—¡Noooo!
Desde el mismo centro de la mesa circular, la afilada daga salió impelida por una formidable fuerza y avanzó a toda velocidad en dirección al corazón de Gabriel Grieg.
A las 04.55 de la madrugada se celebraba un entierro secreto en una vía de pronunciada cuesta situada en el ala oriental del cementerio de Montjuic.
Dos operarios, alumbrados únicamente por la luz proveniente de los faros de un coche fúnebre, eran los encargados de la inhumación. Sin ningún tipo de ceremonia, habían extraído anteriormente un féretro con las doradas iniciales «G.G.E.» grabadas sobre la tapa. El ataúd estaba precintado en su parte delantera con un sello de lacre, con la forma del cuño, que el cardenal Fedor Münch lucía en su anillo cardenalicio.
Tras depositar el féretro en el suelo, junto a un orificio de formas irregulares abierto en un enorme muro de mampostería, estaban procediendo a la elaboración de la argamasa con la que sellarían las piedras que tenían preparadas en el suelo, tras introducir el ataúd en la alargada y estrecha cavidad.
Una mujer, que lucía un vestido blanco y un jersey azul marino de punto abotonado hasta al cuello, comprobaba minuciosamente cada mínimo detalle para que el entierro secreto se llevase a cabo con el máximo ajuste y rapidez, para que el muro volviese a quedar, tras la perfecta colocación de las piedras, exactamente igual que como se encontraba anteriormente, una vez que el ataúd fuese introducido en su interior.
Una vez concluida la operación, la religiosa se dirigió hacia los dos enterradores y cruzó algunas palabras con ellos, empleando un tono de voz muy bajo y manteniendo en todo momento el dedo índice extendido, como si estuviese profiriendo órdenes muy concisas.
Los dos operarios asintieron con la cabeza.
Tras recibir un sobre que la mujer les entregó, recogieron rápidamente las herramientas que habían utilizado. Como sombras, se introdujeron en el coche fúnebre y se dirigieron hacia la salida lateral norte del cementerio.
La devota ascendió hasta el final de la empinada vía, para comprobar visualmente cómo el coche fúnebre abandonaba el recinto del cementerio tras cerrarse los pesados portones de hierro. Se detuvo a contemplar cómo, poco a poco, la luz del vehículo se debilitaba, hasta que se extinguió totalmente tras un montículo situado en el Sot del Migdia, ya muy alejado de las tapias del cementerio.
El entierro secreto había finalizado.
Envuelta por completo en la penumbra y sin romper en ningún momento el solemne silencio que reinaba en el enorme cementerio, descendió la cuesta portando en la mano una carta que ya estaba autorizada a abrir y que contenía las instrucciones que a partir de ese momento se debían seguir.
Se detuvo a leer el contenido de la carta, sabedora de que a continuación debería dirigirse a un mausoleo, donde con toda seguridad encontraría la recompensa que le había prometido el prelado.
No tenía prisa, y gozó de aquel momento de paz absoluta, sintiendo la placidez de la noche y el intenso olor a soto de los cipreses que llenaba sus pulmones entremezclado con un ligero sabor a salitre.
Pausadamente leyó el contenido de la carta.
Dilectísima profesa:
Cuando sus ojos recorran estas líneas, todo habrá salido como esperábamos, y yo estaré camino de mis propósitos. En el lugar convenido previamente, encontrará la merecida compensación a todos sus esfuerzos.
Gratus Animus.
Fedor Münch
La religiosa, tras descender por otra inclinada vía de elevados columbarios, se detuvo ante un suntuoso mausoleo, similar a una capilla de reducidas dimensiones.
Extrajo una llave y abrió una gruesa puerta de hierro con forjados en forma de miriñaque que protegían un cristal interior. Tras entrar en el mausoleo, se dirigió hacia un candelera situado entre dos reclinatorios, y en la misma pared que la puerta que acababa de cerrar.
Se trataba de un atezado tenebrario, de artística forja, que representaba la forma de las ramas de una parra. Era un enorme candelabro de forma triangular, donde de modo escalonado y a diferentes alturas estaban colocadas veinte velas de cera amarillenta y una de cera blanca cuyo número decrecía conforme se aproximaba a la cúspide.
La religiosa encendió únicamente la vela superior del tenebrario, y oró durante unos minutos. La única vela que iluminaba en esos momentos de recogimiento interior su demacrado rostro era la de cera blanca; una vez prendida su mecha, debía consumirse en su totalidad hasta que se extinguiese la llama, sin ser apagada.
La cera que iba goteando de aquella vela hubiese ido apagando la totalidad de las veinte velas restantes del tenebrario si ella las hubiese encendido. Sólo quedaría iluminada la vela de cera blanca superior, que simbolizaba el poder de Jesucristo.
El mausoleo-capilla no contenía tumbas ni nicho alguno. Estaba construido con gruesas paredes, y en su conjunto, podría haber hecho las veces de pequeño fortín. Tenía un primoroso pavimento formado de baldosas decoradas. El centro del reducido oratorio estaba ocupado por diez pequeñas sillas denominadas
voyeuses,
almohadilladas y recubiertas con seda ya ajada de color granate; estaban situadas frente a un impresionante altar de mármol de carrara.
Una gran letra «J» figuraba esgrafiada en una de las paredes. Bajo ella, había un gran sofá de tres plazas de madera, enfundado de terciopelo negro y recubierto a su vez por el polvo.
La monja se detuvo un instante a orar ante una pequeña imagen de san Francisco Javier que reposaba en el interior de una elaborada vitrina. No pudo evitar contemplar su rostro, ya envejecido, reflejado en el sucio cristal.
«Han sido muchos los años y los sinsabores; ahora, por fin, puedo disfrutar de un momento como éste. Muy pronto recogeré mi más que merecida recompensa. Me ha correspondido el honor de percibir el
compensatio;
doy gracias a Dios por ello. Aunque han sido muchas las que lo merecieron antes que yo.»
Se dirigió hacia un confesionario de oscura y labrada madera, rodeado de refinadas celosías, situado tras el altar y se introdujo en él. Tomando aire, extendió la mano en dirección al compartimento secreto previamente convenido con el cardenal Münch y giró un pivote que abrió un pequeño trinchero.
Tras desplazar una portezuela, comprobó, conmovida, que el cardenal había cumplido su palabra: en el recoveco había una vieja caja de piel repujada.
—¡Ave María Purísima! —exclamó la profesa al constatar su presencia—. ¡Aquí se halla, al fin, lo que tantos años hemos estado esperando!
Al tomarla entre sus manos comprobó, entre intrigada e inquieta, que su contenido era mucho más pesado de lo que ella misma había vaticinado. Levantó la caja y la depositó sobre la repisa del confesionario.
Tras abrir la tapa encontró una arrugada bolsa de papel.
Lentamente y de uno en uno, fue extrayendo los objetos que se encontraban en su interior: una ancha cadena de oro que no portaba emblema ni colgante alguno, un reloj digital, una delgada muñequera de cuero, una piedra con la forma de un pequeño diablo, otra piedra con la forma de una calavera, una linterna de petaca vieja y desvencijada, un martillo, un cortafrío manchado de sangre coagulada y una cartera de bolsillo que en su interior guardaba el retrato de un hombre.
Al ver la fotografía de Gabriel Grieg encuadrada en un documento de identidad no pudo evitar un doloroso pensamiento.
«Siempre pensé que tú eras el enlace definitivo con la Chartham, que Dios hizo llegar hasta Barcelona para remediar una injusticia. No tengo nada que ver con tu muerte, ignoro cómo se produjo. Ni siquiera sé si te quitaste tú mismo la vida, como el cardenal planeó. Lo único que sé es que te hemos enterrado con nosotras y que siempre formarás parte de nuestro espíritu. Siempre te honraremos. El cardenal Münch tiene su proyecto del que yo no formo parte; él me prometió un documento si yo le ayudaba a conseguir la Chartham, secretamente escondida en Barcelona. Nunca deseé tu muerte, pero la misión fue preparada durante muchos años sin que tú lo supieses. Siempre te he tenido y te tendré en mis oraciones. Tu muerte no ha sido en vano. Dios quiso para ti una tarea muy elevada.
Et iterum venturus est cum gloria judicare vivos et mortuos; cujus regni non eritfinis:
y vendrá por segunda vez lleno de gloria a juzgar a los vivos y a los muertos, cuyo reino no tendrá fin.»
La profesa volvió a depositar los efectos personales de Gabriel Grieg en el compartimento secreto del confesionario, en el interior de la caja de piel.
Previamente, había extraído de ella un impoluto sobre de papel verjurado de color marfil, sellado con la misma marca de lacre que precintaba el ataúd en que había sido enterrado Grieg.
El sello del cardenal Fedor Münch.
La religiosa, completamente embargada por la emoción, salió del confesionario y se dirigió hacia el tenebrario, cuya vela blanca permanecía encendida.
Una luz que para ella poseía connotaciones divinas.
Se hincó de rodillas en un reclinatorio bajo la rectilínea llama de la única vela: la luz más apropiada para leer el documento que tenía entre sus manos. Con suma delicadeza, extrajo el lacre del sobre, y su corazón dio un vuelco al comprobar que en su interior había un documento que había sido extraído desde las profundidades del Archivo Vaticano: un pergamino original cuyo texto era un hermético secreto.
El antiguo documento papal hizo que el pulso de la religiosa se acelerara, al verificar que tenía en su poder un singular archivo, secretamente relacionado con una de las vanguardias más poderosas de los ejércitos papales, que cuenta entre sus filas con numerosos cardenales en la curia romana, y que hasta 1978 fue la Orden religiosa más grande del planeta, con más de treinta mil miembros, que posee colegios y universidades propios, que rige la Universidad Gregoriana de Roma y que tiene medios de comunicación de masas en cualquier parte del mundo: la Compañía de Jesús.
El documento que la religiosa sostenía en sus manos, ardientemente iluminado, bajo la luz de la vela que brillaba en lo más alto del tenebrario, hacía mención a unos hechos del siglo XVI relacionados directamente con que la Compañía de Jesús no cuenta con una rama femenina por expreso deseo de Ignacio de Loyola, su fundador, desde que le solicitó al papa Pablo III que impidiera
in perpetuum,
para siempre, cualquier intento de fundación de una ramificación femenina de la Orden jesuítica.
La motivación de tan drástica determinación la causó la presencia en Roma de Isabel Roser, la mujer que había acogido a Ignacio de Loyola en su casa, cuando tras pasar por Manresa, ciudad de la provincia de Barcelona, con la intención de estudiar bajo la dirección de un monje cisterciense, no pudo llevar a cabo sus propósitos porque éste había muerto.
Tras su fugaz paso por Manresa, Ignacio de Loyola se trasladó a Barcelona en marzo de 1524. Allí permaneció hasta 1526, y vivió en la casa de una adinerada benefactora: Isabel Roser.
Ella se comprometió a hacer frente a su manutención y a enseñarle latín. Para entonces Ignacio de Loyola contaba ya con treinta y tres años. Impresionada por la subyugadora personalidad de aquel hombre, al que conoció sentado en un escalón del altar mayor de la iglesia de San Justo y San Pastor, puso a su disposición para su metódica educación a un maestro de gramática, el bachiller Jerónimo Ardévol, y lo alojó en su gran caserón situado frente al ábside de la catedral y la Plaça del Rei.
La muy devota viuda catalana, Isabel Roser —Ferrer era su apellido de soltera—, se dejó conducir por el vivo entusiasmo que había logrado insuflarle el fundador de la Compañía, por lo que años más tarde se presentó, rodeada de bártulos y servidores, en Roma, donde Loyola residía.
Ignacio de Loyola no podía dar crédito a lo que contemplaban sus ojos.
Isabel Roser, junto a dos mujeres que la acompañaban, tenía el firme e inquebrantable propósito de fundar la rama femenina de la Compañía de Jesús, con la que ella tanto había colaborado económicamente. Ignacio de Loyola se negó en redondo a tal cosa, pero ella, que era una mujer de temperamento tempestuoso e irritable y que estaba muy acostumbrada a llevar a cabo todas las empresas que se proponía, le recriminó el triste pago que le hacía por la ayuda que le había brindado en Barcelona, donde le había acogido y le había proporcionado educación en su propia heredad.
Le mostró una carta firmada de puño y letra por el propio Ignacio de Loyola, escrita algunos años antes y remitida a su atención. En ella, que más tarde se conocería como
Persecuciones del año 1538,
Ignacio reconocía que aquella mujer era su caritativa benefactora.
A pesar de ello, Loyola no quiso saber nada acerca de una posible «jesuitesa», por así decirlo, ni de ningún proyecto relacionado con mujeres en la Orden que él había fundado. Solicitó al romano Alejandro Farnesio, el papa Pablo III, que descartara para siempre cualquier proyecto de fundación de una rama femenina, modelada a imagen de la Compañía de Jesús y que estaba concebida como una milicia religiosa.
Isabel Roser juró y perjuró que nunca olvidaría aquella afrenta y que durante los años que le quedasen de vida se dedicaría en cuerpo y alma a dejar una llama perenne que no se extinguiría jamás hasta que admitiesen en la Orden a las mujeres. Aunque para ello tuviese que escarbar en los mismos archivos secretos del Vaticano.
Al regresar a Barcelona, Isabel Roser fundó una Orden secreta de religiosas a las que cedió toda su fortuna y sus bienes inmuebles a su muerte, para perpetuar su venganza y con la intención de que otras pudiesen acceder a lo que a ella le fue negado.
Bajo la gran «J» esgrafiada en una de las paredes del mausoleo-capilla, la religiosa acarició aquel viejo pergamino.
«El gran momento ha llegado.»
En la soledad de la capilla-mausoleo, la religiosa se encontraba en pleno acto de contrición y recogimiento fervoroso. La luz de la vela iluminaba un descolorido documento del siglo XVI, cuya pista había seguido durante muchos años.
Aquel documento se refería a la única «jesuitesa» de la historia que fue admitida en la Compañía de Jesús. Isabel Roser nunca llegó a tener conocimiento de ello, a pesar de ser coetánea de ella.
Aquella mujer fue la más poderosa de su tiempo.
Era doña Juana de Austria, nacida en la corte real de Madrid el 24 de junio de 1535, hija de Carlos V e Isabel de Portugal, y cuyos abuelos paternos eran Felipe I y Juana I de Castilla, y los maternos, Manuel I de Portugal y María de Aragón y Castilla. Fue regente, es decir, reina de España en funciones, entre los años 1554 y 1559, durante el periodo en el que Carlos V se encontraba retirado en Yuste y Felipe II residía en Londres.