—¿Estás completamente seguro de lo que dices? —preguntó Catherine, que no llegaba a entender la estrategia de Grieg.
—Absolutamente. Les llevamos apenas unos minutos de ventaja. Ahora mismo, estarán a punto de comprender que alguien volvió a colocar la Chartham en un lugar donde estuvo anteriormente. Habrán descartado numerosos enclaves y, por eliminación, y con la ayuda del códex de la cripta, en cuestión de minutos, los tendremos aquí. Catherine, debes convencerte de que entrar ahora en el edificio sería un error —advirtió Grieg bajo las doradas letras «P.R.» forjadas y engarzadas sobre la puerta de hierro del jardín.
—No te comprendo, Gabriel. Desde la calle… ¿Qué podemos hacer?
—La Chartham puede estar escondida bajo cualquier baldosa. ¿Qué pretendes que hagamos? —suspiró Grieg, abriendo las manos y encogiendo los hombros—. ¿Como esta noche alrededor de los peristilos en el cementerio? ¿Quieres que subamos ahora mismo al Palau Robert y vayamos levantando, una a una, las losas del suelo con el martillo y el cortafrío?
—No, pero debemos encontrar un punto medio.
—No se trata de encontrar ningún punto medio. Estamos buscando la Chartham —aseguró Grieg de un modo concluyente—. No pienso estar en el interior del edificio cuando lleguen esos tipos.
—Entonces, ¿qué propones? —preguntó Catherine, en el límite mismo de adoptar la drástica decisión de entrar en el Palau Robert en solitario.
—Debemos razonar, del mismo modo que debió de hacerlo Joan Martorell al esconder la Chartham.
—¡Eso es imposible! ¡Y tú lo sabes! ¡No se trata de pensar del mismo modo que Joan Martorell! Si acaso… —exclamó con el tono de voz muy crispado Catherine— sería a la manera que debió hacerlo la persona que la volvió a esconder otra vez en el Palau Robert.
—Para el caso es lo mismo —dijo Grieg.
Catherine cada vez se mostraba más turbada.
—¿Cómo va a ser lo mismo, Gabriel? ¡Entre un hecho y el otro transcurrieron más de sesenta años!
—Eso tiene una muy fácil explicación —adujo Grieg—. Quien retornó la Chartham a su antiguo escondrijo tenía acceso a la documentación que, según mi hipótesis, llevaba «adjunta» la Chartham.
—Eso es muy fácil de decir, pero imposible de confirmar. ¿Cómo puedes saber algo así?
Catherine, muy confusa, dibujó en sus facciones una expresión sombría, como si su rostro fuese uno más de los oscuros nubarrones que cubrían el cielo de Barcelona en esos momentos.
—Porque es más que probable —mientras hablaba, Grieg movía con convicción su mano derecha— que Joan Martorell y el selecto grupo de arquitectos a los que él hizo partícipes de su enigmático descubrimiento de la Chartham, y que ellos llamarían de otra manera, llevaran un cuidadoso cuaderno de bitácora donde irían anotando todas las incidencias y cambios de ubicación que acontecieron.
—¿Por qué alguien escondería la Chartham, sesenta años después, en un lugar donde estuvo anteriormente? ¿Qué poderosas razones tendría para ello?
—¡Exactamente ésa es la clave, Catherine! Ese es el misterio que debemos desentrañar en tan sólo unos minutos.
Mientras pronunciaba la frase, Grieg sintió una verdadera conmoción interior, al sospechar que él mismo hubiese sido el causante de aquella, más que enigmática, incomprensible decisión.
—Por primera vez, desde que nos conocemos, discrepo profundamente con tu manera de actuar. Estoy segura de que permanecer en el exterior de ese edificio —Catherine señaló con rabia hacia el lugar donde creía que permanecía oculta la Chartham— es un error. Un error de consecuencias incalculables para ti, para mí y para muchas más personas de las que puedes llegar a imaginar. ¡Ya no sé qué pensar! Me ha costado mucho llegar hasta aquí para cruzarme de brazos ahora…
—Catherine, tú has de hacer lo que creas más conveniente en relación con tus «intereses», o para defender «los intereses a los que representes». A mí, únicamente me mueve el hecho de salvar mi propia vida y, para qué negarlo a estas alturas: deseo descubrir qué tiene que ver todo este embrollado asunto conmigo. Ya es una cuestión personal.
Catherine guardó silencio. Un silencio que sabía inmerecido y desleal hacia Grieg.
—Debemos ser plenamente conscientes de que en la situación actual nadie vendrá en nuestra ayuda como en la catedral —dijo Grieg, mirando fijamente a los ojos de Catherine y moviendo en círculo su dedo índice derecho—. Ahora necesitamos… —Grieg no quiso emplear ningún vocablo al uso, relacionado con lo sobrenatural, y prefirió reorientar el sentido de la frase—… un análisis tan globalmente externo del tema que debería tratarse de un modo casi… holográfico.
En aquel momento, al disponerse a doblar la esquina del Passeig de Gracia, un camión que transitaba sobre la acera estuvo a punto de arrollarlos. Frenó de golpe, escasamente a un palmo de Grieg y de Catherine; les dio un susto de muerte. Se trataba de un camión de transporte de sacos terreros que incumplía, para ahorrarse unos minutos en la recogida de un contenedor, no sólo las normas de circulación, sino también varios artículos del Código Penal.
Gabriel Grieg, que caminaba algo adelantado con respecto a Catherine y había estado a punto de ser atropellado, contuvo con dificultad la indignación que le produjo aquel conductor irracional y su temeraria manera de conducir.
Ni siquiera le miró a la cara.
«Ahora no es el momento de descargar en este pobre energúmeno toda la tensión que llevo acumulada desde que empezó esta locura… Ahora no es el momento», pensó Grieg, que trató de tranquilizarse.
Ni protestó en voz alta.
No quería perder el hilo de la conversación que estaba manteniendo con ella. Nada, en aquellos momentos, le hubiese parecido más irracional que empezar a discutir con aquel insensato camionero. Catherine vino en su ayuda. Había llegado a la misma conclusión.
—Ese tipo o es un demente o un borracho. O las dos cosas. Déjalo, no merece la pena discutir con él.
Grieg, para recuperar la concentración, bajó la cabeza y miró al suelo. Vio una rama caída de un árbol, de hojas alargadas, y muy parecidas a las del laurel.
Se agachó y la tomó entre sus dedos.
Aquel hecho fortuito puso en marcha un proceso mental que cambiaba el enfoque que tenía del problema hasta ese momento.
—Creo haber encontrado la causa por la cual no terminaba de centrar totalmente mi atención en el tema —dijo Grieg mientras sostenía en la mano la rama que acababa de recoger del suelo.
—Ojala tu teoría haga que me alegre de no haber entrado antes y en solitario en el edificio —suspiró un tanto aliviada Catherine.
—El problema radica en que analizamos el Palau Robert tal como lo vemos en la actualidad y con la función que desempeña hoy. En los años setenta puedes estar segura de que su aspecto y su accesibilidad no tenían nada que ver con lo que vemos ahora…, con su jardín público y sus exposiciones de libros infantiles y sus auxiliares engalanados para la ocasión… En los primeros años setenta, su aspecto exterior era muy siniestro, como de fortaleza inconquistable, blindado de cara al exterior. Si te sorprendían en su interior, cometiendo allanamiento de morada, con las leyes del momento te ibas de cabeza a la cárcel por espacio de lustros.
—¿Adonde quieres ir a parar?
—Que vistas así las cosas, es más probable que esté en el exterior que entre las paredes del palacio.
—Eso parece una buena noticia —sonrió Catherine—. ¿Crees que puede estar enterrada entre las palmeras del jardín, como si se tratase de un tesoro en una isla del Caribe?
—Te aseguro que si alguien tomó la decisión de retornar la Chartham al lugar donde estuvo a principios del siglo XX y la enterró en el jardín central…
Grieg hizo una pausa.
—Sí. ¿Qué pasa si tomó esa decisión? —preguntó Catherine vivamente interesada.
—Si tomó esa decisión… —prosiguió Grieg—, olvídate de encontrar hoy la Chartham. Si fuese así deberíamos empezar a buscarla por nuevos derroteros. Hace varios años que remodelaron totalmente el jardín. Removieron toneladas de tierra hasta reformarlo por completo.
Catherine volvió a mostrarse confundida, mientras caminaba junto a Grieg en dirección hacia una fuente que servía de pedestal a la estatua de un niño con una rana entre las manos.
—En una ocasión —Grieg trató de elevarle la moral a Catherine—, me dijiste que no debería preocuparme qué era la Chartham, sino dónde estaba. Ahora soy yo el que te digo que no debe importarte por qué la retornaron a uno de sus antiguos enclaves, sino dónde lo hicieron.
—
Touché!
—exclamó Catherine, moviendo rápidamente su mano derecha como si llevase en ella un invisible florete.
—Si el interior del edificio le resultó completamente inaccesible a la persona que retornó la Chartham al Palau Robert, quizá la pudo esconder en las antiguas cocheras —indicó Grieg, que volvió a mirar el plano del triángulo—. ¡Si supiera el significado de estas palabras…!
—¿Qué palabras?
—Las que figuran junto a la cruz que está marcada en la Avinguda Diagonal —susurró Grieg, señalando en una copia del plano del triángulo que ella le había proporcionado con anterioridad—. El texto que está junto a la hipotenusa y en su mismo centro. ¿Has intentado traducirlas?
Catherine no contestó, pero debido a la expresión que se dibujó en su rostro, Grieg dedujo que aquellos cuatro grupos de letras habían sido estudiados por eminentes criptografólogos, pero sin resultados concluyentes.
Grieg seguía mirando de soslayo, mientras cruzaba la Avinguda de la Diagonal, la pequeña rama que había recogido del suelo. Se dirigían hacia los jardines de Salvador Espriu, situados a escasos metros del Palau Robert y desde donde el edificio era visible en su totalidad.
—No creo que sea una buena idea alejarse del Palau Robert —advirtió Catherine junto a unas escaleras que daban acceso a un aparcamiento.
—Es una idea de primera, y si no me crees, fíjate quién viene por ahí.
Catherine miró en la dirección que señalaba el dedo de Grieg.
Hacia el Passeig de Gracia.
Vio que a la altura del edificio de la Pedrera ascendía a toda velocidad una comitiva formada por cuatro Mercedes-Benz de color negro.
—¡Maldita sea! —exclamó, indignada—. ¡Ya están aquí! ¿Cómo es posible que se nos estén adelantando delante de nuestras propias narices y no hagamos nada por impedirlo?
La comitiva de automóviles llegó hasta el obelisco situado en el centro de la Plaça Joan Caries I y, sin sobrepasarlo, mediante una maniobra antirreglamentaria, se colocaron sobre la acera junto al Palau Robert, en el mismo lugar que acababa de dejar libre el camión que estuvo a punto de arrollar a Catherine y a Grieg.
—¿No vamos a hacer nada? —insistió de nuevo Catherine.
—Sí.
—¡Dímelo, rápidamente! Estoy en blanco. No se me ocurre nada —aseveró ella.
—Vamos a «interpretar» cada una de sus acciones y cada uno de sus movimientos. Tengo un plan. Bueno, más que un plan es una sospecha, y si no ando equivocado, ellos me la confirmarán —dijo Grieg, dirigiendo la mirada hacia el centro de los Jardinets de Gracia.
—Espero, por nuestro propio bien, que tengas razón.
Gabriel Grieg no perdía detalle de las reacciones de Catherine, y no le pasó desapercibida, aunque ella tratase de disimularla, la expresión de profundo desconcierto que reflejaba su rostro. Dos hombres habían descendido de las puertas posteriores de un coche blindado en dirección a la puerta principal del Palau Robert. Uno de ellos iba vestido con una sotana; al otro, Grieg lo reconoció inmediatamente debido a su larga melena rizada y canosa.
Los guardaespaldas rápidamente adoptaron discretas posiciones alrededor de los automóviles.
Catherine, mientras Grieg la observaba de reojo, se llevó varias veces la mano a la garganta, como si no pudiese tragar su propia saliva.
—¿Conoces al hombre de la melena canosa? —preguntó Grieg, mirando fijamente a Catherine.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Por la cara que has puesto…, así me lo ha parecido.
—Será mejor que no perdamos el tiempo. Estamos divagando —trató de disimular Catherine cada vez más nerviosa—. Reconozco que has hecho deducciones brillantes, por eso, desde que hemos llegado al Palau Robert te he concedido un margen de confianza, pero ahora que nos encontramos en el momento crucial creo que te estás yendo por las ramas.
Catherine miró el tallo que Grieg sostenía en su mano.
—De acuerdo. Coincido contigo en que el momento es crucial. Voy a exponerte cuál es mi plan —declaró Grieg mientras volvía a mirar hacia el centro de los jardines de Salvador Espriu y después hacia el plano de la ampliación del triángulo—. Te lo diré… cuando me hayas respondido a tres preguntas que voy a formularte.
—¡Gabriel, ahora no es momento de cuestionarios! ¡Debemos reaccionar inmediatamente!
—Presiento que aquí está ocurriendo algo muy extraño. Me siento como una marioneta en la cuerda floja. Algo así como si las hombreras de mi chaqueta estuviesen cosidas a unos hilos invisibles, pero muy resistentes, hilos manejados por ti, Catherine.
—¡Ahora no! ¡Por favor! Ahora no me vengas con metáforas —exclamó ella, tratando de centrar su atención en el grupo de automóviles situados alrededor del Palau Robert.
—Te voy a hacer tres preguntas —insistió Grieg—. Si deduzco que vuelves a mentir, y aunque sea una apreciación personal, me iré de inmediato y no volverás a verme nunca más. Pero ten en cuenta que yo encontraré la Chartham antes que tú…, o que vosotros.
—¡Por favor, Gabriel, no te pongas melodramático! —protestó Catherine, indignada—. Te repito que no sé a qué te refieres. Además cada vez me estás poniendo más nerviosa con esa maldita ramita que llevas en la mano de…
laurier rose,
no sé cómo la llamáis aquí…
Grieg miró la rama que sostenía en la mano y sonrió como parte de su estrategia para sonsacarle el máximo de información.
—Aquí la llamamos adelfa, pero también tiene el nombre de «falsa rosa».
—Bueno, da igual. Lo único que quiero que sepas es que sus hojas, más que tóxicas, son venenosas. Como sigas toqueteando esa rama vas a tener un serio problema. Recuerdo una vez que…
—Esta rama nos llevará a la Chartham.
Gabriel Grieg había interrumpido a Catherine, aunque ella no se dio cuenta de lo que le había dicho hasta transcurridos unos segundos.