Su pensamiento estaba centrado, más que en una percepción, en una fundada sospecha. Creía intuir que las dos siglas, «C.O.», con las que estaban firmadas las cartas que había descubierto en el sillar de la catedral y bajo la losa del cementerio de Poblé Nou, estaban íntimamente relacionadas con una determinada palabra que aparecía escrita en un sobre cerrado que Grieg había encontrado en la documentación incorporada en la Chartham. Se trataba de un ajado sobre que tenía una paradójica particularidad: era abultado y a la vez muy liviano. En él figuraba escrito: «La Vallicela», que es el nombre con el que sus componentes se refieren a «La congregación del Oratorio».
Sus miembros son seglares, es decir, personas laicas que no están adscritas a ninguna orden religiosa, pero que aceptan los dictámenes de un superior al que llaman prepósito. Fue fundada por Felipe Neri, que vivió en Roma entre 1515 y 1595, conocido en su tiempo como «Pippo Buono».
Gabriel Grieg se encaminaba hacia una iglesia situada en una pequeña y recóndita plaza del Barri Gótic que fue erigida en honor de san Felipe Neri, que, según narra su hagiografía, un día de Pentecostés recibió como don del Cielo y como premio a su continuada penitencia una bola de fuego que se introdujo en su corazón dilatándole la caja torácica, modificando así, la forma de dos de sus costillas.
Desde ese día, una «palpitación» de origen celestial le hacía interpretar «sones divinos». Grieg leyó en el voluminoso sobre una frase escrita en latín, que hacía referencia a ese prodigio y que podía contemplarse, también, en grandes letras, en el pórtico de la iglesia de Sant Felip Neri:
«Curricurum Dilatasti cor meum».
El reverso del sobre tenía dibujado un esquema de la iglesia a la que se dirigía. «Veamos si esto confirma mis sospechas —pensó, observando un signo que indicaba el enclave de una especie de cabina—, sin duda se trata de un confesionario», dedujo Grieg. Una ampliación adjunta indicaba dónde estaba situado un compartimento secreto en su interior.
Grieg conocía de antemano que la iglesia de Sant Felip Neri era el lugar al que Antoni Gaudí acudía a diario caminando desde el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia; para ello, recorría tanto en la ida como a la vuelta una distancia muy considerable.
Gaudí era miembro de la congregación del Oratorio, a la que permaneció estrechamente ligado los últimos veinticinco años de su vida. La iglesia de Sant Felip Neri fue su lugar de plegaria y confesión durante todo ese dilatado periodo de tiempo.
«¿Estaría relacionado Antoni Gaudí con aquel compartimento secreto del confesionario? ¿Por qué acudía diariamente a esa iglesia y no precisamente a otra?», se preguntó.
Para la segunda respuesta, Gabriel Grieg colegía una sospecha razonable: resultaba muy lógico que, en el último periodo de su vida, una persona de fuerte entronización mística como era Gaudí acudiese a un lugar y a una iglesia como la de Sant Felip Neri, donde se celebraban las funciones religiosas con el máximo rigor y propiedad litúrgica. En ella, se mantenían aún tradiciones de auténticas reminiscencias medievales, que ya se habían perdido en otras iglesias de la ciudad, como la Danza de la Muerte, que tenía lugar cada Miércoles de Ceniza… Pero Grieg no encontró ninguna explicación convincente a su primera pregunta.
Esa duda era el impulso que le dirigía hacia aquella iglesia.
Grieg atravesó la Plaça Garriga y Bachs justo en el momento en que un conjunto de cuerda interpretaba el
Gloria in Excelsis Deo,
de Vivaldi, ante una concurrida audiencia compuesta mayoritariamente por turistas, que sentados en el suelo y en los bancos de piedra, algunos de ellos con las cabezas levantadas hacia el cielo gris o mirando hacia la fachada lateral de la catedral, escuchaban la música y se dejaban llevar plácidamente por ella.
Grieg no se detuvo y bordeó el concurrido grupo hasta introducirse en la calle de Sant Sever, pero cuando llegó al pórtico de la iglesia que da nombre a la calle, tuvo un inquietante pensamiento en el mismo preciso instante en que los músicos empezaban a interpretar el
«Et in terra pax»,
también perteneciente al
Gloria
de Vivaldi.
«Algo no va bien. En la plaza hay algo muy extraño.» Su mirada, subrepticiamente, se había posado durante apenas un segundo en una persona que no se comportaba del modo que lo hacía habitualmente.
Se detuvo en seco y, sin dudarlo, regresó cautelosamente sobre sus propios pasos. Volvió a penetrar en la plaza donde los músicos callejeros estaban ofreciendo el concierto, al que poco a poco se le iban sumando más personas. Haciendo acopio del mayor sigilo que fue capaz de imprimir a sus movimientos, se acercó en el único resquicio libre que quedaba en uno de los bancos de piedra de la pequeña plaza, y se sentó junto a una persona, a la que ni su aspecto exterior, ni sus ademanes ni su expresión seráfica, con los brazos levantados hacia las alturas, delataban. Nadie de los que en aquel momento se encontraban en la plaza lo conocía. Nadie excepto Grieg, que sabía perfectamente que aquella persona era un mendigo.
Un mendigo como los cientos que pintó Brueghel durante su vida. Grieg también se había detenido a pensar en el mundo de los mendigos y en su «extraña invisibilidad» ante los ojos de la gente, pero sin llegar, en ningún caso, a los extremos del pintor flamenco y de su comitente Hans Franckert, que se vestían como dos modestos campesinos y recorrían las calles de Amberes para pasar desapercibidos entre sus gentes más humildes.
Ataviados como mendigos, asistían a bodas y a entierros y se mezclaban entre los personajes que después Brueghel trasladaría magistralmente al lienzo o a la tabla.
Grieg observó con detenimiento los movimientos de aquel hombre. Escuchaba la música mientras trataba de dirigir al conjunto de músicos, con las dos manos levantadas hacia el cielo, como un director de orquesta del que ni siquiera quisieran saber de su existencia los propios músicos. Se trataba de un hombre que, por una vez, había cambiado la mendicante caja de cartón por una batuta.
Una batuta invisible.
No estaba inmóvil. No tenía la cabeza baja, ni miraba suplicante a los ojos de los transeúntes. Tenía los ojos en blanco y seguía los compases de la música de Vivaldi, de igual manera que si se encontrara en un estado de éxtasis mientras los músicos tocaban los compases del
Propter magnam gloriam.
Gabriel Grieg, a su lado, se comportaba como si también formase parte del entusiasta público que asistía al concierto callejero. Estudiaba, de reojo, el extraño comportamiento que mostraba aquel tipo, al que Grieg ya había visto anteriormente.
Se trataba de un hombre de unos treinta y cinco años, pelirrojo, con la barba y el cabello muy lacio y muy sucio. Estaba apoyado en el banco de piedra, bajo una escena pintada en cerámica, que escenificaba un ajusticiamiento del siglo XIX a «garrote vil».
El mendigo, bajo los efluvios del alcohol, movía una y otra vez las manos, tratando de seguir, sin lograrlo, los compases de la música. Nadie le prestaba atención, aunque a Grieg no le pasó desapercibido que su forma de comportarse resultaba antitética al modo como lo hacía normalmente.
A diario, se colocaba en la puerta de la iglesia de Sant Felip Neri. Allí permanecía de rodillas durante horas con la cabeza baja. Genuflexo. Sin moverse. Sin hablar. Sin mirar otra cosa que no fuese el suelo empedrado.
Así permanecía durante interminables horas.
Sin embargo, esa tarde, no fue sólo lo estrafalario de su comportamiento y el seguimiento de la música con los ojos en blanco lo que llamó la atención de Grieg.
Había algo más.
El mendigo pelirrojo tenía junto a él un carrito metálico de los que se utilizan para la compra en los supermercados, rebosante de envases de cartón de vino tinto. Tenía más de cincuenta. Y sobre ellos, una docena de cartones de tabaco negro y tres cajas de puros.
Eran vicios particulares que duramente se costeaba, a fuerza de ir reuniendo, penosamente, moneda a moneda, envase a envase, paquete de tabaco a paquete de tabaco… Aquella tarde los tenía reunidos allí todos juntos, en una cantidad tal que es de difícil comprensión para cualquiera al que nunca le haya faltado nada y desconozca lo que es vivir con una economía que apenas se eleva unos pocos céntimos del cero.
Grieg conocía al mendigo del tiempo en que trabajó en la restauración que hizo en la catedral, y acudía a comer a un restaurante situado en la misma Plaça de Sant Felip Neri. Siempre se parapetaba en la puerta y nunca se movía de ella hasta que anochecía.
Aquel hombre se comportaba de una manera atípica.
Demasiado extraña.
«Ha tenido un golpe de suerte y voy a asegurarme de que no tenga relación conmigo», pensó Grieg, que sospechó que alguien le había dado dinero para que se quitase de en medio y no pudiese contar, a nadie, si durante el día habían tenido lugar en la plaza «acontecimientos anómalos».
Siempre había visto al mendigo en la puerta de la iglesia, sin moverse de allí; así pues, para Grieg, no se trataba de un ejercicio excesivamente complicado de lógica percatarse que a aquel hombre le acababan de dar una suculenta propina para que desapareciera de plano, por así decirlo.
Grieg se levantó y volvió a dirigirse hacia la calle Sant Sever, pero antes de penetrar en la pequeña callejuela que conduce directamente hasta la Plaça de Sant Felip Neri, penetró en el hotel Neri, un lugar al que no acudía desde los trabajos de reparación en la catedral, pero que conocía bien.
Llegó hasta el bar del hotel, que en esos momentos de la tarde estaba vado, y desde el que se veía perfectamente la fachada de la iglesia y la totalidad de la pequeña plaza, que se encontraba desierta.
Grieg tomó asiento junto a una mesa situada frente a la puerta de cristal, y siempre desde el interior del edificio, tratando de que su figura no fuese visible desde el exterior.
Sobre el pórtico de la iglesia de Sant Felip Neri, de estilo neoclásico y de líneas austeras, aunque muy elegantes, Grieg leyó, sin ninguna dificultad desde el lugar donde se encontraba, la inscripción esculpida en piedra que figuraba en su fachada:
«Curricurum Dilatasti Cor Meum».
Extrajo de su bolsa el sobre donde figuraba escrita «La Vallicela», pero lo volvió a colocar discretamente a un lado cuando se acercó el camarero.
—Buenas tardes. ¿Qué desea tomar?
—Un café doble. Con tres sobres de azúcar.
La plaza permanecía completamente tranquila. «Quizá me he excedido al relacionar al mendigo con el asunto de la Chartham», pensó. Sin embargo, en tan sólo unas horas, desde que había conocido a Catherine, había asumido que todo debía ser analizado y que nada era descartable.
Resultaba preferible seguir poniendo en práctica una virtud que él, ya de por sí, tenía muy arraigada en su personalidad y que había desarrollado en sus tiempos de montañero: la prudencia.
Grieg, una vez el camarero le sirvió el café, dirigió la mirada hacia la puerta de la iglesia de Sant Felip Neri, al mismo tiempo que volvía a tomar el sobre. «¿Qué contendrá?», se preguntó, al comprobar de nuevo, que si se ejercía la más mínima presión en él, perdía inmediatamente el volumen.
Sospechó que, a causa de las extrañas permutas en el lugar donde estuvieron escondidos los objetos, no sería imprescindible ir a comprobar el contenido del compartimento secreto del confesionario.
«Quizá ya lo tenga entre mis manos.»
Grieg se tomó un tiempo para reflexionar.
Abrió los tres sobres de azúcar a la vez y los vertió en el humeante y aromático café. Mientras removía pausadamente la cucharilla, volvió a examinar el dibujo del confesionario, donde se indicaba el lugar en el que estaba situado el compartimento secreto.
Saboreó el café pensando en todo momento en Catherine y en su estólida traición; una traición transformada, ya, en un error que les acarrearía graves consecuencias.
A los dos.
«¿Por qué lo hizo? ¿A qué intereses servirá realmente?», se preguntaba mientras sorbía el café. A continuación, limpió con una servilleta de papel la cucharilla, y con el mango, cuidadosamente, abrió la pestaña del sobre. Al instante comprendió por qué el volumen no estaba en concordancia con su liviano peso.
Se trataba de papel de arroz de envolver tabaco.
En el interior del sobre había dos grupos formados aproximadamente por unas cien hojas cada uno. Todos los papeles estaban escritos con una letra diminuta y muy abigarrada, y, a su vez, comprobó que eran correlativos.
Como si formasen un vaporoso libro en su totalidad.
Parecían haber sido escritos de un modo furtivo, o tal vez fueron anotados secretamente en papeles de arroz porque, si era necesario, podían hacerse desaparecer ingiriéndolos, siempre que circunstancias adversas así lo aconsejaran.
Grieg comprobó que las hojas estaban sin numerar, y pensó cómo leerlas sin que perdiesen el orden original y sin que la ligera corriente de aire que circulaba por el local no se las llevase a dar vueltas alrededor de la fuente de agua situada en medio de la plaza. Sacó de su bolsa el libro que le había entregado la recepcionista del hotel Casa Fuster minutos antes de conocer a Catherine y lo depositó sobre la mesa.
Gabriel Grieg pensó que no había transcurrido ni siquiera un día…, pero esas intensas horas ya pugnaban por hacerle olvidar la persona que un día fue y los asuntos que hasta entonces eran su trabajo y su vida cotidiana.
Espoleado por ese doloroso pensamiento, empezó a leer el texto que estaba escrito en las hojas de fumar… Una vez examinadas, las iba depositando en el interior de
La isla del Tesoro
para que no perdieran el mismo orden inicial.
En los primeros papeles estaba representado el convento situado junto a la iglesia de Sant Felip Neri, donde ejercían su misión especial de la confesión la Congregación de Sacerdotes Regulares de la Congregación del Oratorio. Grieg comprobó que la lista de miembros de la congregación era muy extensa y que el nombre de Antoni Gaudí i Cornet estaba subrayado, al igual que el de otros célebres poetas e insignes arquitectos catalanes.
Grieg no se detuvo ahí y continuó depositando las diminutas láminas en el libro conforme las iba leyendo. En otra hoja de papel marca El Indiano, continuaba el estudio arquitectónico del interior de la iglesia de Sant Felip Neri, desde todos los ángulos, pudiéndose apreciar con toda nitidez, a pesar de su pequeño tamaño, el altar mayor del que destacaba la cruz y el tabernáculo.