—¿Y no sería mejor correr en dirección contraria?
—No —contestó de inmediato él—. Sólo hay dos salidas. La que hemos utilizado para entrar seguro que ya está clausurada con varios candados. La otra deberán abrirla para examinar el lugar del que te hablo. Si llegamos antes que ellos, aún podremos escondernos.
—¿Escondernos? ¿Dónde? —preguntó, intrigada, Catherine.
—En una ménsula situada junto a la puerta interior de la torre de Bernabé. Desde allí podremos aprovechar cualquier despiste para escapar…, pero existe un grave problema.
—¿Cuál?
—La ménsula a la que me refiero —dijo mientras descendía rápidamente los escalones— está situada junto al lugar donde creo que se dirigen. Quizá lleguen antes que nosotros.
—¿De qué lugar se trata? —inquirió ella, mientras trataba de no quedarse atrás.
Grieg le entregó el cuaderno de apuntes que tenía escritas las iniciales «A.G.C.» y que estaba en la documentación adjunta que llevaba la Chartham. En las hojas por las que estaba abierto el cuaderno, podía observarse el dibujo que señalaba exactamente el lugar donde estaba situada la entrada de una cripta secreta: en la misma base de la torre de Bernabé, hacia la que ellos se dirigían a toda velocidad.
El plan trazado por Gabriel Grieg para tratar de escapar de la Sagrada Familia fue a dar con el peor de los contingentes posibles cuando la puerta por la que pretendían escapar se abrió de improviso y penetraron por ella cinco agentes vestidos con trajes negros.
Al ver irrumpir al cardenal Münch en el gran hueco de forma circular situado bajo la torre de Bernabé, Catherine y Grieg se detuvieron en seco.
El lugar en que se habían visto obligados a hacerlo era un elevado saliente situado en la pared interior del pórtico de l'Esperança, cuyas formas pétreas estaban inspiradas en las sinuosas conformaciones que tiene la montaña del macizo de Montserrat. Su intención era acceder, tras recorrer el alargado saliente de piedra, hasta una ahuecada ménsula muy cercana al portalón de entrada; desde allí pretendían aprovechar la menor oportunidad para escapar por él.
—Nos hemos ido a detener en el lugar más vulnerable —susurró Grieg—. Desde aquí no podemos avanzar ni retroceder sin que antes nos localicen. Estamos a su merced. Únicamente nos queda la esperanza de que nos proteja la penumbra y no logren vernos.
Catherine, mientras Grieg le hablaba, observaba, con todo detenimiento, la estrategia del cardenal Münch. El prelado se había detenido frente a la losa que daba acceso a la cripta secreta y la señalaba con el dedo, a la vez que profería órdenes a dos de sus custodios. El lugar indicado por el cardenal era el mismo que estaba dibujado en el cuaderno con las iniciales «A.G.C.» escritas sobre la tapa. Catherine se vio obligada, al igual que Grieg, a esconderse completamente tras el saliente de piedra cuando vieron entrar por el portón que comunicaba con la torre de Sant Simó a tres nuevos guardianes. Uno de ellos, fácilmente reconocible por su corte de pelo, era el que Grieg había inmovilizado con la bola de espuma y las tiras de plástico.
No era el único problema.
Oyeron, más y más nítidamente, como, desde lo lejos, el helicóptero de la Policía volvía hacia la zona de la Sagrada Familia a tratar de averiguar el motivo por el que aquellos intensos haces de luz que surgían de la Sagrada Familia se elevaban sobre el cielo de Barcelona.
—Fíjate en los rayos —dijo Catherine, en un tono de voz más elevado.
«No puede ser —pensó él—. Estamos en un lugar de la Sagrada Familia desde el que no hay ángulo para verlos, y menos aún Catherine, que está mirando hacia el exterior y sin elevar apenas la cabeza.»
El razonamiento era perfectamente correcto, pero Grieg se asombró al contemplar cómo cinco rayos de luz roja se estaban concentrando y apuntaban hacia el rascacielos de Nouvel que tenía forma de gran geiser.
«¡No es posible! —maldijo Grieg cuando de repente recordó uno de los parámetros del controlador de las plomadas de luz—. ¡Maldita sea! ¡El ángulo de derivación! Los haces de luz, conectados a toda potencia, están inclinándose y, además, lo hacen hacia la fachada del templo donde estamos nosotros.»
—Ya sé lo que sucede. Pero tenemos un nuevo y muy serio problema —exclamó Grieg, que miró hacia el helicóptero de la Policía, que se había quedado suspendido sobre el lago de la Plaça Gaudí. La luz de las linternas de los custodios del cardenal Münch había atraído la atención del piloto.
Los guardianes, inquietos, tenían alzadas sus cabezas y miraban precisamente en dirección a donde estaban parapetados Catherine y Gabriel Grieg, que, al presentir la situación, procuraban aplastarse todo lo que podían contra el muro interno del portal de l'Esperança.
—Procura no moverte demasiado o nos verán —susurró Grieg, que trató de observar a qué se debía el encendido tono con que el cardenal Münch se dirigía hacia el guardián de pelo rapado al uno, a quien le estaba reprochando el inmenso error que había cometido al dejar que se le escapase la mujer a la que tenía órdenes de custodiar.
Grieg observó, en tanto el ruido del rotor del helicóptero, debido a la reverberación en el interior de las torres, se hacía más intenso, cómo el corpulento guardián de cabeza rapada al uno, junto a otros dos vigilantes, volvía a dirigirse de nuevo hacia la torre de Sant Simó para proseguir la búsqueda.
Uno de los custodios, situado junto al cardenal Münch, que llevaba en la mano un DVD portátil en funcionamiento y un detallado plano de la torre de Sant Bernabé, señaló con la mano el lugar donde, presuntamente, se encontraba la losa que daba acceso a la cripta secreta que estaban visionando los curiales en el
congressus,
en el momento en que Münch irrumpió de un modo intempestivo en la sala del Palau de Pedralbes.
El cardenal ordenó autoritariamente retirar una losa: apareció una piedra que daba acceso a una entrada de forma circular de un metro de diámetro que descendía mediante unas estrechas escaleras hacia los primigenios basamentos del templo.
«Ése debía de ser el lugar donde probablemente se habría escondido la Chartham», dedujo Grieg, recordando el dibujo del cuaderno donde estaba detallado el lugar de acceso a la secreta cripta.
Grieg pensó que únicamente la fatalidad, representada en forma de terrible accidente de tranvía, impidió que finalmente aquella cartera de piel negra llegase a su destino final, que no era otro que el que ya tenía a su alcance el cardenal Münch.
«¡Gabriel, no te metas en eso!», se autorrecriminó, mirando de soslayo a Catherine, que continuaba tratando de no perder detalle de lo que acontecía unos metros más abajo, sacando levemente la cabeza por la ménsula.
«Mi objetivo es que no nos atrapen —continuó con su razonamiento—, tengo que pensar qué ha venido a buscar realmente Catherine… Lo único que me salvará es indagar en la parte de mi historia personal que la Chartham modificó: en el momento en que me aparte de esa premisa quedaré a merced de…»
Contra todo pronóstico sucedió algo que hizo que Grieg abandonara inmediatamente sus pensamientos, obligándole, al igual que a Catherine, a aplastar todavía más la espalda contra la pared y a tratar de ocultarse por completo.
Un destello, como si fuese el temible barrido de una gigantesca espada láser, que entró por la obertura situada en el portal de l'Esperança recorrió de punta a punta la bóveda y las paredes circulares de la gran torre de Sant Bernabé, e iluminó de un modo fantasmagórico y espectral el interior de la torre.
Catherine, muy preocupada porque aquel destello brillante estaba penetrando por una abertura muy próxima a la ménsula en la que se encontraban, no entendía qué estaba pasando. Los vigilantes ya estaban girando sus cabezas hacia el elevado lugar donde ellos trataban de ocultarse.
Un nuevo rayo aún más intenso que el anterior iluminó de nuevo y por completo el interior de la torre.
Cuando la luz se desvaneció…, otro rayo rojizo ocupó su lugar.
Y posteriormente otro.
Y otro más.
«¿Qué está sucediendo?»
Grieg analizó aquella luz cegadora, que refulgía con más y más intensidad mediante sobrecogedoras ráfagas, que llenaban de forma intermitente y progresivamente de un modo más rápido el interior de la gran bóveda con una extraña claridad rojiza que parecía tener un origen sobrenatural.
Grieg lo comprendió de inmediato cuando elevó la cabeza.
Los rayos de las «plomadas de luz» habían derivado hacia la fachada del Naixement, desplazados por la fatalidad sin duda en dirección hacia ellos.
Los oficiales que investigaban, desde el interior del helicóptero, el extraño fenómeno de los haces de luz sobre la Sagrada Familia habían sospechado que posiblemente el origen del problema proviniese del reducido grupo de personas que iluminaban con linternas la base de la torre de Bernabé.
Al efectuar la maniobra de aproximación, el helicóptero se había interpuesto ante los declinantes cinco haces de luz roja. El movimiento de sus pulidas aspas, producía un estallido fulgurante de luz que iluminaba, como si se tratara de un castillo pirotécnico, la totalidad de la fachada del Naixement.
La mayoría de aquellos relucientes destellos, en forma de afiladísimos rayos de luz, se introducían por las aberturas del pórtico de l'Esperança.
Súbitamente, la velocidad de los rayos púrpuras aumentó hasta iluminar por completo la cavidad.
«Los rayos están convergiendo en un solo punto y la luz cada vez se hace más intensa», pensó Grieg. En ese mismo momento se produjo un terrible fogonazo que iluminó totalmente la bóveda con una intensísima luz de matices resplandecientemente rojizos.
De pronto, la luz se desvaneció.
Las «plomadas de láser» habían estallado en mil pedazos.
Un potentísimo chorro de luz blanca iluminó por completo la ménsula sobre la que trataban de esconderse.
Catherine y Gabriel Grieg estaban lo suficientemente preocupados, sabedores de lo que se les venía encima, como para poder deducir el modo en que al cardenal Münch se le iluminó el rostro al verlo, en tanto un escalofriante pensamiento acudía a su mente.
«Emitte lucem tuam et veritatem tuatn.»
Derrama en mí tu luz y tu verdad.
Iluminados por el intenso chorro de luz blanca que emitía el foco del helicóptero de la Policía, se miraron de un modo descorazonador: sabían que los habían descubierto.
—Gabriel, si nos separan y logras escapar, quiero que sepas que en el momento en que tú me liberaste del guardián que me retenía en la torre de Sant Maties «mis compromisos» ya habían concluido; mi intención era escapar contigo de la Sagrada Familia. —Catherine se aproximó y abrazó con fuerza a Gabriel—. Tengo muchas cosas de las que hablarte —prosiguió mientras tres guardianes se encaramaban a toda velocidad hacia el lugar donde se encontraban—. Si nos separan, búscame donde sea, porque te estaré esperando. Me gustaría llegar a saber quién es la persona que está junto a mí en la fotografía que me has mostrado. Quizá tú ya lo sepas, pero comprendo que después de todo… guardes algún recelo justificado hacia mí. Si no muero, te estaré esperando. Búscame, aunque para ello, como dijiste en el bar del Averno, tengas que bajar hasta la más oscura sima o te veas obligado, si fuera necesario, a ascender hasta la mismísima torre de Babel; porque tengo muchas cosas que contarte… y te estaré esperando.
El cardenal Fedor Münch, con el pensamiento fijado en el cartapacio «vacío» de la Chartham y en el reloj de Perrenot, que portaba secretamente en su cartera, ya que se lo había entregado previamente «la profesa», hacía escasas horas, contempló exaltado a las dos personas que habían conseguido la hazaña de encontrar los
signum
tras siglos sin que nadie, a pesar de haberlo intentado denodadamente, lo hubiese logrado.
Estaban iluminados cenitalmente por un intensísimo chorro de luz blanca y sus siluetas se recortaban en un contraluz sin matices para el claroscuro.
Aquel «encuentro» le proporcionaba al cardenal Münch la escenificación perfecta para anular el golpe de mano,
ex insidiis,
que intentaba llevar a cabo una parte de la curia; además, debidamente canalizado, le permitiría poner en práctica, esa misma noche, el ataque definitivo para alcanzar el pie de Tiziano y conocer, al fin, el secular misterio que éste encerraba, además de conseguir el ansiado
corpus
de la paradigmática Chartham.
Per omnia saecula saeculorum.
El guardián con el pelo cortado al uno que había sido inmovilizado de pies y manos por Gabriel Grieg, tras haberle introducido previamente en la boca una pelota de espuma, estaba a tan escasos centímetros de su cara que podía sentir su fétido aliento.
Miraba a Grieg fijamente y dibujaba con los labios una risita bufa e insultante.
Los dos estaban, junto a otro vigilante, en un rincón oscuro del Passatge de Gaiolà, situado a escasa distancia del templo de la Sagrada Familia. Se habían visto obligados a conducirlo hasta allí para huir de la vista de los numerosos curiosos que se habían acercado hasta el templo para observar el extraño fenómeno del pentágono de luz roja que se elevaba hacia las alturas.
Gabriel Grieg observó cómo el escolta que le había cacheado minuciosamente, situado junto al de la cabeza casi rapada, hizo un gesto con la mano. Al instante, penetró en el pasaje desde la calle Nápoles un potente Land-Rover que llevaba instalado sobre el techo un portaequipajes.
Lo que en un principio a Grieg le había parecido un portaesquíes, a medida que el todoterreno se aproximaba provocó oscuros pensamientos en él: parecía un ataúd.
«No me pueden matar. Quítate esa idea de la cabeza, Gabriel. Tengo el
corpus
de la Chartham y el pie de Tiziano a buen recaudo en la vieja cochera del taller de los Masriera. ¡Nunca lo encontrarán! ¡No me pueden matar!»
Al volver a fijar su vista en los ojos del tipo al que había inmovilizado en la torre de Sant Maties, su mirada le volvió a sumir en el más profundo desasosiego.
«¡No pueden liquidarme! ¡Obedecen órdenes estrictas y están fuertemente jerarquizados!» Grieg observó la insignia en forma de alabarda que los dos guardaespaldas llevaban en el ojal de la solapa. «¡Seguramente son Guardias Suizos de paisano! ¡Debían de saber el modo de sonsacar información!»
«¡No vas a morir! ¡No vas a morir! —se repitió Grieg—. Tengo en mi poder objetos trascendentales para las personas a las que ellos sirven; son profesionales. ¡Me han traído hasta aquí para que sirva a sus intereses! Recuerda lo que dijo la "religiosa" en la Gran Via: "Nos obligas a movernos como sombras en la oscuridad". No son asesinos. Son sombras que obedecen intereses complejos. Se mueven a base de impulsos y según proceda en cada momento.»