Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Después, amparándose en las paredes del corral de los Olmos, llegaron a la zona de las gradas que rodeaban la catedral. Por fin se tropezaron con gente que no podía ser hostil. Compañías enteras de granaderos a la bayoneta y carabineros a caballo se desplegaban en un amplio arco que iba desde el barrio de Santa Cruz por el este al de El Arenal por el oeste. En la irregular plaza del Triunfo, justo enfrente del Alcázar, se encontraron con Bruna en su caballo, impartiendo órdenes a varios oficiales. Al ver aparecer a Jovellanos y Twiss de la guisa que llevaban, el sustituto del asistente Olavide adelantó su montura unos pasos hacia ellos. La expresión consternada y tensa de su cara rojiza lo decía todo.
—¿Qué demonios ha pasado, señor alcalde? —preguntó Bruna con una voz que más bien eran gritos de cólera.
—Ha pasado lo peor que podía pasar, don Francisco.
Oyendo esa respuesta insustancial, Bruna tuvo un pronto de nervios, que se contagió a su caballo, de tal forma que relinchó y cabeceó violentamente.
—¡Eso no me basta, Jovellanos! —exclamó Bruna tratando de dominar a su montura de bofes inquietos—. ¡Tenemos a la ciudad entera amotinada y pidiendo nuestro pellejo! ¡Deme una buena razón por la que mis hombres tengan que enfrentarse con esa chusma!
—¡Dejemos las explicaciones para más tarde! —replicó Jovellanos con no menor genio—. Ahora debemos salvar todo lo que sea posible.
Twiss se acercó al caballo y agarró las riendas. En pocos segundos le tranquilizó acariciando su robusto cuello.
—Ante todo, señor Bruna —dijo a su vera—, es conveniente evitar cualquier derramamiento de sangre.
Bruna, azarado, se bajó del animal con cierta torpeza. Parecía evidente que su oficio no era la milicia. Ante la atenta mirada de sus oficiales, montados o a pie, con un gesto hizo que Jovellanos y Twiss se acercasen a él. Les habló con una voz más pausada y baja, como si ya no tuviese que demostrar en público su autoridad.
—Caballeros, nos han llegado rumores de hechos escalofriantes sucedidos en la Anunciación y en la universidad, de los que ustedes no parecen ser ajenos. Y ahora me hablan de no verter sangre... Por el cargo que me ha sido confiado, debo mantener el orden en Sevilla a toda costa. Sin embargo, tal propósito puede hacernos caer en un pozo insondable. Comprendo que debemos evitar más sangre gratuita, ¿pero hasta qué punto? Pronto el gentío de la plaza de San Francisco se precipitará hacia esta zona. Aquí hay mucho que defender. No tendré más remedio que emplear la fuerza.
Esas palabras eran como un velado requerimiento de ayuda. Así lo entendieron Jovellanos y Twiss, de modo que procuraron tranquilizar a aquel hombre que parecía sobrepasado por los acontecimientos. Se pusieron a su disposición y, junto con los oficiales, en medio de la plaza establecieron un plan urgente para la defensa de la parte más valiosa de Sevilla. Les acompañaban a prudente distancia un numeroso grupo de muchachos con tambores, clarines, portaestandartes y correos, dispuestos a anunciar el combate o la retirada.
Bruna había obrado con presteza nada más llegar los primeros signos de alarma a la ciudadela. Por motivo del plan para capturar a Thiulen y su banda, gran parte de la guarnición estaba preparada para actuar en cuanto se lo ordenase. De forma que en pleno estruendo de repiques de campanas ya los soldados estaban saliendo por las distintas puertas del Alcázar. Lo primero que habían hecho era tomar posiciones en torno a la torre del Oro y la Casa de la Moneda, a fin de proteger el flanco del puerto, tan importante bajo cualquier circunstancia. De igual modo se habían destacado pelotones alrededor de la catedral y el palacio arzobispal. Sin embargo, en un intento por llegar al Cabildo, veinte jinetes habían tenido que volver grupas por la calle de los Genoveses abajo ante la arremetida furiosa de la muchedumbre congregada en la plaza de San Francisco.
Era evidente que había que abandonar a su suerte a gran parte de la ciudad, tal y como se había temido semanas antes. Las fuerzas debían concentrarse en un perímetro lo más cercano posible al Alcázar. Por lo tanto, se bloquearon todas aquellas calles y callejones que fuesen a confluir a esa barrera defensiva. Previamente se apostaron pelotones en los tejados de las casas para tener una posición de dominio sobre las vías de acceso. A continuación formaron barricadas con todo aquello que sirviese de estorbo o bulto. En el barrio de Santa Cruz se sacaron muebles y enseres de las viviendas, se cruzaron coches y carros en sus estrechas calles. Desde las calles Abades y Don Remondo, por detrás del arzobispado, pasando por las de Gago, Vida y Judería hasta el callejón del Agua se amontonaron innumerables objetos tras los que se parapetaron los soldados. En el barrio de El Arenal y por detrás de la Iglesia Mayor, a los muebles y carruajes se unieron un sinnúmero de barriles del puerto, sacos, maromas y troncos de los apilados en el muelle. Entre la catedral y el arzobispado, cortaron las calles Placentines y Alemanes. Estos sacros edificios quedaban muy expuestos, pero todo intento de haber ampliado el perímetro por esa zona hubiese supuesto ofrecer demasiados flancos vulnerables. A partir de allí, pasando por Genoveses, el corte descendía hasta el río dividiendo El Arenal en dos. En consecuencia, sirvió de
frontera
la calle de la Mar, con sus angostas bocacalles Vizcaínos, Simios y Harinas bloqueadas. Asimismo, se tomaron las calles del Pescado, de la Rosa y del Monacil hasta el Guadalquivir con su bosquecillo de álamos paralelo a la orilla. De esta manera, a un lado, protegidos, quedaban los edificios del hospital de la Caridad, de la Aduana, la fundición y, sobre todo, la Casa de la Moneda. Al otro lado quedaba la gran plaza de toros de la Maestranza y el arrabal laberíntico de chozas, cercados y tenderetes llamado Baratillo.
No escasearon las dificultades para llevar a cabo tamaña empresa, a pesar del orden y de la diligencia general, del esfuerzo de los soldados, civiles de la ciudadela y de voluntarios de los vecinos. La principal resultó ser el acoso incesante a que fueron sometidos por los amotinados. En algunas calles hubo asaltos a cargo de bandas de facinerosos mientras los sitiados levantaban las barricadas. A menudo llovían sobre ellos las piedras, e incluso las macetas arrojadas desde las ventanas. A veces bastaba con una fugaz lucha para echar hacia atrás a los asaltantes, pero en otras solo las descargas de fusilería al aire fueron capaces de cercenar sus ímpetus agresivos. Los oficiales que mandaban los distintos puestos hacían cumplir estrictamente la orden dada de no derramar sangre. Al igual que los demás ilustrados, Bruna sabía que si ocasionasen una matanza nada les separaría del
interfector,
y sí una inmensidad de los ideales por los que habían luchado toda su vida. Pero ¿por cuánto tiempo podrían mantener esa actitud beatífica? Mucho se temía que, una vez los rebeldes hubiesen celebrado su momentánea victoria, arremetiesen contra ellos con todas sus fuerzas y con mucha más decisión. Entonces habría que actuar drásticamente. Todavía podrían retirarse al Alcázar, pero ¿y después?
Poco a poco, durante aquella interminable noche fueron llegando a la zona protegida todos los que habían participado en la celada sobre Thiulen. Alcanzaban las barricadas de uno en uno o en grupos, cansados, armas en mano, a veces con heridas por algún encontronazo. Aparecieron los gemelos Rubio con Varela y varios soldados. Luego Herradura y sus acompañantes, Artola, Meneses, Sagrario, los capitanes Moya y Doncel. Algunos ganaron el Alcázar habiendo tenido que salir de la ciudad por las puertas del Osario o de Carmona, circundarla extramuros y volver a ella por el descampado que se extendía alrededor de la Fábrica de Tabacos.
Ya muy de madrugada, Jovellanos y Twiss encontraron a Fernández sentado en la escalinata de la catedral, recostado en una de las columnas paganas que, de dos en dos y unidas por cadenas, delimitan su recinto. Estaba cabizbajo, con las ropas hechas jirones, con rasguños y moratones. Al ver aproximarse a su jefe, Fernández se echó a llorar como un niño. Ante todo se lamentaba del asalto que había sufrido la Audiencia; la cual, más que un lugar de trabajo y su casa, era como parte de su familia. Después de aclarar que Fermín se había puesto a salvo un buen rato antes partiendo hacia el Alcázar, el secretario relató entre sollozos lo que había sucedido.
Una turba de desharrapados y truhanes había forzado las puertas del edificio. Con poca resistencia por parte de los alguaciles de guardia, ciertamente. Todos, armados hasta los dientes, gritaban mueras contra Jovellanos a la vez que le buscaban. Dueños del lugar después de someter y desarmar a los temerosos guardias, se pusieron a arrasar las dependencias. No respetaban nada, ni tribunales, ni oficinas, ni archivos, ni viviendas. Algunos de los asaltantes se precipitaron a los calabozos para liberar a los presos. Aurelio Maraver se negó a abandonar su celda, de tal manera que hubieron de sacarle a rastras hasta la plaza de San Francisco. Allí, a hombros, fue aclamado por la multitud como un héroe, sin que el piscator diese crédito a lo que veía a través de la cortina de lágrimas de sus ojos. Más tarde, los asaltantes de la Audiencia juntaban en su patio a todos aquellos empleados que no habían podido escapar antes o que habían resistido defendiendo el recinto con denuedo, como el caso de Fernández. Se pusieron a interrogarlos con el propósito de averiguar el paradero del odiado Alcalde del Crimen. No se contentaron con las explicaciones que les daban, y, de las amenazas y los insultos, pasaron a las vejaciones físicas y a apalearles. Especialmente se empeñaron en hacer hablar a Fernández, de quien todos sabían que era el secretario preferido de Jovellanos. En eso, a alguien se le ocurrió hacer una pira con los documentos de los archivos en el centro del patio a fin de quemar vivo a aquel fiel y estúpido empleado. No tardaron en volar por las ventanas multitud de papeles, de legajos y de cartapacios en medio de la alegría orgiástica de los facinerosos.
—¡Todo...! ¡Todo lo han quemado, señor alcalde...! ¡El trabajo de tantos años! —se quejó Fernández llevándose las manos a la cara, sin importarle las magulladuras y las contusiones que teñían su cuerpo de rojo y morado.
—Cálmese, al menos está usted vivo.
—De milagro, señor alcalde... Porque alguien en la calle de Chicarreros comenzó a repartir vino en barriles, de modo que se desató un gran revuelo entre esos canallas para hacerse cada cual con su parte. Se olvidaron de nosotros, en particular de mí, que ya estaba sobre una pila de expedientes nuevos que ardían bajo mis zapatos. Entonces aprovechamos la ocasión para huir por una de las puertas traseras, sin poder hacer nada para salvar siquiera un mísero legajo...
Cada uno por su costado, Jovellanos y Twiss agarraron a Fernández y le encaminaron en dirección a la ciudadela. El hombre no cejaba de llorar y de mirar de vez en cuando para atrás, y se dejó conducir como si no tuviese voluntad.
—Vino y fuego, señor Jovellanos —comentó Twiss por encima de los hombros de Fernández—. Esa es una combinación muy peligrosa.
Jovellanos asintió. Bien sabía él quién había promovido todo aquello.
—Que se alimenta de palabras incendiarias —aseveró con pesadumbre.
Al amanecer nada había variado en el perímetro. Parecía que los amotinados preferían esperar a tener la cabeza más despejada para arremeter contra el Alcázar. O tal vez no se creían con suficientes fuerzas para tal empresa, o acaso sobre sus conciencias pesaba el terrible cargo de lesa majestad en el que habían incurrido. Posiblemente, por lo tanto, se conformaban con tener arrinconados a sus enemigos y no ir más allá.
Aprovechando ese respiro, Bruna convocó a su Estado Mayor en el Alcázar. Había que estudiar la situación con más detenimiento. El cuarto de banderas se llenó de gente sucia y agotada, somnolienta y con mal genio. Como era habitual, pronto estallaron las hostilidades entre los cuatro peruanos. Nada más acallarlos Bruna, las recriminaciones se volvieron contra Jovellanos. Le censuraban su ineptitud por haber trazado un plan con demasiados despropósitos y, sobre todo, su incapacidad para no advertir que el jesuita Thiulen era un peón más del verdadero asesino.
—Caballeros, admito que he cometido graves errores, y eso pesará siempre sobre mi conciencia —dijo don Gaspar, acallando las críticas con la fuerza de su sinceridad—. No obstante, flaco favor hacemos a nuestra causa si suponemos que había alguna posibilidad de capturar al asesino a través de los medios y los conocimientos con los que hemos contado hasta ahora, porque su perversidad e inteligencia sobrepasan cualquier esfuerzo nuestro que hayamos podido hacer. Reconociendo esto es la única forma que tenemos de superarnos y a la vez superarle a él.
Nadie se atrevió a replicarle, y se prolongó el silencio. Momentos que aprovechó Francisco de Bruna para hojear rápidamente unos folios. Eran informes que habían sido reportados pocos minutos antes por agentes que se movían en el exterior del perímetro. A pesar de las barricadas y los cortes en las calles, dado lo intrincado de la ciudad, la comunicación entre ambas partes de la misma era bastante fluida. Bruna levantó las hojas ostensiblemente y así se lo hizo ver a todos los presentes. Advirtiéndoles que, en consecuencia, extremasen la vigilancia y la discreción, porque sin duda los amotinados contaban también con sus propios agentes dentro del Alcázar Real.
Un murmullo fue de boca en boca, acompañado de ciertas miradas de desconfianza. Bruna pasó a relatar lo que se comunicaba en aquellos papeles. El motín había sido bastante general entre la población. Participaban principalmente criados y menestrales, gran parte del clero regular y secular, artesanos, indigentes, forajidos y toda clase de deudos de los grandes señores. Aunque también había gentes que no lo secundaban, sobre todo aquellos que se sabía que tenían alguna relación con la fundición y el puerto, o con las fábricas de tabacos y de extracto de ororuz.
Los nobles de antiguo linaje parecían mantenerse al margen de los incidentes, aunque era razonable pensar que los apoyaban so capa. Quienes aparecían como los cabecillas eran aquellos que ya se habían significado anteriormente como agitadores: el conde del Águila, fray Diego José de Cádiz y el comisario de la Inquisición, el dominico Gregorio Ruiz. Los tres juntos habían asistido a una misa oficiada en la plaza de San Francisco, frente al Cabildo. Había participado en la misma una impresionante muchedumbre. Muchos de los asistentes eran cofrades de las distintas hermandades sacramentales, arrodillados con sus túnicas y capirotes como un bosque de cipreses negros.