—… una amiga en Lille estuvo a punto de intoxicarse… —Catherine interrumpió de golpe la frase—. ¿Que acabas de decir?
Gabriel Grieg la miró fijamente a los ojos.
—Lo que has oído. Esta rama de adelfa nos llevará a la Chartham.
—¿De qué extraño raciocinio nace esa locura? ¿Cómo una rama de
laurier rose
nos va a conducir a la Chartham?
—Te lo diré, pero antes me responderás a tres preguntas que, ahora mismo, voy a formularte.
—Gabriel, lo siento y te comprendo —dijo Catherine, moviendo lentamente la cabeza—. Toda la tensión que has tenido que soportar esta noche, los zombis del cementerio, el pudridero de piedra… Has estado a punto de morir ahogado. Toda esa tensión te ha jugado una mala pasada y necesitas un descanso. Es una verdadera lástima.
—¡Nunca me he encontrado mejor! ¡Ni más despierto! —exclamó Grieg, mirándola fijamente a los ojos—. Y te lo voy a demostrar.
—¿Cómo?
—No olvides que tú me hiciste pensar en claves que ya tenía olvidadas. Sé cosas que otros desconocen. Un niño de diez años ya se da cuenta de casi todo. Creo recordar vagamente el día que mi
padrí
—que, como ya sabes, en Cataluña es una persona que ejerce de tutor y segundo padre— preparó un extraño paquete para ser escondido aquí, es decir, ahí. —Grieg primero había señalado la cruz situada en el plano sobre la hipotenusa del triángulo y después de un modo enérgico hacia el Palau Robert.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¡Es un detalle importantísimo! —exclamó Catherine.
—Esos dos hombres que han entrado en el Palau Robert buscan la información que nosotros tenemos ampliada en este papel. —Grieg señaló las palabras escritas junto a la cruz y el lado del triángulo que simbolizaba la Avinguda de la Diagonal.
—Es probable que tengas razón, pero sé por experiencia que traducir esas malditas palabras es, de antemano, una tarea ímproba. Sé muy bien lo que digo. Será siempre un jeroglífico irresoluto.
Grieg se percató del «trabajo de campo» previo antes de contactar con él.
—¡Que el jeroglífico esté irresoluto no quiere decir que sea irresoluble! Estoy seguro de que fue una de las razones por las que recurriste a mí. ¿Me equivoco?
Los silencios que Catherine se veía obligada a guardar debido a las aseveraciones de Grieg le resultaban cada vez más insoportables.
—¿Puedes llegar a saber cuál es el significado de las palabras anotadas junto a la cruz del plano? —preguntó ella.
—Responderé a esa pregunta cuando tú seas absolutamente sincera conmigo.
—¿Qué quieres saber?
—¿Conoces al hombre de melena canosa que acaba de entrar en el Palau Robert?
—De ninguna manera. Es la primera vez que lo veo en mi vida —respondió Catherine con voz firme—. Ya te lo he dicho.
—Antes de formular la segunda pregunta, te hago saber que hoy he visto a ese hombre dos veces: una de ellas ha sido cuando nos hemos visto obligados a salir por una puerta lateral en el seminario. Ese individuo caminaba junto al mismo sacerdote que ha salido ahora del Mercedes de color negro. —Catherine, mientras oía las palabras de Grieg, apretaba fuertemente las mandíbulas—. ¿Tienes algo que añadir al respecto?
—No.
—De acuerdo. Segunda pregunta: ¿conoces al hombre del que te estoy hablando? Si respondes que no, te diré algo que sin duda hará que te replantees globalmente tu estrategia.
Catherine, por primera vez, no pudo disimular que tenía la respiración descompasada.
—¿Qué te ocurre, Catherine? Es una pregunta muy sencilla de responder. ¿Acaso guardas silencio porque necesitas tiempo para pensar? Te advierto de que el mutismo juega en tu contra. Estoy aquí para tratar de salvar mi vida, no para que tú te aproveches jugando con dos o tres barajas, y además marcadas.
—No, no lo conozco —dijo por fin.
—¿Y si, además, te dijera que ese hombre es el que vi en el callejón cuando estábamos a punto de salir de la iglesia Just i Pastor? ¡El mismo hombre que caminaba junto a Dos Cruces para «entrevistarnos» en la cripta! —Grieg elevó la voz.
Catherine demudó el rostro.
—Me acusas de estar haciendo trampas con las cartas marcadas, y en realidad eres tú el que pretendes colarme un farol para averiguar, por pasiva, si pertenezco a algún conciliábulo que, puedo asegurarte, únicamente existe en tu calenturienta imaginación. No me harás caer en la trampa… No.
—Mira, Catherine, por tu expresión intuyo que conoces a ese individuo. Si quieres llámalo… corazonada; pero me reafirmo en ello. No quiero tener alianzas con nadie que esté relacionado con los que me sepultaron en vida esta noche. No olvido que tú me salvaste la vida; por esa razón, te ruego que recapacites y evalúes si vale la pena mentirme en un asunto tan grave como éste. —El tono de Grieg cada vez era más seco—. ¿Conoces al individuo de la melena blanca?
—No te puedo contestar —respondió, Catherine.
—Ésa es una respuesta que no me satisface. Será mejor que me vaya. En estos momentos, el misterioso vínculo que nos unía se acaba de romper. Tú te vas por tu lado y yo por el mío. No puedo compartir mi…
—¡Está bien! ¡Está bien! —le interrumpió Catherine, con la voz quebrada—. ¡Dame un respiro! Estoy muy confusa y no puedo comprender cómo esa persona puede estar relacionada con Dos Cruces. ¡No lo entiendo! —Catherine permaneció inmóvil y jadeante; durante unos segundos miró con los ojos inundados en lágrimas hacia el pequeño pararrayos situado en lo más alto del obelisco—. ¡Está bien! ¡Tú ganas! Te responderé a esa pregunta, pero con una sola condición.
—Te escucho.
Grieg la miró, intrigado.
—Cuando estábamos en el claustro del seminario ese hombre de melena canosa, aunque fuese de lejos, ¿llegó a verme?
Catherine aguardó la respuesta de Grieg mientras éste percibía la compleja trama de intereses a la que ella parecía enfrentarse. Meditó pausadamente antes de responderle. Finalmente optó por decirle la verdad y no especular en aquellos momentos.
—No —respondió Grieg—. Estábamos en la parte superior del claustro y él tenía la cabeza girada hacia el sacerdote. Puedo afirmar con toda rotundidad que no nos vio, ni el tipo del cabello largo y canoso ni el sacerdote.
—Sí —admitió lacónicamente Catherine—. Conozco a ese hombre. Ese hombre es…
—Está bien. Te creo —le interrumpió Grieg, mirando hacia la puerta del Palau Robert—. Dejemos eso por ahora. Ya tendrás tiempo de explicármelo. ¡La Chartham nos está esperando!
Los acontecimientos se precipitaban a un ritmo tan endiabladamente acelerado que impedían cualquier tipo de análisis mínimamente meditado. En ese preciso instante, vieron que el hombre del pelo blanco salía por la puerta principal del Palau Robert y se dirigía, junto al sacerdote, hacia la zona enrejada del jardín que permanecía inaccesible al público.
—Están entrando en los jardines del Palau Robert y parecen no ponerse de acuerdo. Sin duda buscan algo —intuyó Catherine, que trató de aguzar la vista al máximo.
—Me doy cuenta. Están haciendo lo que yo esperaba, pero quiero que reafirmen mi hipótesis para ganarles la partida: encontrar lo que buscan antes que ellos. Quiero que me muestren alguna carta más de su juego.
Los dos hombres, a los que se les unió un tercero que provenía del interior del palacio, subieron por una escalera de piedra a un edificio accesorio situado junto al parque. Movían los brazos ostensiblemente y tomaban las medidas a una ventana reparada recientemente. Gabriel Grieg y Catherine no perdían ningún detalle de sus movimientos.
—Tal vez buscan el enclave secreto del que antes me hablabas. Están junto al respiradero de lo que parece un antiguo sótano.
—Lo sé —dijo Grieg, sonriendo y agitando un poco la rama de adelfa.
—Quieres hacer el favor de decirme qué relación tiene la Chartham con esa rama de
laurier rose.
¡Dímelo o tírala de una vez! No me gusta nada esta planta.
Catherine exigió que Grieg se explicase.
—Recuerdo, como en un ensueño, aquella mañana de otoño… Mi
padrí
entró en el cobertizo situado en el patio de la casa y me arrancó el cuaderno de dibujo de las manos. El mismo cuaderno que llevas en tu bolsa. Me requisó mis pequeños amuletos de piedra y me interrogó de la manera más pormenorizada que nadie lo ha hecho nunca…
Mientras hablaba, continuaba sin perder detalle de los movimientos de los tres hombres sobre la terraza del pequeño edificio auxiliar.
—… tenía en sus manos un objeto rectangular y plano y un reloj antiguo de sobremesa. Los introdujo en una bolsa de plástico y después los metió en una vieja maleta de piel negra, que anteriormente estuvo buscando por todos los rincones de la casa. Una vez que dio con ella, sin demora, introdujo la maleta negra en un saco de arpillera. Se dirigió hacia un arbusto del pequeño jardín y cortó varias ramas de él; a continuación, las introdujo en el interior del saco y lo cosió después, a mano, con una aguja saquera.
—Lo que rememoras es trascendental —exclamó Catherine—, es como si se dispusiera a enterrarlo.
—Ahora lo comprendo todo —dijo Grieg, mirando hacia un punto inconcreto del Passeig de Gracia—, estaba protegiendo el contenido del saco de arpillera con esquejes de adelfa, que, como bien sabes, ahuyenta toda clase de insectos y hasta a las ratas… Pero dejemos eso ahora. —Grieg tomó entre sus manos la ampliación del plano del triángulo y se concentró para tratar de interpretar, a toda costa, las palabras escritas junto al aspa situada en el triángulo—. Dime si descienden por las escaleras hasta el sótano.
—Sí, así es. Están bajando por unas escaleras y se dirigen hacia la parte posterior de una construcción que tiene forma de…, como de…
Catherine no encontró la palabra adecuada; sin embargo, a Grieg le proporcionó la clave para comprender lo que estaba escrito sobre la hipotenusa del triángulo.
—¡De violín! ¡Tiene forma de violín!
—Sí. Parece un gran violín ¿Por qué te sorprende tanto?
—Aquí pone:
«Violí Cinc d'oros»
—festejó Grieg—. ¡El violín de la Plaça Cinc d'Oros!
Catherine tenía el suficiente conocimiento del catalán como para saber que la frase que acababa de pronunciar Grieg era un auténtico galimatías.
—¿El violín del «Cinco de oros»?
—Antiguamente, esta plaza, antes de erigirse el monolito, tenía cinco grandes farolas con la base de piedra. El ingenio popular hizo que se la conociese como «Cinco de oros», porque se parecía a un gran naipe. Aún hay gente que la sigue llamando así.
—¡O sea que están entrando en el lugar donde está escondida la Chartham! —exclamó, exasperada, Catherine—. ¡Se nos han adelantado ante nuestras propias narices!
Grieg dejó el papel y empezó a observar detenidamente la rama de adelfa. Parecía calcular la distancia que mediaba entre los Mercedes aparcados en la Avinguda Diagonal y el lugar hacia el que ya se estaba encaminando.
—¡Sígueme! —dijo por fin.
—¿Hacia dónde vas?
—¿Te gustaría tener la Chartham en tu poder?
Catherine se llevó una mano a la oreja.
—¿Cómo dices?
—Sígueme y no hagas ningún movimiento que pueda infundir sospechas —le advirtió Grieg, que la tomó de la mano.
Empezaron a caminar con el paso muy lento por los jardines de Salvador Espriu. El cielo amenazaba tormenta. Se dirigieron hacia el monumento dedicado a Pompeu Fabra y se detuvieron junto a él. Grieg miraba constantemente hacia el camión que había estado a punto de atropellarlos.
El camionero, tras recoger un saco terrero situado junto al Palau Robert, estaba cargando otros cinco, provenientes de unas obras de rehabilitación que estaban llevando a cabo en la casa Buenaventura Ferré.
—¿Se puede saber qué estás tramando? —preguntó Catherine, desconcertada.
—Nada. Tú sigue disimulando y pon cara de enamorada, y sobre todo, no te muevas de mi lado.
Grieg pasó junto a la cabina del camión y vio que el camionero cargaba un saco de escombros con la grúa que llevaba incorporada en el mismo vehículo. De improviso, abrió la puerta situada al lado del asiento del acompañante y sacó las llaves que estaban puestas en el contacto y las escondió junto al embrague. A continuación se apoderó del teléfono móvil del camionero depositado en el salpicadero.
En cuestión de segundos volvía a pasear junto a Catherine por los jardines.
—¿Se puede saber por qué narices le has robado el teléfono al camionero? —preguntó Catherine, desbordada.
Si para Grieg la acción que estaba llevando a cabo era el delicado encaje de un complicadísimo rompecabezas, para Catherine era la constatación palmaria, por triste que le resultara reconocerlo, de que él se había vuelto completamente loco.
—Muy pronto lo sabrás —aseguró Grieg, abriendo su pequeña navaja de cachas nacaradas y aproximándose a un gran arbusto de adelfas situado en la zona alta de los jardines—. Ten, sostén el teléfono mientras corto unas ramitas de adelfa para hacer un ramo.
—¿Un ramo? ¿Ahora vas a hacer un ramo de adelfas? ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
Grieg se dirigió hacia el arbusto y cortó cinco pequeños tallos de adelfa y volvió junto a Catherine, que tenía el rostro blanco como el papel. Las ramas por donde habían sido cortadas exudaban un líquido, muy similar al látex, de color blancuzco.
—La adelfa es una planta muy especial —expuso Grieg—. En Barcelona está presente en casi todas las plazas públicas. Mi
padrí
las adoraba; cuando yo era niño, me decía que era una planta de la que debía apreciarse su belleza, pero sin rozarla jamás. Los jardineros la valoran mucho porque no hay insecto que la toque. Es tan venenosa que, como tengas la mala suerte de que te pongan unas pocas hojas de éstas mientras hierve la sopa, te vas al otro barrio…
—¿Vas a darme ahora una clase de botánica mientras esos tipos están a punto de encontrar la Chartham? ¿Estás chiflado o qué?
Catherine se llevó un sobresalto cuando empezó a vibrar el teléfono del camionero que ella sostenía entre sus manos. Grieg dejó que sonase el teléfono algunos segundos antes de contestar a la llamada.
—¿Quién llama?
Catherine aspiró fuertemente el aire que penetró a toda velocidad en sus pulmones. Se había sobrecogido al escuchar la voz rota y barriobajera con que Grieg estaba hablando.
—Buenos días, ¿señor Morales? —preguntó la voz.