El alcalde del crimen (29 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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—Señor alcalde —se oyó la voz de Fernández tras unos golpes en la puerta—. Acaba de llegar el señor Twiss. Ya estamos listos.

Jovellanos no contestó. Guardó sus papeles en un cajón, se puso la casaca, se atusó los cabellos hacia atrás, se restregó las lágrimas secas de sus ojos, y fue después cuando salió a la oficina de su juzgado. Los escribanos y secretarios se le quedaron mirando por un instante, comprendiendo cada cual por lo que debía de estar pasando. Fernández se puso a su disposición con sus útiles para escribir.

Poco más tarde, llegaban al sombrío corredor de los calabozos. Allí les aguardaban Twiss, Hogg y Gutiérrez. Twiss trató de leer inquisitivamente en sus ojos, pero Jovellanos, que ya le conocía lo suficiente, procuró evitar su mirada. Su vergüenza y su desdicha debían ser solo suyas.

—¿Ofreció resistencia en su captura? —preguntó a Juan Gutiérrez.

—Al contrario, señor alcalde. Le sorprendimos debajo de la cama de su querida Rosilla en Córdoba. En cuanto vio mi sable y las bayonetas de mis hombres se arrojó a mis polainas llorando. Y dio gracias al Señor por haber sido nosotros quienes le hubiésemos encontrado.

—Curioso personaje... —comentó Twiss.

A una señal de Jovellanos, el carcelero abrió la puerta de la celda donde estaba Aurelio Maraver, la misma que hasta días antes había ocupado el difunto Quesada. La luz del farolillo le descubrió al fondo, sentado en la cabecera de su catre, paralizado, con el rostro aterrado por ver siluetas oscuras aparecer en el umbral. Al comprobar Maraver que la gente que accedía al calabozo no era hostil, recobró de repente una inusitada capacidad motriz y, deshaciéndose en alabanzas y mediante gañidos perrunos, se postró de rodillas ante Jovellanos.

—¡Bendito sea Dios, señor alcalde! ¡Me confieso culpable! ¡Sí, soy culpable de todo...!

—¿De qué se cree culpable? —le preguntó Jovellanos con cierto desprecio.

—De lo que usted me acuse... Menos de los asesinatos de los vaticinios. —Se echó a llorar desconsoladamente—. ¿Sabe que existe mi vaticinio? ¡Yo mismo he publicado mi propia muerte...!

—Lo conozco. Pero me da la sensación de que en realidad su buena suerte depende de si está dispuesto a ser un
traidor
de verdad. Yo le aconsejo que lo sea, y ahora mismo.

Maraver se abrazó a los calzones de Jovellanos.

—¡No puedo, señor alcalde! ¡No puedo...!

Obedeciendo a un gesto de Jovellanos, Gutiérrez y el carcelero asieron por los brazos a Maraver y lo arrastraron hasta el catre. Pero cesó en su llanto. El carcelero chato salió de la celda y entornó la puerta. Fernández se sentó cerca del preso y desplegó sus instrumentos de escritura por el camastro. Jovellanos se sentó en el de enfrente, justo delante del preso. Twiss y Gutiérrez se quedaron pegados a uno de los muros laterales y Hogg permaneció al fondo, casi al lado de la entrada. Después de las anotaciones preceptivas respecto a la filiación de Maraver y las circunstancias que le habían conducido a la prisión, ejecutadas mecánicamente por el secretario, Jovellanos comenzó el interrogatorio jugando fuerte.

—Bien, señor Maraver, a usted no se le escapa la gravedad de este asunto, de modo que la justicia civil espera su total colaboración. De lo contrario, puesto que los crímenes que investigamos son de hombres de religión, me vería obligado a pasar su caso al Santo Oficio, donde...

Antes de que nadie pudiese reaccionar, Maraver ya se había echado a lloriquear en el regazo de Jovellanos, que hubo de hacer un gran esfuerzo para desprenderse de sus pegajosas manos y cara.

—¡No, no...! ¡Se lo ruego por mis hijos! ¡Al castillo de Triana no...!

—Guarde sus lágrimas para La Tinaja.

—¡La Tinaja no! ¡Máteme aquí antes...!

Twiss entornó los ojos y cruzó los brazos antes de hablar.

—¿Cuántos hijos tiene?

Maraver giró la cabeza y le miró aturdido. En verdad que aquel individuo se parecía sobremanera a su retrato de los almanaques. Con el pelo negro, largo y enmarañado desmesuradamente, con una diminuta perilla bajo el labio igual a como se llevaba hacía más de cien años. Contestó creyendo encontrar a un aliado.

—Cuatro, señor. Bueno..., cuatro con Rosilla en Córdoba y otros cinco con Manuela en Sevilla. ¿Qué va a ser de ellos, señor?

—¿De qué se preocupa, pues? —comentó Twiss—. Estoy seguro de que la Inquisición tendrá mucho tiento en su castillo con un padre tan prolífico como usted...

Maraver, desesperado, se tiró de sus guedejas, llorando ahora en silencio para sus adentros. Todos aguardaron a que se calmase; cosa que hizo de repente, como todo lo suyo.

—Contestaré a cuanto quiera, señor alcalde —dijo con una voz que no parecía la misma—. Pero prométame que no me dejará libre. Mándeme si acaso a las minas de azufre de Sicilia.

Jovellanos se fijó en Twiss, que sonreía de tal forma que casi le hace reír a él.

—Le aseguro que la ley le protegerá cuanto sea preciso. Ahora, dígame cómo conoció al sujeto que le proporcionó esos doce vaticinios.

El piscator tardó en contestar. Antes observó a cada uno de los presentes. La figura de Gutiérrez le tranquilizó con su uniforme azul y blanco; pero la mole oscura de Hogg le desconcertó, tanto más por cuanto que no le quitaba el ojo de encima.

—Yo no le he visto en persona, señor alcalde. Me pasó un papel con las estrofas y cinco ducados en monedas de a ocho bajo la puerta de mi taller.

Hogg dio a entender a Twiss que mentía moviendo sus gruesos labios de un lado para otro.

—No nos creemos eso —dijo Twiss.

Jovellanos confirmó con sendas miradas a Twiss y Hogg la mendacidad de las palabras de Maraver.

—Más le vale que empiece a ser sincero con nosotros —le advirtió.

Maraver rió brevemente y se dio una palmada en la cara. Comprendió que no tenía delante a los crédulos lectores de sus almanaques. Estaba en un buen aprieto.

—Perdóneme, es que ya no me acordaba muy bien. Resulta que conocí a ese tipo en el Mesón de las Barcas, pegado al puerto. Yo voy a menudo allí para recabar historias de los marineros. Ya me entiende... Me convidó varias veces, pero él no bebía, en todo momento permaneció embozado. Me habló de que quería publicar algo en mi piscator, cosa que me compensaría muy generosamente. ¡Maldito de mí por oírle! Pero entonces no me pareció mal el asunto. Me ofrecía una fortuna para un hombre de mi humilde posición. Tanto dinero como ganaría con la venta de todos los ejemplares. Luego, dos días más tarde, se presentó de noche en mi imprenta. El resto creo que lo conocen ustedes.

Hogg asintió para confirmar que esta vez no había mentido.

—¿Y los vaticinios? ¿Le pasó un papel con ellos escritos o hubo de copiarlos usted?

Con esa pregunta Jovellanos trataba de dilucidar si la letra romana del papel hallado en el cajón de su escritorio pertenecía al asesino o era del propio Maraver.

—¿Copiar? ¡Qué va, señor alcalde! Ese sujeto me dictó los vaticinios, pero me obligó a que compusiese las estrofas directamente con los tipos de plomo en las galeradas de la plancha de impresión. —Se echó a llorar de nuevo—. En ese momento debí quedarme manco. ¡Una barbaridad así solo podía venir de un monstruo...!

Como Hogg volvió a confirmar que seguía diciendo la verdad, la estupefacción se apoderó de Jovellanos y Twiss. Tenían tanto que decirse en ese instante que este último hizo una señal a aquel para que le siguiese afuera de la celda.

Ya en el pasillo ambos, lejos de incómodos testigos, tardaron en dominar los nervios que les afloraban por todas partes.

—Tranquilo... Esto tiene que tener una explicación... —se decía Twiss.

—¿Está seguro de que no falla el instinto de Hogg?

—¡No falla él, Jovellanos, fallamos nosotros...! —exclamó Twiss con un genio repentino que enseguida reprimió—. Discúlpeme... Pero es que el papel que encontramos en la imprenta no debía estar allí porque nunca ha existido.

De un bolsillo interior de su casaca, Jovellanos sacó el papel doblado de los vaticinios.

—¿Me quiere decir que esto no es real?

Twiss se mostró atolondrado, como si por primera vez sus sentidos sobrepasasen a su experiencia.

—Claro que sí... Pero, una vez compuestas las galeradas en la plancha de impresión, ¿por qué Maraver habría de reescribir a tinta los...?

Jovellanos golpeó el aire con saña repetidas veces, como si en realidad golpease su propia ignorancia.

—No, Twiss, no siga...

Preso de una gran tensión, Jovellanos hizo callar a Twiss con un ademán. El carcelero, que dormitaba al otro extremo del corredor, se irguió en su silla de enea y abrió desmesuradamente los ojos por lo que contemplaba. Al igual que lo había hecho Twiss en el patio trasero de Santa Catalina, Jovellanos inició una serie de gestos y signos para explicar en silencio lo que quería decir. Señaló la celda donde estaba Maraver y movió los dedos rápidamente para visualizar su escapatoria a Córdoba. A continuación se cortó el cuello con un pulgar.

—El
interfector
—dijo.

Volvió a mover los dos dedos, esta vez con parsimonia, tiró de un cajón imaginario, en él metió el pliego doblado con los vaticinios, giró la mano como una noria, indicación de un tiempo consecutivo, señaló a ambos con un índice, y ese mismo índice fue de uno de sus ojos al cajón invisible.

En ese momento el carcelero se levantó de su silla con evidente nerviosismo.

—Me maravilla usted, don Gaspar. Aprende rápido —comentó Twiss todo sonriente—. Así es... No puede ser de otra forma. El
interfector
no podía arriesgarse a dejar ninguna prueba de su encargo a Maraver, por si este acaso se preocupaba en dar a conocer a la autoridad tan inquietantes vaticinios, de modo que le hizo componer los mismos delante de él con los tipos de la imprenta. Seguro que hasta se llevó alguna prueba de impresión para mantener su boca cerrada, en caso de que los treinta ducados no fuesen suficientes para acallar sus escrúpulos. Ya entonces Maraver no podría denunciarle, pues solo habría pruebas en su contra, y no de nadie más. Luego, pasado el tiempo, queriendo el
interfector
dejarnos su
aviso personal,
depositó él mismo este papel, que ahora ase usted con su mano, en el cajón del escritorio del piscator. Aunque tal vez no sea un aviso, querido alcalde, sino un intento de hacer recaer las sospechas sobre Maraver. Una manera delicada de despistarnos un buen rato.

—Todo eso lo he contado yo sin tanta cháchara, amigo Twiss... —Se acercó a él y le habló mirando a un punto indefinido de la pared—, ¿No se da cuenta de que la segunda parte de esta historia es más inquietante por ser más cruel, pero que no podría explicársela con signos porque en ella actúa un ciego? ¿Quién puso este papel en el cajón? ¡Ay, señor Twiss, qué cerca lo tuvimos! El supuesto ciego Ventura era el
interfector.
Se burló delante de nuestras narices, Richard...

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Jovellanos, contagiando del mismo a su acompañante.

—Son of bich...!
—exclamó Twiss golpeando la palma de una mano con el puño de la otra—. Por supuesto... Entonces se vio sorprendido por el otro ciego, que en verdad buscaba sus cuadernillos, hubo escándalo y hubo de seguir con su comedia del falso Ventura a nuestra llegada. Al menos ya sabemos que también es un buen actor, y que, en consecuencia, sabe disfrazarse con maña.

—¿Y por qué no levantó las suspicacias del ciego joven?

—Ya le digo, porque sabe interpretar muy bien.

—¿No trata usted con actores?

Twiss observó a su interlocutor con un gesto de extrañeza.

—¿No pensará que Juana de Iradier es...?

Jovellanos no pudo evitar soltar unas sonoras carcajadas.

—¡No creo que sea tan buena actriz...! Pero en el teatro El Coliseo hay más gente. Gente que, se me ocurre, por su oficio ha debido de sufrir los rigores de la Iglesia. Le rogaría que investigase en esa dirección.

Dicho eso, Jovellanos invitó a Twiss a retornar al calabozo.

Cuando volvieron a traspasar la puerta de la celda, Aurelio Maraver les miró con el rostro aterrado. Pensaba que las carcajadas que acababa de oír no auguraban nada bueno para su futuro. Por lo tanto, antes de que nadie le preguntase de nuevo, habló por propia iniciativa.

—¡Devolveré hasta el último real, señor alcalde! Esos malditos cinco ducados están guardados bajo la cama de Rosilla.

—Tengo entendido que eran treinta ducados...

—¡Qué va! Eran seis ducados, pero el que falta me lo gasté en el viaje. Los cinco restantes los dejo para la manutención de Rosilla y los niños. Haría por ellos cualquier cosa.

El teniente Gutiérrez intervino con un tono de ironía en su voz.

—No es necesario que se sacrifique así, Maraver. Es cierto que había cinco ducados bajo la cama, pero también había otros veinticinco detrás de un ladrillo del patio de la casa. La propia Rosilla nos enseñó el escondrijo. Señor alcalde, viendo a los cinco chiquillos corretear por tan mísero lugar, opté por dejar los dineros a aquella mujer. ¿Sabe lo que hizo Rosilla? Me devolvió la mitad, porque conocía la existencia de Manuela en Sevilla. Fernández ya tiene los restantes quince ducados para que usted disponga. No sé si habré hecho bien...

Jovellanos asintió dando su conformidad. Siempre había tenido un concepto óptimo de Gutiérrez. Otro en su lugar hubiese caído en una tentación bochornosa. Por su parte, oído eso, Maraver hubo de hacer un gesto de contrariedad. Fernández fue el único que se apercibió de ello, y casi se echa a reír. Pero su formalidad de funcionario le contuvo. Twiss, en cambio, no disimuló su sonrisa; con esos treinta ducados el
interfector
en verdad había hecho a Maraver un perfecto traidor, un Judas.

—Señor Maraver... —Volvió a sentarse Jovellanos delante de él—. Olvídese del dinero y empiece a recordar la cara del tipo de los vaticinios. Quiero que me la describa como mejor pueda. Usted es literato y artista, no le resultará difícil hacerlo.

—Ya le he dicho que iba embozado. Ese canalla me dictó los vaticinios desde debajo de su capa.

—¿Pero es que en este país todo el mundo va embozado? —preguntó a todos los presentes un Twiss contrariado.

—Y mire que hemos intentado evitarlo —contestó Jovellanos—. Pero nos ha valido un buen motín.

Hogg llamó la atención de ambos con una tos. Un leve movimiento de su cabeza les indicó que Maraver mentía. El piscator, que también se apercibió del gesto, creyó que la presencia allí de aquel enorme negro debía de tener una perversa influencia, de modo que retrocedió acobardado hasta el extremo del catre. Jovellanos le señaló de forma amenazadora.

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