—Coincido ampliamente con tu análisis —intervino Catherine.
—¿Hacia dónde te dirigirías para saber si un edificio está construido con un tipo determinado de piedra? —preguntó retóricamente Grieg—. Pongamos que se trata de una piedra procedente del macizo del Montgrí.
—¿Al Ayuntamiento? ¿Al Colegio de Arquitectos? —respondió Catherine.
—Sí, pero esas indagaciones nos llevarían demasiado tiempo. Además, tampoco estoy seguro de que ese tipo de información esté al alcance del público en general. ¿Sabes dónde podríamos averiguarlo mucho antes?
Gabriel Grieg formuló la pregunta y se quedó mirando fijamente los ojos de Catherine.
—¿En un museo de Geología, tal vez? —contestó ella sin estar muy segura de su respuesta-pregunta.
—¡Ya somos dos que pensamos lo mismo! Es posible que allí encontremos libros donde se establezca la relación entre edificios notables y el nombre de las canteras de donde se extrajo la piedra para su construcción.
A Catherine le pareció una idea plausible y permaneció en silencio, esperando a que Grieg finalmente eligiera el museo más adecuado y su posterior enclave en la ciudad.
—¡Ven, sígueme!
Catherine se quedó desconcertada cuando vio que Grieg daba media vuelta y, en vez de salir por la puerta que tenía a sus espaldas y que llevaba directamente a la calle, se encaminó hacia el interior del seminario de nuevo.
Hacia los claustros centrales.
—Pero, no comprendo, ¿no dices que tendríamos que comprobar ese dato en el museo Geológico…?
—Sí, así es —le contestó Grieg sin dejar de caminar.
—Entonces, ¿hacia dónde vas? La calle queda por ahí —exclamó, sorprendida y señalando con las dos manos hacia el exterior.
—¿Hacia dónde quieres que vayamos: hacia la calle o hacia un museo geológico?
Catherine no comprendió la extraña dicotomía que Grieg le formulaba. Era evidente que para dirigirse a un museo geológico era inevitable salir a la calle. «Salvo que el museo Geológico… esté en el interior del… seminario», reflexionó Catherine, desconcertada de su propio razonamiento.
—¿No irás a decirme que el museo Geológico está…?
—Exactamente, el museo está en el interior del Seminario Episcopal. Las piedras y los restos de los dinosaurios que contiene están ahí desde el siglo XIX.
—¿Y el Vaticano qué piensa al respecto?
—El museo pertenece al patrimonio de la Iglesia.
Catherine recorrió los anchos y relucientes pasillos por el interior del seminario, analizando los cuadros, estatuas e imágenes que le salían al paso mientras se dirigía junto a Grieg hacia el museo Geológico.
Se detuvo un instante a contemplar la estatua de una santa que pisoteaba, sin concederle mayor importancia, una serpiente que llevaba en su boca una manzana dorada; «daría para muchos comentarios el intenso contraste», reflexionó Catherine al comprobar que la imagen estaba situada junto a una puerta donde podía leerse en una placa dorada:
MUSEUM GEOLOGICUM SEMINARII BARCINONENSIS.
—El horario de visitas es de 5 a 7 de la tarde —apuntó Catherine tras detenerse frente a la puerta del museo.
—Lo sé —aseguró Grieg, que llamó al timbre—. Hasta ahora nunca me han puesto objeciones cuando he tenido que hacer alguna consulta por la mañana. A este museo acuden algunos de los mejores geólogos del mundo a realizar sus trabajos, sin embargo, no es demasiado conocido por el público ni está publicitado como se merece. No creo que tengamos demasiados problemas para entrar.
—
Bon dia
—dijo un hombre muy joven vestido con una bata blanca y con aspecto de becario—. El museo está cerrado.
Antes de dar tiempo a que Grieg le devolviese el saludo, desde el fondo de la sala se oyó una cantarina voz que se dirigía al estudiante.
—¿Quién es? —preguntó la voz.
Un hombre apareció detrás de las vitrinas del museo. Iba vestido también con una bata blanca; tenía unos sesenta años, extraordinariamente bien llevados. Era alto y corpulento. Con largas y ágiles zancadas se dirigió hacia ellos. El profesor pareció reconocer a Grieg de haberlo visto por allí en otras ocasiones, circunstancia que favorecía su propósito de acceder al museo fuera del horario de visita.
—¿Qué desean estos dos jóvenes tan agradables? —preguntó el profesor con una voz y unos gestos visiblemente histriónicos.
—Me llamo Gabriel Grieg y ésta es mi compañera. Somos arquitectos. Hemos ido a hacer una consulta a la Biblioteca Episc…
El extravertido profesor no le dejó acabar la frase.
—No me diga más caballero…, os habéis encontrado con que la mayoría de los libros están empaquetados… ¿Ahí reside el problema? ¿No es cierto? ¿Eh? ¿No es cierto?
—Exacto. Hemos pens…
—No hace falta que me digáis nada más —volvió a interrumpir el profesor a Grieg—. Pasad, pasad, la biblioteca del museo Geológico está a vuestra entera y completa disposición. Aquí no tenemos empaquetado nada y todo está a la vista. Perdonen…, los dejo, tengo mucho trabajo y la dura docencia, trabajo de dómines, labor incomprendida y nunca debidamente retribuida donde las haya, me espera…
El profesor, después de girar sobre sí mismo, se alejó en dirección a un grupo de alumnos que le esperaban tomando apuntes frente a la única vitrina que permanecía iluminada en todo el museo, y que contenía el fósil de un ejemplar completo de un mastodonte que los paleontólogos denominaban
Tetralophodon Longirostris.
Grieg y Catherine recorrieron la distancia que los separaba de la biblioteca caminando entre vitrinas apagadas y cuadros sinópticos colgados de las paredes. Restos de crustáceos, peces fosilizados, reptiles, medusas, moluscos… Finalmente, llegaron a una puerta que comunicaba directamente con la biblioteca. Al pasar junto al grupo de alumnos, el profesor volvió a saludar efusivamente a Catherine y a Grieg mediante una muy respetuosa y exagerada inclinación de cabeza, sin dejar de impartir, en ningún momento, su clase magistral, moviendo acompasadamente sus brazos como si fuese un tenor en plena aria…
—… aunque este museo se precie de poseer más de sesenta y ocho mil entradas de fósiles y más de trece mil libros especializados en temas relacionados estrechamente con la geología, lo primordial, el sanctasanctórum que alberga el museo en su interior son…, son…: sus casi cuatrocientos holotipos. Seguramente ustedes se formularán la consiguiente pregunta: ¿qué son los holotipos? No deben preocuparse… ¿Para qué entrego yo mi vida a la ciencia por un vil estipendio, queridos discípulos, si no es para despejaros esas incógnitas?…
Catherine y Grieg, tras atravesar un laboratorio, con las estanterías completamente atiborradas de recipientes de cristal que contenían toda clase de fósiles sometidos a diferentes tratamientos químicos preparatorios, penetraron en una austera biblioteca que estaba regida por normas estricta y absolutamente funcionales, sin ningún tipo de concesión a la comodidad o al diseño.
Empezaron a buscar en una gran estantería donde se concentraban las enciclopedias de geología. Grieg y Catherine se vieron obligados a leer docenas de títulos hasta que finalmente él extrajo un tomo que formaba parte de una colección con un título muy adecuado para sus objetivos:
Canteras de Cataluña.
Grieg lo abrió aproximadamente por la mitad y empezó a buscar entre sus páginas ordenadas alfabéticamente… Leyó: «Cantera de Montjuic». Retrocedió algunas hojas hasta que pudo leer: «Montgrí (Macizo de), provincia de Girona. Costa Brava. Cerca de las islas Medes […] Antiguo refugio de barcos piratas […] El macizo tiene ocho kilómetros de longitud […] y llega hasta los trescientos metros de altura […] El macizo de Montgrí se extiende hasta el mar, donde llega a formar elevados acantilados…». Grieg pasó varias hojas hasta que sus ojos se detuvieron a leer atentamente el contenido de una página:«… es un tipo de roca muy apreciada desde el punto de vista arquitectónico y se han llegado a construir edificios muy notables, tales como… —Grieg contuvo la respiración mientras leía el listado de los edificios, hasta detenerse en el que sospechaba de antemano—. Robert Robert i Suris mandó construir especialmente con piedra del macizo de Montgrí el Palau Robert en la confluencia del Passeig de Gracia con la Avinguda Diagonal en Barcelona…». Buscó más datos acerca del arquitecto que proyectó el edificio, pero no los halló.
—El edificio que acabo de consultar está construido con piedra del macizo de Montgrí y está enclavado, aproximadamente, en el mismo lugar del plano del triángulo, o sea, en la cruz sobre la Avinguda Diagonal. Se trata del Palau Robert. Ahora es cuestión de averiguar si intervino en su construcción Joan Martorell. Será un dato que conoceremos de inmediato.
Grieg depositó de nuevo el tomo en la enciclopedia. Se desplazó un metro a su izquierda y extrajo de la estantería un libro con un título prometedor:
Arquitectos catalanes universales.
Miró en el índice y consultó el apartado dedicado a Joan Martorell i Montells; empezó a leer: «… Joan Martorell dirigió las obras del Palau Robert, situado en la confluencia del Passeig de Gracia con la Avinguda de la Diagonal…».
—¡Ya lo tengo! ¡Vámonos de aquí! No hay tiempo que perder. ¡Debemos llegar antes que ellos!
Ambos salieron de nuevo a la sala principal del museo, que permanecía en penumbras. El grupo de alumnos seguía tomando notas al dictado del arrebatado profesor, que parecía un taumaturgo con el rostro fantasmagóricamente iluminado por la débil luz de un fluorescente.
En silencio, volvieron a salir al oscuro y estrecho pasillo que comunicaba con uno de los claustros, y siguieron avanzando en dirección a la puerta principal. Pero al volver a penetrar en uno de los amplios corredores, Grieg vio a alguien que le hizo cambiar de rumbo inmediatamente.
Tomó del brazo a Catherine y la obligó a cambiar de dirección.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, alarmada.
—No podemos salir por la puerta principal. Debemos hacerlo, de inmediato, por una de las laterales. Acabo de ver al hombre que acompañaba a Dos Cruces en la iglesia Just i Pastor esta madrugada —aseguró Grieg, que avivó el paso junto a Catherine.
—¿Cómo es posible que esté también aquí?
—Iba acompañado de dos sacerdotes y, a juzgar por la dirección que seguían, se estaban dirigiendo hacia la Biblioteca Episcopal. Habrá venido a consultar la historia completa de la capilla de San Cristóbal del Regomir. ¿Dónde mejor que aquí? Te aseguro que si les hace falta un libro, no tendrán tantos problemas para hacerse con él como los que hemos tenido nosotros, y especialmente tú. Seguramente, frente a la puerta principal del seminario estarán apostados los guardaespaldas. ¡Alejémonos ya mismo de aquí!
—¿Hacia dónde vamos ahora? —preguntó ella, tratando de no separarse de Grieg.
—Hacia el Palau Robert.
—¿Está muy lejos de aquí?
—A cinco minutos en taxi —contestó Grieg sin percatarse de la importancia de lo que había dicho.
«¡Cinco minutos!», pensó Catherine, sin poder dar crédito a sus propios oídos, asombrada de que ése fuese el breve lapso de tiempo que los separaba del lugar donde estaba oculta la Chartham.
Mientras pagaba el taxi, Catherine pensó que no podía ser que estuvieran tan cerca de la Chartham. Cuando bajaron del coche, una lluvia apenas perceptible caía sobre la brillante y negra superficie de la Rambla de Catalunya. Un sentimiento muy singular la embargaba, porque únicamente ella comprendía en su justa medida la trascendencia del acto que se disponían a llevar, los dos, a cabo. «Si son ciertas las deducciones de Grieg, ¡estamos a menos de doscientos metros de la Chartham!», pensó asombrada.
Gabriel Grieg permanecía concentrado y en silencio. Había optado por penetrar en el interior del recinto del Palau Robert por su acceso más desconocido. No disponían del menor indicio que les apuntara una zona, por pequeña que fuese, donde empezar a buscar la Chartham; seguramente tapiada con ladrillos; quizás, ocultos a su vez, por el mobiliario del palacio.
Aunque ninguno de los dos lo reconociese explícitamente, comprendían que se trataba de una empresa irrealizable. Lo sabían perfectamente. Era una quimérica misión condenada al fracaso de antemano.
—De momento, llevamos ventaja a la caravana de los Mercedes —dijo Grieg mientras miraba a Catherine, que seguía absorta en sus pensamientos—, pero no debemos hacernos demasiadas ilusiones. Muy pronto aparecerán por los «aledaños de palacio».
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—¿Quién lo puede saber? —respondió Grieg, moviendo la cabeza—. Dependerá del tiempo que tarden en comprender el hecho paradójico de que la Chartham puede volver a estar en un lugar donde ya estuvo anteriormente. En cualquier caso, con los medios que tendrán a su alcance, unidos al conocimiento previo de la materia, será cuestión de minutos que los veamos aparecer por aquí. No me cabe la menor duda.
Accedieron a los exteriores del Palau Robert por la zona de las antiguas cocheras. Para ello, atravesaron el corredor que conduce, junto a la fachada del Gallery Hotel, al jardín central.
Pasaron junto a un expositor, medio oculto por las hojas de hiedra, donde se resumía la historia del Palau Robert, un edificio de estilo neoclásico que ostenta el nombre de su primer propietario: Robert Robert i Suris, al que el papa León XIII concedió el título de marqués. Tras numerosos avatares y cambios de usufructuarios, actualmente, el palacio se había reconvertido en un edificio oficial de información turística de la Generalitat de Catalunya.
—Deberíamos entrar en el edificio —propuso Catherine cuando vio a Grieg caminar hacia una de las tres salidas del jardín, en vez de dirigirse hacia el acceso interior del Palau Robert—. Lo más lógico sería que aprovechásemos la ventaja que les llevamos y que entremos sin demora en el Palau.
—Catherine, a veces, la lógica y los fines siguen caminos opuestos —matizó Grieg, que dudó de si ella compartiría su misma opinión.
—No te equivoques, Gabriel. Se trata de un edificio público. Hay docenas de personas en su interior: porteros, vigilantes, policías… Nadie se atreverá a tocarnos mientras estemos ahí dentro.
—Ya lo sé, pero no creo que sea una buena idea entrar ahora en el edificio. La búsqueda que estamos llevando a cabo es absolutamente kafkiana. Estoy seguro de que compartes mi opinión. Si ahora nos disponemos a seguir únicamente «patrones lógicos», será mejor que abandonemos el proyecto y le dejemos el campo libre a la comitiva de los Mercedes —anunció Grieg; a Catherine se le crispaba cada vez más el rostro—. Ellos sí que están en condiciones de buscar la Chartham con los planos del edificio en la mano…, con documentación…, con datos y con hechos históricos…, ¿comprendes? Nosotros debemos analizar el tema de un modo diferente. Nuestra mejor estrategia puede ser la improvisación. Hasta ahora no nos ha ido tan mal improvisando sobre la marcha, ¿no? Tenemos que ser capaces de extraer el máximo rendimiento a la exigua información que poseemos.