Lentamente, fue acercándose hacia ella.
El sentimiento que le embargó fue de tristeza cuando vio, en lo más alto del frontispicio, una gran cabeza de león rodeada por una serpiente, ya medio destruida, y que tantas veces había dibujado de pequeño. Catherine, a unos pasos de distancia, le seguía, contemplando los gruesos tallos de las hiedras enredadas en las cercas, y alzando la vista hacia las palmeras de quince metros de altura.
«Derribos Atlas. Finca en demolición. Peligro. No pasar», leyó Grieg en un cartel del que sobresalía una estaca que estaba clavada, como un enorme arpón, en el jardín exterior de la finca. La puerta externa de la verja había sido arrancada de cuajo, tan sólo había quedado parte de la antigua reja con los hierros retorcidos. Para impedir el paso en el hueco resultante, habían colocado una rejilla formada de varillas entrelazadas y muy oxidadas.
—Debemos darnos prisa —dijo Grieg, al tiempo que desenroscaba un delgado alambre que unía la improvisada puerta con el resto de la desvencijada verja.
Catherine, mirando hacia las puertas del pasaje, no vio acercarse a nadie. Ningún vecino parecía estar pendiente de sus movimientos.
—Aprovechemos el momento para pasar —le apremió Catherine.
Cuando penetraron en el jardín exterior, vieron cómo los dos grandes ventanales que custodiaban la puerta principal estaban protegidos por gruesos postigos a medio desgajar. Los sucios cristales que podían entreverse, con indicios de musgo, tenían la apariencia de no haber sido limpiados en lustros.
—Esta casa lleva mucho tiempo deshabitada —dijo Catherine mientras trataba de esquivar el cartel que anunciaba el inminente derribo.
Grieg no contestó.
Mantenía una expresión grave en su rostro. Una gravedad que iba más allá del temor a ser sorprendidos, de la responsabilidad de llevar consigo la Chartham o, incluso, de no llevarla. Grieg se entristeció al comprobar el ímpetu irrefrenable de una misteriosa fuerza que parecía retroalimentarse de restos del pasado, de paredes, de ladrillos y de techumbres, en un voraz intentó de borrar cualquier vestigio que estuviese impregnado de pasado y de memoria.
Grieg, sin mirar hacia los jardines laterales, extrajo de su bolsa el cortafrío y el martillo y cortó de un golpe seco el candado que había colocado allí la empresa de derribos. Al empujar la puerta principal de la mansión, se produjo un chirrido de piedras que arañaron el destrozado suelo. Cuando penetraron en el interior de la casa, les invadió un profundo olor acre de humedad mezclado con yeso en suspensión en el aire.
—Ten cuidado —dijo Catherine—. Mira eso.
La casi totalidad de la superficie de lo que un día fue el recibidor, estaba completamente horadada con un inmenso agujero capaz de albergar en su interior un auténtico pozo, o los basamentos de una grúa. Los obreros habían colocado un estrecho tablón de madera, pero optaron finalmente por bordear el profundo hoyo, caminando junto a una pared hacia las habitaciones interiores situadas al fondo.
—Fíjate en el estado en que han quedado el suelo y las paredes, están… taladrados —comentó, sorprendida, Catherine, que trató de poner los pies en algún lugar del suelo que no estuviese horadado con alguno de aquellos boquetes de veinte centímetros y de medio metro de profundidad—. Sin lugar a dudas, esta casa ha sido inspeccionada de un modo obsesivo y sistemático.
—Los que se llevaron los mármoles de la cocina, los viejos interruptores de la luz, los contadores, la gran pila de mármol, la cerámica del lavabo, los grifos y hasta las puertas han sido los empleados de la empresa de derribos. Aprovechan cualquier cosa susceptible de ser vendida a un anticuario. Es una práctica habitual en estos casos —aseguró Grieg mientras analizaba entre sus dedos la tierra de uno de los agujeros cavados en el pasillo—, pero los que horadaron estos hoyos andaban a la caza de algo mucho más valioso.
—Quizá buscaban lo que tú aseguras llevar en la bolsa —aventuró Catherine, ansiosa por ver su contenido.
—Tal vez, pero de lo que no tengo ningún género de dudas es de que se trataba de una camarilla de la que procuraré mantenerme alejado.
Grieg recogió del suelo un viejo espejo enmarcado en madera de nogal, que sorprendentemente no se había roto, y lo depósito junto al lugar de la casa donde lo situaban sus recuerdos infantiles.
—Dejemos esto ahora y vayamos hacia el patio interior.
El antiguo y cuidado jardín que Grieg recordaba de su niñez, lleno de geranios y adelfas y algún pequeño matorral, se había convertido en un desconcertante espacio invadido por plantas arbustivas. A los parterres y al alargado arriate paralelo al muro que servía de separación con la finca contigua, le habían extraído toda la tierra de su interior dejando visibles las raíces de las adelfas y de un enorme sicómoro situado junto a un magnolio muerto.
—Veamos qué hay de cierto en esa prodigiosa hazaña de las adelfas —le apremió Catherine en tanto colocaba en pie la única mesa que había en el interior del cobertizo.
Grieg se acercó a Catherine y depositó sobre la mesa el tupido bloque, rectangular y alargado, formado de ramas fuertemente entrelazadas.
—Aquí se cierra el círculo —anunció Grieg, juntando sus manos.
—¿De qué círculo me hablas?
—En este lugar, hace más de treinta años, vi como mi
padrí
introducía en una bolsa de plástico un objeto rectangular y plano y un antiguo reloj. Desconozco si se trata de los objetos que tú buscas con tanto ahínco. Si lo son, tendremos problemas para decidir qué vamos a hacer con ellos.
—¿Y si no lo son? —preguntó Catherine, mientras intentaba entrever el contenido del enramado.
—Si no se trata de la Chartham, para mí este maldito asunto habrá concluido —aseveró con absoluta convicción Grieg—. Volveré a mi vida normal. Lo que yo vi de niño, puedes estar completamente segura, es lo que está oculto entre este bloque compacto de pequeños tallos y raíces abigarradas —concluyó entre tanto extraía de su bolsa el martillo y el cortafrío.
El resplandor de un relámpago iluminó el derruido jardín y gran parte del cobertizo. Un trueno ensordecedor esparció su sonido desde las alturas, y sobre la vieja cubierta de uralita se empezó a escuchar un fuerte repiqueteo.
Había empezado a llover copiosamente.
Grieg golpeó con el cortafrío en la base del bloque de tallos y raíces hasta que la estructura enramada se desgajó y dejó a la vista una quebradiza tela de arpillera que permitía que pudiera atisbarse una cartera de color negro, cubierta parcialmente de barro.
Catherine sintió escalofríos cuando se la extendió.
—Salgamos de dudas de una vez por todas —declaró Grieg.
La mujer abrió con sumo cuidado el cierre metálico y sacó de su interior una bolsa de plástico de color blanco.
—Por la forma, parece una carpeta —dedujo Catherine mientras desdoblaba el envoltorio.
Catherine extrajo un cartapacio, finamente forrado con piel repujada y labrada, donde resaltaba la torre de Babel que pintó Pieter Brueghel,
el Viejo.
Alrededor de ella, lucía un marco bellamente decorado con cenefas muy elaboradas, sobre el que podían apreciarse cuatro cornucopias situadas a cada ángulo del cartapacio, entre bufonerías y diablerías, ángeles y ruedas de carro, relojes de sol y de arena, grifos y calaveras… Entre aquellos extraordinarios relieves iban intercalándose unas letras que formaban en su conjunto la frase: «Cum gratia et privilegio».
En la parte superior destacaba una leyenda escrita con caracteres extremadamente elaborados donde podía leerse: «Lapis ad Caelis».
En la parte inferior y en el interior de una elaboradísima cenefa unas enigmáticas iniciales atrajeron poderosa e irremisiblemente la atención de Gabriel Grieg:
J.A.P.P.B.
Catherine le dio la vuelta al cartapacio; en un fuerte contraste, la superficie de cuero apareció lisa y pulida con una sencilla y pequeña marca en su mismo centro:
COCK
ÍN DE VIÉR WINDEN
MDLXIV
Catherine se había quedado completamente inmóvil mientras sostenía entre sus manos aquella maravillosa cubierta.
—Es… la Chartham.
La voz de Catherine sonó claramente bajo el repiqueteo de las gruesas gotas de lluvia sobre el tejado del cobertizo. Su expresión mezclaba contención y euforia. Gabriel Grieg no perdía detalle de las sutiles expresiones de su rostro.
En ellas, se dibujaba nítidamente la importancia del hallazgo.
Una importancia que en aquellos momentos Grieg, aunque la intuyera, era incapaz de comprender en su total trascendencia.
Catherine pasó levemente la yema de los dedos sobre el cartapacio, inmersa por completo en sus pensamientos. A Grieg le hubiese gustado poder compartir la sensación que ella experimentaba, porque seguramente valoraría esfuerzos y luchas secretas.
Disputas e intrigas.
En aquel momento, Grieg reprobó su propia sensación de vacío, de desconocer en su totalidad lo que era y lo que significaba la Chartham. «Catherine ha logrado su objetivo y ni siquiera ha revelado su primer apellido. Es imprescindible averiguar a qué intereses sirve.»
—Será mejor que no la abras —dijo Grieg, poniendo su mano derecha sobre la Chartham.
—¿Por qué? —se revolvió de inmediato Catherine.
—Existen varias razones para que la Chartham permanezca cerrada —sentenció él, mientras miraba fijamente los ojos claros de Catherine.
—Eso te va a resultar imposible —aseveró ella, demudando rápidamente el rostro.
—Adivino lo que estás pensando —Grieg tomó aire—, pero aún no ha llegado el momento de examinar el contenido.
—¿Por qué? —preguntó Catherine de un modo enérgico.
—En primer lugar, porque, antes debes ponerme sobre antecedentes y explicarme el origen y la historia de este cartapacio, o lo que sea… Tienes que explicarme de qué conoces al tipo de la melena canosa…, quién fue el que te proporcionó la caja de música del bufón, el cuaderno de dibujo, mi número de teléfono… ¿Quieres que siga?… Me tienes que explicar muchas cosas…
Catherine sacudió la cabeza.
—Este… «cartapacio», como tú lo llamas, ha de servirte como moneda de cambio para conseguir tu propia libertad. Carece de un valor intrínseco para ti, Gabriel. Créeme, es preferible que no conozcas sus claves…
—Eso ya lo veremos —le replicó Grieg, convencido de sus propias palabras—. En segundo lugar, quiero evitar que tú, con un ágil movimiento de ojos, fijes la vista en el lugar más…, digamos, adecuado para asimilar una información que yo desconozco… y te vayas para siempre dejándome a mí sin saber qué hacer con la Chartham y cargando con toda la responsabilidad.
—Puedes estar seguro de que es más complejo de lo que tú crees —se defendió Catherine.
—Es posible, pero de momento no me has querido decir ni siquiera cuál es tu profesión —le recriminó Grieg—. En tercer lugar, con este tipo de objetos, si no es por una causa muy poderosa y justificada, es aconsejable no ser demasiado curioso. Por lo que puedo deducir, ese elaborado y misterioso cartapacio ya no es una materia sujeta a los vaivenes económicos del especulativo mundo del arte, con valores de compra y venta. Ya forma parte del mundo de las sombras… Deduzco por lo poco que me has contado, y lo mucho que yo intuyo, que la Chartham, como habéis convenido en llamarla, se ha convertido con el transcurrir de los siglos en un objeto de poder, en un arcano… Es más, ya nació con vocación de serlo… Fíjate en el significado de esas palabras en latín.
Gabriel Grieg señaló la parte superior de la cubierta.
—¿Te refieres a la frase en latín
«Lapis ad Caelis»?
—preguntó Catherine.
—Sí. Es un sibilino intento de parafrasear el modo en que, en la leyenda del Santo Grial, denominaban a la piedra, de esencia purísima, de la que se alimentaban los caballeros mientras permanecían en Munsalvaesche…
—Conozco esa leyenda, la denominaban de varias maneras, pero creo recordar que era «
lapsit exillis»…
—dijo Catherine, que dudó durante un instante.
—Exacto. Era una derivación de
«Lapis ex caellis»,
es decir, «piedra que cae, o que surge del cielo».
—La Chartham, por lo que tengo entendido, no está relacionada con el Santo Grial —argumentó Catherine—. Además, la frase que figura en la Chartham significa todo lo contrario. Aquí consta claramente:
«Lapis ad Caelis»…
—Que significa: piedra que asciende a los Cielos… El poder de la Tierra, el poder de los hombres, que desafía a Dios. El afán de elevar un pedazo de suelo hasta el cielo.
—Es un análisis interesante, pero no me has convencido para que no examine qué hay en su interior —dijo Catherine mientras ponía su mano sobre la de Grieg en un intento vano de que la apartase de la Chartham.
—La cornucopia —prosiguió Grieg, sintiendo sobre su mano la de Catherine, pero sin apartar la suya de la Chartham— también era una de las representaciones que se le otorgan al Santo Grial. Figura en las cuatro esquinas de la Chartham. Da la impresión, al cuadruplicarla, de que hiciese referencia al poder terrenal del clero. No te olvides de que Perrenot era un cardenal, es decir, un príncipe de la Iglesia.
—Es innegable —dijo Catherine, preocupada por el recelo de Grieg— que en menos de veinticuatro horas te estás convirtiendo en un experto en el tema.
—Este cartapacio, para mí, únicamente es un objeto de trueque. Lo tengo muy claro. Tú misma me previniste al respecto. Salvo que sea absolutamente imprescindible para salvar mi vida, ni me interesa ni siento curiosidad por saber qué encierra en su interior.
—No me puedes impedir que abra la Chartham… Estoy en mi absoluto derecho.
—Lo reconozco, pero yo también tengo un legítimo afán por saber quién eres y por qué viniste a buscarme a esta ciudad. ¿Te has preguntado alguna vez por qué la Chartham fue a parar a Barcelona?
—Ese tema no creo que nos importe ahora.
—Estás equivocada. Ésa es la razón por la cual tú y yo la hemos encontrado —dijo Grieg, convencido—. Si hubiese estado en cualquier otra ciudad, sería otro el que ocuparía mi lugar, mientras que quizá tú seguirías siendo la misma. Es primordial conocer la razón para seguir atando cabos…
—No lo sé —respondió Catherine—. No creo que nadie lo sepa. Durante siglos se buscó la Chartham en la universidad que fundó Perrenot de Granvela en 1562 en Douai, cerca de la Borgogne, y que en el siglo XIX se transformó en la Universidad de Lille. La buscaron en Besançon, en Amberes, en Madrid… La buscaron febrilmente por toda Europa. Desde principios del siglo XX hubo indicios razonables de que podía hallarse en Barcelona. Se llegó a la conclusión de que guardaba relación, sin que se supiera exactamente el motivo, con algunos insignes arquitectos catalanes, hasta que se perdió definitivamente el rastro en 1926. Lo que nunca nadie pudo saber es la razón por la cual la Chartham viajó en el siglo XVI a Barcelona.