino; otros lloraban; otros pedían la muerte, y vi uno que rompiendo con fuertes sacudidas las ligaduras, se abalanzó hacia los granaderos. Ninguna fórmula de juicio, ni tampoco preparación espiritual, precedían a esta abominación: los granaderos hacían fuego una o dos veces, y los sacrificados se revolvían en charcos de sangre con espantosa agonía.

Algunos acababan en el acto; pero los más padecían largo martirio antes de expirar, y hubo muchos que heridos por las balas en las extremidades y desangrados, sobrevivieron después de pasar por muertos hasta la mañana del día 3, en que los mismos franceses, reconociendo su mala puntería, les mandaron al hospital. Estos casos no fueron raros, y yo sé de dos o tres a quienes cupo la suerte de vivir después de pasar por los horrores de una ejecución sangrienta. Un maestro herrero, comprendido en una de las traíllas del Retiro, dio señales de vida al día siguiente, y al borde mismo del hoyo en que se le preparaba sepultura: lo mismo aconteció a un tendero de la calle de Carretas, y hasta hace poco tiempo ha existido uno que era entonces empleado en la imprenta de Sancha, y fue fusilado torpemente dos veces, una en la Soledad, donde se hizo la primera matanza, después en el patio del Buen Suceso, desde cuyo sitio pudo escapar, arrastrándose entre cadáveres y regueros de sangre hasta el hospital cercano, donde le dieron auxilio. Los franceses, aunque a quema-ropa, disparaban mal, y algunos de ellos, preciso es confesarlo, con marcada repugnancia, pues sin duda conocían el envilecimiento en que habían repentinamente caído las águilas imperiales.

Casi sin esperar a que se consumara la sentencia de los que cayeron ante mí, les examiné a todos. Las linternas, puestas delante de cada grupo, alumbraban con siniestra luz la escena. Ni entre los inmolados ni entre los que aguardaban el sacrificio, vi a Inés ni a D. Celestino, aunque a veces me parecía reconocerles en cualquier bulto que se movía implorando compasión o murmurando una plegaria.

Recuerdo que en aquel examen una mano helada cogió la mía, y al inclinarme vi un hombre desconocido que dijo algunas palabras y expiró. Repetidas veces pisé los pies y las manos de varios desgraciados; pero en trances tan terribles, parece que se extingue todo sentimiento compasivo hacia los extraños, y buscando con anhelo a los nuestros, somos impasibles para las desgracias ajenas.

Algunos franceses me obligaron a alejar de aquel sitio; y por las palabras que oí me juzgué en peligro de ser también comprendido en la traílla pero a mí no me importaba la muerte, ni en tal situación hubiera dejado de mirar a un punto donde creyera distinguir el semblante de mis dos amigos, aunque me arcabucearan cien veces. Corrí hacia otro extremo del patio, donde sonaban lamentos y mucha bulla de gente, cuando un anciano se acercó a mí tomándome por el brazo.

—¿A quién busca Vd.? —le dije.

—¡Mi hijo, mi único hijo! —me contestó—. ¿Dónde está? ¿Eres tú mi hijo? ¿Eres tú mi Juan? ¿Te han fusilado? ¿Has salido de aquel montón de muertos?

Comprendí por su mirada y por sus palabras que aquel hombre estaba loco, y seguí adelante. Otro se llegó a mí y preguntome a su vez que a quién buscaba. Contele brevemente la historia, y me dijo:

—Los que fueron presos en el barrio de Maravillas, no han venido aquí ni a la casa de Correos. Están en la Moncloa. Primero los llevaron a San Bernardino, y a estas horas… Vamos allá. Yo tengo un salvo-conducto de un oficial francés, y podemos salir.

Salimos en efecto, y en el Prado aquel hombre corrió desaladamente y le perdí de vista. Yo también corrí cuanto me era posible, pues mis fuerzas, a tan terribles pruebas sometidas por tanto tiempo, desfallecían ya. No puedo decir qué calles pasé, porque ni miraba a mi alrededor, ni tenía entonces más ojos que los del alma para ver siempre dentro de mí mismo el espectáculo de aquella gran tragedia. Sólo sé que corrí sin cesar; sólo sé que ninguna voz, ninguna queja que sonasen cerca de mí me conmovían ni me interesaban; sólo sé que mientras más corría, mayores eran mi debilidad y extenuación, y que al fin, no sé en qué calle, me detuve apoyándome en la pared cercana, porque mi cuerpo se caía al suelo y no me era posible dar un paso más. Limpié el sudor de mi frente; parecíame que se había acabado el aire y que el suelo se marchaba también bajo mis pies, que las casas se hundían sobre mi cabeza. Recuerdo haber hecho esfuerzos para seguir; pero no me fue posible, y por un espacio de tiempo que no puedo apreciar, sólo tinieblas me rodearon, acompañadas de absoluto silencio.

- XXX -

Durante mi desvanecimiento, hijo de la extenuación, traje a la memoria las arboledas de Aranjuez, con sus millares de pájaros charlatanes, aquellas tardes sonrosadas, aquellos paseos por los bordes del Jarama y el espectáculo de la unión de este con el Tajo. Me acordé de la casa del cura y parecíame ver la parra del patio y los tiestos de la huerta, y oír los chillidos de la tía Gila, riñendo formalmente con las gallinas porque sin su permiso se habían salido del corral. Se me representaba el sonido de las campanas de la iglesia, tocadas por los cuatro muchachos o por el ingrato padre. La imagen de Inés completaba todas estas imágenes, y en mi delirio no me parecía que estaba la desgraciada muchacha junto a mí ni tampoco delante, sino dentro de mi propia persona, como formando parte del ser a quien reconocía como yo mismo. Nada estorbaba nuestra felicidad, ni nos cuidábamos de lo porvenir, porque abandonada a su propio ímpetu la corriente de nuestras almas, se habían juntado al fin Tajo y Jarama, y mezcladas ambas corrientes cristalinas, cavaban en el ancho cauce de una sola y fácil existencia.

Sacome de aquel estado soñoliento un fuerte golpe que me dieron en el cuerpo, y no tardé en verme rodeado de algunas personas, una de las cuales dijo examinándome de cerca: «Está borracho».

Creí reconocer la voz del licenciado Lobo, aunque a decir verdad, aún hoy no puedo asegurar que fuera él quien tal cosa dijo. Lo que sí afirmo es que uno de los que me miraban era Juan de Dios.

—¡Eres tú, Gabriel! —me dijo—. ¿Cómo estás por los suelos? Bonito modo de buscar a la muchacha. No está en el Retiro, ni en el Buen Suceso. El señor licenciado me ayuda en mis pesquisas, y estamos seguros de encontrarla, y aun de salvarla.

Estas palabras las oí confusamente, y después me quedé solo, o mejor dicho, acompañado de algunos chicuelos que me empujaban de acá para allá jugando conmigo. No tardé en recobrar con el completo uso de mis facultades, la idea perfecta de la terrible situación, sólo olvidada durante un rato de marasmo físico y de turbación mental. Oí distintamente las dos en un reloj cercano, y observé el sitio en que me encontraba, el cual no era otro que la plazuela del Barranco, inmediata a los Caños del Peral. Contemplar mental y retrospectivamente cuanto había pasado, medir con el pensamiento la distancia que me separaba de la Montaña y correr hacia allá todo pasó en el mismo instante. Sentíame ágil; la desesperación aligeraba tanto mis pasos, que en poco tiempo llegué al fin de mi viaje; y en la portalada que daba a la huerta del Príncipe Pío vi tanta gente curiosa que era difícil acercarse. Yo lo hice a pesar de los obstáculos, y habría sido preciso matarme para hacerme retroceder. Las mujeres allí reunidas daban cuenta de los desgraciados que habían visto penetrar para no salir más. Desde luego quise introducirme, e intenté conmover a los centinelas con ruegos, con llantos, con razones, hasta con amenazas. Pero mis esfuerzos eran inútiles y cuanto más clamaba, más enérgicamente me impelían hacia fuera. Después de forcejear un rato, la desesperación y la rabia me sugirieron estas palabras que dirigí al centinela.

—Déjeme entrar. Vengo a que me fusilen.

El centinela me miró con lástima, y apartome con la culata de su fusil.

—¡Tienes lástima de mí —continué— y no la tienes de los que busco! No, no tengas lástima. Yo quiero entrar. Quiero ser arcabuceado con ellos.

Fui nuevamente rechazado: pero de tal modo me dominaba el deseo de entrar, y tan terriblemente pesaba sobre mi espíritu aquella horrorosa incertidumbre, que la vida me parecía precio mezquino para comprar el ingreso de la funesta puerta, tras la cual agonizaban o se disponían a la muerte mis dos amigos.

Desde fuera escuchaba un sordo murmullo, concierto lúgubre a mi parecer, de plegarias dolorosas y de violentas imprecaciones. Yo tan pronto me apartaba de la puerta como volvía a ella, a suplicar de nuevo, y la angustia me sugería razones incontestables para cualquiera, menos para los franceses. A veces golpeaba la pared con mi cabeza, a veces clavábame las uñas en mi propio cuerpo hasta hacerme sangre; medía con la vista la altura de la tapia, aspirando a franquearla de un vuelo; iba y venía sin cesar insultando a los afligidos circunstantes y miraba el negro cielo, por entre cuyos turbios y apelmazados celajes creía distinguir danzando en veloz carrera una turba de mofadores demonios.

Volvía a suplicar al centinela, diciéndole:

—¿Por qué no me fusiláis? ¿Por qué no entro, para que me maten con mis amigos? ¡Ah! ¡Asesinos de Madrid! ¿Sabéis para qué quiero yo a vuestro Emperador? Para esto.

Y escupía con rabia a los pies de los soldados, que sin duda me tenían por loco. Luego, concibiendo una idea que me parecía salvadora, registré ávidamente mis bolsillos como si en ellos encerrase un tesoro, y sacando la navaja de Chinitas que aún conservaba, exclamé con febril alegría:

—¡Ah! ¿No veis lo que tengo aquí? Una navaja, un cuchillo aún manchado de sangre. Con él he matado muchos franceses, y mataría al mismo Napoleón I. ¿No prendéis a todo el que lleva armas? Pues aquí estoy. Torpes; habéis cogido a tantos inocentes y a mí me dejáis suelto por las calles… ¿No me andabais buscando? Pues aquí estoy. Ved, ved el cuchillo; aún gotea sangre.

Tan convincentes razones me valieron el ser aprehendido; y al fin penetré en la huerta. Apenas había dado algunos pasos hacia las personas que confusamente distinguía delante de mí, cuando un vivo gozo inundó mi alma. Inés y D. Celestino estaban allí, ¡pero de qué manera! En el momento de mi entrada a ambos los ataban, como eslabones de la cadena humana que iba a ser entregada al suplicio. Me arrojé en sus brazos, y por un momento, estrechados con inmenso amor, los tres no fuimos más que uno solo. Inés empezó después a llorar amargamente; mas el clérigo conservaba su semblante sereno.

—Desde que le has visto, Inés, has perdido la serenidad —dijo gravemente—. Ya no estamos en la tierra. Dios aguarda a sus queridos mártires, y la palma que merecemos nos obliga a rechazar todo sentimiento que sea de este mundo.

—¡Inés! —exclamé con el dolor más vivo que he sentido en toda mi vida—. ¡Inés! Después de verte en esta situación, ¿qué puedo hacer sino morir?

Y luego volviéndome a los franceses ebrio de coraje, y sintiéndome con un valor inmenso, extraordinario, sobrehumano, exclamé:

—Canallas, cobardes verdugos, ¿creéis que tengo miedo a la muerte? Haced fuego de una vez y acabad con nosotros.

Mi furor no irritaba a los franceses, que hacían los preparativos del sacrificio con frialdad horripilante. Lleváronme a presencia de uno, el cual después de decirme algunas palabras, me envió ante otro que al fin decidió de mi suerte. Al poco rato me vi puesto en fila junto al clérigo, cuya mano estrechó la mía.

—¿Cuándo te cogieron? ¿Te encontraron alguna arma, desgraciado? —me dijo—. Pero no es esta ocasión de mostrar odio, sino resignación. Vamos a entrar en nueva y más gloriosa vida. Dios ha querido que nuestra existencia acabe en este día, y nos ha dado el laurel de mártires por la patria, que todos no tienen la dicha de alcanzar. Gabriel, eleva tu mente al cielo. Tú estás libre de todo pecado, y yo te absuelvo. Hijo mío, este trance es terrible; pero tras él viene la bienaventuranza eterna. Sigue el ejemplo de Inés. Y tú, hija mía, la más inocente de todas las víctimas inmoladas en este día, implora por nosotros, si como creo llegas la primera al goce de la eterna dicha.

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