El alienista (45 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
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Cada movimiento del asesino había confirmado nuestras teorías respecto a su naturaleza y a sus métodos. Pero el aspecto más importante de su conducta, por lo que a Kreizler se refería, era la atención que había prestado a nuestros esfuerzos y su ataque a Cyrus. ¿Por qué había elegido llevarse a Ernst Lohmann, si sabía que nosotros estábamos vigilando? Y una vez decidido por este plan tan peligroso, ¿por qué se había limitado a dejar inconsciente a Cyrus, en lugar de matarlo? A fin de cuentas, aquel hombre sabía que si lo atrapaban iría a la horca, y que sólo podían colgarlo una vez. ¿Por qué correr el riesgo de que Cyrus le plantara batalla, viera a su atacante durante la pelea y viviera para contarlo todo? Kreizler no estaba muy seguro de que pudiéramos responder de un modo definitivo a todas estas preguntas, pero al menos estaba, claro que el hombre había disfrutado aquella noche con la sensación de haber corrido un gran riesgo. Y, dado que sabía que nos estábamos acercando cada vez más, tal vez dejar a Cyrus vivo fuera una forma de desafiarnos, al mismo tiempo que una súplica desesperada.

Por muy importante que esto fuera, mientras Kreizler hablaba yo no podía evitar que mi mente viajara hacia lo que había ocurrido en Bedloe’s Island aquella noche. Debajo de la gran estatua de Bartholdi– que para muchos simbolizaba la libertad, pero que ahora, en mi mente, era un irónico emblema de la esclavitud de nuestro asesino a una mortal obsesión—, otro muchacho había hallado un final terrible e inmerecido. Intenté sofocar la vaga pero poderosa imagen de un muchacho al que nunca había visto, atado y de rodillas debajo de la estatua de la Libertad, confiando plenamente en el hombre que estaba a punto de retorcerle el cuello, y luego experimentando el breve, repentino e insoportable horror de comprender que le había entregado imprudentemente su confianza, y que por su error iba a pagar el más elevado de los precios posibles. Seguidamente, en una rápida sucesión, otras imágenes centellearon por mi mente: primero el cuchillo, aquel terrible instrumento creado para enfrentarse a los peligros de un mundo muy distinto al de Nueva York; a continuación los movimientos, morosos y precisos de aquella hoja a través de la carne, y los tajos poco profundos, miserables, en las extremidades; la sangre, al no ser bombeada ya por el corazón, derramándose sobre la hierba y las piedras mediante pausados y densos riachuelos; y el nauseabundo chirriar y rechinar de la afilada hoja de acero contra las órbitas oculares… En aquello no había nada que se pareciera a la justicia o a la humanidad. Fuera cual fuese el medio con que Ernst Lohmann se ganara la vida, o su equivocación al confiar en un desconocido, el castigo era desmesuradamente severo, el precio abominablemente elevado. Cuando mi atención regresó a la conversación que allí tenía lugar, oí que Kreizler musitaba con un ansia frustrada:

— Algo… Tiene que haber algo nuevo que hayamos averiguado esta noche.

Ni Marcus, ni Lucius, ni yo dijimos nada; pero Stevie, que nos miraba indeciso, parecía tener algo que decir, y finalmente lo soltó:

— Bueno, hay una cosa, doctor.— Kreizler se volvió expectante hacia él—. Que se está quedando calvo.

Y entonces me acordé de la cabeza que nos había parecido la de Lucius, pero que iba unida a un cuerpo demasiado alto para ser el del sargento detective.

— ¡Es cierto!— exclamé—. Le hemos visto… ¡Oh, Stevie! ¡Por un momento lo hemos visto!

— ¿Y bien?— inquirió Kreizler—. ¿No habéis visto nada más?

Miré a Stevie, quien se limitó a encogerse de hombros. Evoqué aquel preciso momento, ansioso por descubrir un detalle olvidado, un instante desapercibido en el que claramente había visto, algo… La coronilla de una cabeza calva. Esto era todo cuanto había podido ver.

Kreizler suspiró decepcionado.

— ¿Calvo, eh?— preguntó, al tiempo que escribía el dato en la pizarra—. Bueno, eso es más de lo que sabíamos ayer.

— No parece gran cosa— dijo Lucius—, si lo comparamos con la vida del muchacho…

A los pocos minutos, Sara volvió a telefonear por fin. El cuerpo de Ernst Lohmann ya iba camino del depósito de cadáveres del Bellevue. Como es natural, el vigilante que lo había encontrado no había visto nada del asesinato, pero poco antes de descubrir al chico muerto había oído un ruido que podía ser de una lancha a vapor alejándose de la isla. Roosevelt le había dicho a Sara que necesitaría algún tiempo para librarse de los oficiales de la policía que le acompañaban; que si queríamos encontrarnos con él en el Bellevue a las seis y media estaba seguro de que nos permitirían examinar el cadáver sin impedimentos. Esto nos dejaría libre algo más de una hora, así que decidí ir a casa para bañarme y cambiarme de ropa antes de reunirme con los demás en el depósito.

Cuando llegué a Washington Square descubrí que mi abuela, sorprendentemente, todavía estaba durmiendo. En cambio Harriet ya estaba levantada, y se ofreció para prepararme el baño. Mientras subíamos las escaleras, le comenté lo del profundo sueño de mi abuela.

— Oh, sí, señor— dijo Harriet—. Desde que se enteró de la noticia ha estado mucho más tranquila.

— ¿La noticia?— inquirí, confuso por el cansancio.

— ¿Es que no se ha enterado, señor? La noticia sobre el horrible doctor Holmes… Salió en todos los periódicos ayer. Creo que el Times todavía está en la galería, si quiere que se lo…

— No, no—— la interrumpí cuando se disponía a bajar——. Ya iré yo. Usted prepáreme el baño, Harriet, y seré su esclavo toda la vida.

— No hace falta, señorito John— contestó, volviendo a subir.

Encontré el Times del día anterior en la galería de cobre y cristal, junto al sillón favorito de mi abuela. El reportaje se anunciaba a toda página en la portada: Holmes impertérrito hasta el final. En Filadelfia el famoso doctor torturador había muerto en la horca después de confesarse, sin ningún tipo de remordimientos, autor del asesinato de veinte personas, la mayoría mujeres a las que había conquistado y robado. La trampilla había caído a las 10.12 de la mañana, y veinte minutos después lo habían declarado muerto. Como medida suplementaria— el periódico no explicaba contra qué—, después de meterle en el ataúd lo habían llenado de cemento, luego lo habían depositado en una fosa de tres metros en un cementerio anónimo, dentro de la que habían vertido otra tonelada de cemento.

Mi abuela aún no se había despertado cuando volví a salir de casa, en dirección al Bellevue. De hecho, más tarde supe por Harriet que había estado durmiendo hasta pasadas las diez.

27

Tal como acontecieron las cosas, al final la mayor dificultad en la visita al depósito de cadáveres el lunes por la mañana no se debió a ningún enfrentamiento con el personal de la institución. Todos eran demasiado novatos (recientemente habían sustituido a un grupo al que habían despedido por vender cadáveres a los estudiantes de anatomía, a ciento cincuenta dólares cada uno) y poco seguros de su autoridad para enfrentarse a Roosevelt. No, nuestra mayor dificultad consistió simplemente en entrar en el edificio, pues se había concentrado allí otra encolerizada multitud de vecinos del Lower East Side para exigir una explicación de por qué seguían asesinando a sus chicos, y por qué aún no se había detenido a ningún sospechoso. La gente estaba mucho más indignada que la que se había reunido frente a Castle Garden. No se mencionaba para nada la profesión de Ernst Lohmann o su forma de vivir (al parecer no tenía familia a la que pudiéramos localizar): al muchacho se le retrataba como a un inocente, abandonado, a merced del Departamento de Policía, del Gobierno Municipal y de una clase alta a la que no le importaba cómo vivía ni quién era el responsable de su muerte. Esta exposición más sistemática— por no decir política— de la situación de Lohmann y de las comunidades de inmigrantes en general, podía deberse a que había un buen número de alemanes entre la multitud. Pero yo sospechaba que tenía que ver mucho más con la creciente influencia de Paul Kelly, aunque no le vi a él ni a su berlina por ningún lado cerca del depósito de cadáveres cuando nos abrimos paso hacia allí entre la multitud.

Entramos en el deprimente edificio de ladrillo rojo por una puerta trasera de hierro negro; Sara, los Isaacson y yo apiñados en torno a Laszlo para que nadie pudiera ver su cara. Roosevelt se reunió con nosotros en el vestíbulo, y después de despedir a un par de ayudantes que querían saber qué buscábamos nos acompañó directamente a la sala de disección. Era tan intenso el hedor a formol y a descomposición en aquella nauseabunda cámara, que parecía desconchar la amarillenta pintura de la paredes. En cada esquina había mesas con cadáveres tapados, y antiguos y desportillados tarros de especímenes con distintas partes del cuerpo humano, colocados en una serie de estantes combados. En el centro del techo colgaba una enorme lámpara eléctrica y debajo de ésta había una oxidada mesa de operaciones, que, en un lejano pasado, se habría parecido sin duda a las que Laszlo tenía en el anfiteatro del sótano del Instituto. Encima de la mesa se hallaba un cuerpo, cubierto con una sábana húmeda y sucia.

Lucius y Kreizler se acercaron de inmediato a la mesa y Lucius aparto la sábana de un tirón, deseando enfrentarse lo más pronto posible— pensé yo— al muchacho de cuya muerte se sentía plenamente responsable. Marcus le siguió de cerca, pero Sara y yo nos quedamos junto a la puerta pues no queríamos aproximarnos al cadáver si podíamos evitarlo. Kreizler sacó su pequeño bloc de notas y a continuación empezó el recitado habitual: Lucius enumerando las heridas que el muchacho había sufrido, con voz monótona a la vez que— paradójicamente— apasionada.

— Extirpación completa de los genitales por la base… Extirpación de la mano derecha justo por encima de la articulación de la muñeca: tanto el cúbito como el radio perfectamente cercenados… Heridas laterales en la cavidad abdominal, con los consiguientes daños en el intestino delgado… Daños masivos en todo el sistema arterial dentro del tórax, y aparente extirpación del corazón… Extracción del ojo izquierdo, con los consiguientes daños en el hueso malar y en el borde supraorbital de este lado… Extirpación de las secciones del cuero cabelludo que cubren los huesos occipital y parietal del cráneo…

Era sin duda una siniestra enumeración, y yo intentaba no escucharla, pero uno de los últimos datos me llamó la atención.

— Perdona, Lucius— le interrumpí—, pero ¿has dicho que le han extraído el ojo izquierdo?

— Sí— fue su respuesta inmediata.

— ¿Sólo el izquierdo?

— Sí— contestó Kreizler—. El derecho está intacto.

Marcus nos miró nervioso.

— Han debido interrumpirle.

— Parece la explicación más razonable— comentó Kreizler—. Probablemente detectó al vigilante que se acercaba.— Luego señaló el centro del cuerpo—. Esto del corazón es nuevo, sargento detective.

Marcus se acercó presuroso a la puerta.

— Comisario Roosevelt— dijo—, ¿podría concedernos otros cuarenta y cinco minutos aquí?

Roosevelt comprobó la hora.

— Será muy justo. El nuevo encargado y su personal suelen llegar a las ocho. ¿Por qué, Isaacson?

— Necesito algunas cosas de mi equipo… Para un experimento.

— ¿Un experimento? ¿Qué clase de experimento?— Para Theodore, reconocido naturalista como era, la palabra experimento tenía tanta fuerza como la palabra acción.

— Hay algunos expertos— explicó Marcus— que piensan que, en el momento de la muerte, el ojo humano registra permanentemente la última imagen que ve… Se cree que la imagen puede fotografiarse utilizando el propio ojo a modo de lente. Me gustaría comprobarlo.

Roosevelt consideró unos instantes la propuesta.

— ¿Cree que el muchacho puede haber muerto mirando al asesino?

— Existe la posibilidad.

— ¿Y la persona que lo examine después podría descubrir que ha hecho usted la prueba?

— No, señor.

— Hummm. Es una idea. De acuerdo.— Theodore asintió abiertamente—. Vaya a buscar su equipo. Pero se lo advierto, sargento detective, a las ocho menos cuarto tenemos que estar fuera de aquí.

Marcus salió disparado hacia la puerta posterior del edificio. Cuando se hubo marchado, Lucius y Kreizler siguieron manoseando y hurgando en el cadáver, y al final me dejé caer al suelo, agotado y desalentado más allá del punto en que las piernas podían sostenerme. Miré hacia Sara con la esperanza de hallar cierta comprensión en su rostro, pero en cambio vi que miraba fijamente el extremo inferior de la mesa de disección.

— Doctor— dijo por fin, con voz queda—, ¿qué es lo que le ocurre al pie?

Laszlo se volvió, miró a Sara, luego siguió la mirada de ella hasta el pie derecho del muchacho muerto, que colgaba por encima del borde de la mesa. Parecía hinchado y mostraba un ángulo extraño en relación con la pierna; pero aquello no era nada comparado con el resto de las heridas del cuerpo, de modo que no resultaba extraño que a Lucius se le hubiera pasado por alto.

Kreizler cogió el pie y lo examinó con atención.

— Talipes varus— anunció finalmente—. El muchacho tenía un pie zopo.

Esto atrajo mi interés.

— ¿Un pie zopo?

— Sí— contestó Kreizler, dejando caer de nuevo la extremidad.

Supongo que esto era una muestra de hasta qué punto se habían entrenado nuestras mentes en las últimas semanas pues, agotados como estábamos, todavía fuimos capaces de deducir un importante conjunto de implicaciones a partir de una deformidad bastante corriente que había afligido a la última víctima. Empezamos a discutir estas implicaciones con todo detalle y proseguimos hasta que Marcus regresó con su equipo fotográfico y lo dispuso todo para tomar sus fotografías experimentales. Posteriores interrogatorios a quienes habían conocido a Lohmann en el Black and Tan confirmaron nuestras especulaciones, así que quizá valga la pena mencionarlas.

Sara sugirió que tal vez el asesino se hubiera sentido atraído hacia Lohmann debido a una especie de identificación con la condición física del muchacho. Pero si Lohmann se hubiera resentido ante cualquier comentario sobre su deformidad— algo muy posible en un muchacho de su edad y ocupación—, habría reaccionado negativamente ante tales expresiones compasivas. A su vez, esta reacción habría espoleado el odio habitual del asesino contra los muchachos altaneros. Kreizler estuvo de acuerdo con todo esto, y más tarde explicó que la traición inherente al rechazo de Lohmann hacia la compasión del asesino habría despertado en éste un odio nuevo y aun más profundo. Esto respondería perfectamente al hecho de que al muchacho le faltara el corazón: al parecer, el asesino pretendía llevar hasta un nuevo extremo las mutilaciones, pero el vigilante le había interrumpido. Todos sabíamos que esto provocaría nuevos problemas… No nos enfrentábamos a un hombre que reaccionara muy bien ante bruscas interrupciones en sus momentos de intimidad, por nauseabundos que éstos pudieran ser.

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