El alcalde del crimen (30 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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—Está tentando a mi paciencia, Maraver. Si tiene miedo ante la venganza, tenga la seguridad de que le protegeré si colabora. Pero si trata de engañarme de nuevo, veré la forma de que Gregorio Ruiz le saque todo lo que sabe.

—Perdón, señor alcalde... —farfulló Maraver—. Creí que se refería a cuando hablé con él en la taberna. Sí... Por desgracia me dictó los vaticinios a cara descubierta. Ya sabe que era de noche, y que apenas iluminaba mi quehacer con una vela y un candil, pero sí, llegué a ver su rostro. Tenía unas facciones vulgares, que en otras circunstancias hubiese olvidado. Pero ahora, con las cosas tan terribles que han sucedido, ya jamás olvidaré esa faz. Parece que todavía la estoy viendo frente a mí.

—Descríbala.

Una súbita tensión se apoderó de los demás ocupantes de la celda.

—Haré algo mejor que eso. La dibujaré. No ignorará mis dotes de dibujante...

Maraver intentó echar mano a los papeles y la pluma de Fernández. Este se resistió a dejárselos, hasta que una mirada dura de Jovellanos le convenció de lo contrario. Bajo la expectante atención de todos, con gran habilidad, poco a poco Maraver fue plasmando en una de las hojas el rostro de un hombre de mediana edad.

—Señor alcalde, puede que sea una tontería, pero a mí me impresionó mucho... —comentó Maraver al tiempo que ejecutaba los trazos—. Ese tipo desprendía un olor extraño. Un olor mezcla de azufre y otra cosa todavía peor... ¡Dios bendito...!

Jovellanos y Twiss se cruzaron sus miradas, entre suspicaces y preocupadas.

Por estar más cerca, el primero que vio completado el dibujo fue Fernández, que acto seguido hizo un gesto como de náusea. Jovellanos se alarmó, se levantó y arrebató el retrato de las manos del prisionero.

—¡Pero..., pero...! —exclamó sin dar crédito a lo que veía—. ¡Su burla ha sobrepasado toda medida, Maraver...!

Jovellanos le agredió a bofetadas, aunque no con gran violencia. Gutiérrez y Twiss lograron sujetarle e interponerse entre él y Maraver, que se cubría la cabeza con los brazos. Una vez dominado el agresor, Twiss cogió el papel del suelo, contempló el dibujo y la estupefacción le paralizó. Gutiérrez le quitó el dibujo y tuvo una reacción similar.

—Les juro por todos los santos que lo he dibujado lo mejor que sé... —se excusó Aurelio Maraver, procurando alcanzar con una mano de súplica a Jovellanos. Este le había dado la espalda y se había alejado del camastro, intentando calmar su cólera, recriminándose por dentro por haber perdido la dignidad durante unos segundos.

—¿Se identificó con algún nombre ese sujeto? —preguntó Twiss.

—«Hermano»... —contestó Maraver—. Sí... Me dijo que le llamase «hermano»...

—¿Conocía al hombre que ha ocupado antes que usted esta celda? —insistió Twiss.

—No. Como todo el mundo, he oído hablar mucho de Quesada, pero nunca le he visto en persona. Para mis almanaques no me vale la gente plebeya, aunque cometa los mayores desatinos. Lo que se vende bien son los escándalos de la sangre azul. ¿Es que no creen que sea inocente? —la voz de Maraver se quebró, embargada por una alarma creciente—. El carcelero me ha dicho que le han llevado a otro lugar mejor... Para hacerme sitio a mí... ¿No es cierto? ¿Q... Qué le ha pasado...?

—¡Salgamos! —ordenó Jovellanos desde la puerta.

Salió de la celda y Hogg detrás de él. Antes de seguirlos, Twiss se encaró por última vez con el preso. Su rostro se volvió duro y frío como el acero de Damasco.

—Quesada y el hombre que ha dibujado son la misma persona.

Oído esto, el pavor y la locura se apoderaron de Maraver. Comenzó a saltar de camastro en camastro, a gritar y a blasfemar, a tirarse de los pelos y a embestir contra los muros del sótano.

—¡No...! ¡Quiero salir de aquí! ¡Él es el asesino! ¡Volverá esta noche a vengarse de mí...!

Twiss abandonó la celda mientras que el secretario y Gutiérrez trataban de atrapar a Maraver. Antes de alcanzar a Jovellanos y Hogg, se cruzó con el carcelero, que acudía corriendo hacia el lugar del escándalo.

—Ha debido decirle que Quesada ha muerto —comentó Jovellanos con semblante de hombre derrotado—. Esta noche dormiría mejor.

—¿Usted cree? ¿Tampoco creerá que el visitante de la imprenta y Quesada sean el mismo individuo...?

—¿Por qué no? Quizá el asesino necesitase un cómplice para hacer determinadas tareas y no pudo encontrar uno mejor que un resentido como Quesada. ¿No lo ve claro ya, Twiss? El
interfector
anteayer debió de pensar que la libertad de Federico le haría vulnerable a las
presiones
de Ruiz y decidió eliminarlo. Cómo me ha engañado ese infeliz... Le supuse inocente de toda culpa y luego resulta que...

—¿No pensará que un hombre como Quesada sería capaz de memorizar doce estrofas de seis versos cada una?

Jovellanos continuó su camino hacia la escalera.

—Amigo Twiss, en mi pueblo vivía un viejo pastor que relataba la historia de España rey a rey desde don Pelayo...

Twiss quiso seguirle para continuar replicándole, pero Hogg le detuvo con una de sus manazas.

—No, amo. Deje que ahora sufra solo.

Twiss aprovechó el resto de la tarde para acercarse por el teatro El Coliseo. Siguiendo la resolución del Cabildo de la ciudad, el local estaba clausurado, ni siquiera se permitía que se ensayase. Una patrulla se pasaba por allí de vez en cuando para ver que se cumpliese la orden. Pero como estaba compuesta de soldados del Alcázar, se conformaba con que del edificio no se desprendiese mucha actividad o alboroto. Por supuesto que los actores y gentes a su servicio tenían su propio modo de interpretar la resolución. Puesto que algunos vivían en sus cobertizos o en los mismos palcos, siempre contaban con alguna excusa para justificar la incesante actividad de su interior. No solo se ensayaba, sino que también se representaba; obras de menor entidad, como entremeses o bufonadas a la italiana. Los actores más que nada lo hacían para divertirse entre ellos y, sobre todo, para dar a entender al Alcázar que los estipendios que todavía percibían regularmente estaban bien empleados. Uno o dos de los gañanes que servían de criados se mantenían apostados de continuo en el exterior del teatro, sentados y a la sombra, con la misión de dar la alarma siempre que la patrulla o alguna otra visita sospechosa enfilase la calle de San Eloy. Twiss era lo suficientemente conocido como para recibir un saludo por parte del vigía antes de traspasar la portada de mármoles de El Coliseo y sus columnas labradas.

De acuerdo a los datos que se poseían del
interfector,
o a lo que se sospechaba de él, solo uno de los actores encajaba como capaz de mantener esa identidad oculta y criminal. Este no era otro que Antonio Barral: de cuarenta y pocos años, fuerte y ágil, muy hábil en caracterizarse para los más diversos papeles y, sobre todo, agraviado directamente por la Inquisición.

Todo el mundo sabía que en su juventud había escrito una tragedia sobre la caída y el proceso del ministro Macanaz, y que por ello el Santo Oficio le había tenido en sus mazmorras más de tres meses. Al cabo de los cuales fue puesto en libertad por intercesión de algún poderoso y anónimo señor de la Corte. Barral nunca había querido hablar mucho de lo pasado en su encierro, aunque era de suponer lo que habría padecido. A partir de entonces no había vuelto a coger la pluma. Muy pocos, en cambio, conocían otro hecho quizá mucho más doloroso para él, ocurrido diez años antes. Una compañía de ópera italiana se encontraba en la Corte para representar
La serva padrona,
de Juan Bautista Pergolesi, pero recibió la tajante prohibición del vicario de Madrid. Hubo sus más y sus menos durante semanas. Se amenazó a los músicos, se echó a los cantantes de las posadas, a alguno se le interrogó con extremo rigor. Fue tal el acoso que sufrió la compañía que a una de las cantantes, una tal Florina Meli, se la encontró muerta en un cuarto de la Fonda de San Sebastián, famosa en el mundo de las letras. La joven tenía un frasco de láudano vacío a su lado. Se originó tal escándalo que finalmente el rey Carlos hubo de intervenir y, enfrentándose al vicario y a Quintano Bonifaz, Inquisidor General, permitió que se representase la ópera en el teatro del Príncipe. Solo sus amigos más allegados supieron que Barral había mantenido un idilio apasionado con Florina Meli, teniendo que realizar grandes esfuerzos de persuasión para que el actor no cometiese una locura.

Por otro lado, era difícil imaginar a Antonio Barral haciendo algo que directa o indirectamente perjudicase a Olavide, ya que los asesinatos del
interfector
a quien más daño político hacían era a este. Hacía cuatro años que Barral había tenido un pleito con el reputado sastre Tomás Abad por el impago de unos trajes. Jovellanos le había apremiado a su pago con la amenaza de meterle en la cárcel, por lo que el actor no tuvo otra ocurrencia que pedir el amparo del asistente. Hubo un conflicto de competencias entre el juez y Olavide, que se saldó con el cumplimiento por parte de este de las deudas de Barral. El asistente proclamó que, con razón o sin razón, se hacía valedor de las gentes de la farándula en Sevilla, ya que no podía permitirse que por detalles de mera subsistencia el teatro se batiese en retirada en el territorio que gobernaba. Aquello era suficiente para convertirle en un semidiós a ojos de los actores.

A partir de dicho incidente, Jovellanos había dejado de ser bien visto por los moradores de El Coliseo, procurando que sus obras dramáticas no se representasen en él, o al menos no con el suficiente rigor. Esa animadversión hacia el Alcalde del Crimen, pensó Twiss, acaso estuviese en el origen de los asesinatos. Podría pensarse que el
interfector
buscaba demostrar la incompetencia de Jovellanos y así propiciar su destitución. Era una posibilidad, eran simples especulaciones, de modo que habría que hallar algunas pruebas o indicios materiales que las sustentasen o desechar esa línea de investigación.

Twiss encontró a Barral en el escenario, junto a otros dos actores y dos actrices. Él era el más veterano y sin duda el de más talento; era el jefe del teatro, por lo que se permitía dar lecciones de interpretación y declamación. Y eso era lo que estaba haciendo en ese momento. Twiss y Hogg se acomodaron al fondo de la cazuela para observarle, junto a su criado. Vieron cómo Antonio Barral mostraba que un mesonero debía andar encorvado y solícito, y no derecho y orgulloso igual que un noble; o cómo un petimetre debía mover su pañuelo de encaje a semejanza de un esgrimista que manejase su florete, con gracia pero también con peligro para sus adversarios. Para representar los distintos personajes, Barral desaparecía detrás de un biombo y, a los pocos segundos, volvía a aparecer ya ataviado de acuerdo al papel en cuestión. Operación que ejecutaba con gran celeridad y siempre sin dejar de hablar sobre la lección.

—Es asombrosa su rapidez para caracterizarse —comentó Twiss al criado, que contemplaba a su señor con especial deleite—. Supongo que para las representaciones oficiales usted le ayudará a vestirse...

—¿Quién, yo? —preguntó el criado casi ofendido—. Mi señor jamás consentiría que nadie pusiese las manos en su cuerpo mientras actúa.

Twiss y Hogg no dejaban de mirarse para ir comprobando el grado de sinceridad de su interlocutor.

—Comprendo. Tal vez tenga algún defecto o algunas marcas que no quiere que nadie vea.

El criado volvió su cara hacia Twiss, algo confusa.

—¿Marcas? Por Dios, caballero. El señor Barral es un artista, y opina que su arte debe estar manifiesto incluso para ponerse una camisa de villano o un anillo de obispo. Nadie sabría hacerlo tan bien como él.

Twiss insistió.

—¿Y para cuando no actúa?

—Pues igual... Porque todo en su vida es arte. ¿Cómo podría yo vestirle con la elegancia necesaria?

Twiss siguió asintiendo. También Hogg, dando a entender a su amo que ese hombre no trataba de ocultar nada. Estaba claro que no había mucho que averiguar por medio del criado. Por lo tanto, Twiss hizo un gesto a Hogg para que siguiese a su lado, entreteniéndole mientras él husmeaba por otra parte.

Twiss salió de la cazuela sin que el criado se apercibiese, de tan absorto como estaba en el ir y venir de su señor por el escenario, ahora manejando una espada de general, después apoyándose en el bastón de un pordiosero. No tardó en alcanzar por el exterior del anillo del corral un patio anejo al teatro, a donde se abrían una cuadra, un almacén para el vestuario y los decorados y un par de cuartos. En uno de estos vivía Barral; lo más cerca posible del escenario. Abrió su puerta, entró y se puso a buscar en medio de un desorden indescriptible de ropas, muebles y libros. Por supuesto que no esperaba encontrar las cabezas de las víctimas, que con seguridad estarían en el fondo del Guadalquivir, pero sí, por ventura, la vestimenta negra y ajustada que describió Fermín.

Registró cada palmo del cuarto, cambiando el desorden de sitio y de forma, sin encontrar nada significativo. Por último descubrió un viejo baúl bajo los hierros de una armadura. Se agachó y se puso con su navaja a forzar el cerrojo. No se dio cuenta de que al poco por sus espaldas algo pareció moverse.

—¿Se puede saber qué hace aquí, condenado ladrón?

Twiss se volvió todo sorprendido, aunque no alarmado, pues la voz era de mujer y conocida. En la puerta, recortada por delante de la luz del patio, se hallaba la silueta de Juana de Iradier, con los brazos en jarras y tocada de un enorme sombrero tan recargado como un bodegón. Twiss llegó a atisbar por detrás de ella a doña Irene, que llevaba de un lado a otro un traje de fantasía de su señora presto para ser usado en escena. Como Twiss no respondiera nada, azarado como estaba, la Malagueña insistió en su reprimenda.

—¡Granuja...! —dijo con un aire burlón—. ¡Desde ayer ando como loca buscándole por toda la ciudad y ahora resulta que estaba en El Coliseo robando las pertenencias del señor Barral...!

Twiss se arrojó hacia ella, haciendo gestos para que bajase el tono de voz.

—¡Chist...! No es lo que parece...

—¿Qué es lo que no parece? ¿Eh...? ¿Es que piensa que va a encontrar aquí el puñal del asesino?

—¿Por qué no?

—¡Huy...! ¡Está usted obsesionado...! —Twiss trató de taparle la boca con una mano, pero ella se zafaba mordiendo el aire con sus palabras—. Cómo se nota que conoce menos a la gente de lo que se cree. Además, sepa que ya no hace falta que ande olisqueando más como un perro perdiguero. Precisamente por eso le buscaba, para decirle que alguien desea tratar con usted sobre el asunto.

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