El alienista (41 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
10.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Asentí, volviendo a pensar en la información de Pomeroy.

— Lo que dijo sobre su madre y los otros chicos, que siempre le estaban mirando… ¿Piensas que eso fue realmente crucial?

— Por supuesto— asintió Kreizler, cuyas palabras empezaron a marcar un ritmo característicamente más rápido—. Y de ahí el énfasis en que la gente que poblaba su mundo no le quería tocar. ¿Recuerdas lo que ha dicho de que su propia madre se negaba a besarle en la cara? Es muy posible que el único contacto que conociera de pequeño fuera disciplinario, o para atormentarlo. Y a partir de ahí podemos trazar una línea recta hasta su violencia.

— ¿Y eso?

— Bueno, Moore, te contestaré con otra afirmación del profesor James. Es un concepto que a menudo explicaba en clase en los viejos tiempos, un concepto que me sacudió como un rayo cuando lo leí por vez primera en sus Principios.— Laszlo miró al cielo y se esforzó por recordar la cita con toda exactitud—: Si todas las cosas frías fueran húmedas y todas las cosas húmedas fueran frías, y si todas las cosas duras pincharan nuestra piel, y ninguna otra cosa lo lograra, ¿diferenciaríamos entonces entre frialdad y humedad, y dureza y pinchazo respectivamente? Como de costumbre, James no llevaría su idea a una conclusión lógica, al ámbito dinámico del comportamiento. Él discutía sólo de funciones, tales como el gusto o el tacto, aunque según he podido comprobar también funciona dinámicamente. Imagínatelo, Moore. Imagina que debido a una desfiguración, a la crueldad o a cualquier otra desgracia, nunca hubieses conocido otro roce humano que no fuera la dureza o incluso la violencia. ¿Cómo te sentirías?

Me encogí de hombros y encendí un cigarrillo.

— Imagino que pésimamente.

— Es posible. Pero con toda probabilidad no pensarías que se trataba de algo extraordinario. Pongámoslo de este modo: si yo pronuncio la palabra madre, tu mente recorrerá al instante un conjunto de asociaciones inconscientes pero totalmente familiares basadas en la experiencia. Y lo mismo me ocurre a mí. Y los dos conjuntos de asociaciones sin duda serán una mezcla de lo bueno y lo malo, lo mismo que en casi todo el mundo. Pero ¿cuánta gente tendrá un conjunto de asociaciones tan uniformemente negativas como las que sabemos ha tenido Jesse Pomeroy? De hecho, en el caso de Jesse podemos ir más allá del concepto restringido de la madre y pasar a la idea de la humanidad en general. Pronunciemos ante él la palabra gente, y su mente saltará sólo a imágenes de humillación y de dolor, con tanta naturalidad como si yo te dijera tren y tú me contestaras movimiento.

— ¿Es eso lo que querías decir cuando le has gritado a Lasky que Pomeroy disfrutaba con la paliza que le estaba dando?

— Así es. Habrás advertido que Jesse ha provocado deliberadamente todo el suceso. No es difícil imaginar por qué. Toda su infancia se ha visto rodeado de torturadores, y durante los últimos veinte años la única gente con la que de hecho ha estado en contacto han sido tipos como Lasky. Sus experiencias, tanto dentro como fuera de la prisión, le han hecho creer que las interacciones con su propia especie sólo pueden ser de tipo adverso y violento; incluso ha llegado a compararse con un animal del zoológico. Ésta es la realidad. Sabe que, dadas las actuales circunstancias, le van a pegar y a maltratar; lo único que puede hacer es intentar establecer los términos de tales abusos y manipular a los participantes en esas acciones, lo mismo que en el pasado manipuló a los chicos que torturó y asesinó. Es el único tipo de poder o de satisfacción que siempre ha conocido, el único modo de asegurarse la supervivencia psíquica, y por tanto lo utiliza.

Mientras fumaba y me esforzaba por asimilar aquella idea, empecé a pasear por la plataforma.

— ¿Pero no hay algo…, en fin, algo dentro de él, de cualquier persona, que se oponga a este tipo de situación? Quiero decir: ¿no sentirá tristeza o desesperación, aunque sea hacia su propia madre? ¿No sentirá, como mínimo, deseos de que le quieran? ¿No nace cada niño con…?

— Cuidado, Moore— me advirtió Kreizler, encendiendo también un cigarrillo—. Estás a punto de sugerir que todos nacemos con unos conceptos de necesidad y de deseo; un pensamiento comprensible, tal vez, si hubiese alguna prueba que lo apoyara. El organismo distingue un solo impulso desde el principio: la supervivencia. Y… en la mayoría de nosotros este sentimiento va unido a la noción de una madre. Pero si nuestras experiencias fueran terriblemente distintas, si el concepto de madre sugiriera frustración y peligro, en vez de sustento y nutrición, el instinto de supervivencia nos obligaría a estructurar de un modo muy distinto nuestro concepto. Jesse Pomeroy lo experimentó así. Y ahora creo que nuestro asesino también.— Laszlo dio una fuerte chupada a su cigarrillo—. Esto tengo que agradecérselo a Pomeroy. Y también a Meyer. Pero sobre todo a Sara. E intentaré hacerlo.

Kreizler era sincero en esta declaración. En una de las pequeñas estaciones por las que pasamos de regreso a Grand Central, le preguntó al Jefe de estación si era posible enviar un telegrama urgente a Nueva York. Este le dilo que sí, y Kreizler redactó el mensaje, pidiéndole a Sara que se reuniera con nosotros en Delmonico’s a las once. Laszlo y yo no tuvimos tiempo para cambiarnos de ropa cuando llegamos a la ciudad, pero Charlie Delmonico nos había visto con peor aspecto en el pasado y cuando llegamos a Madison Square nos sentimos tan bien acogidos como siempre.

Sara estaba esperando en una mesa del comedor principal que daba al parque, al otro lado de la Quinta Avenida, lo más apartada posible de los demás clientes del restaurante. Primero mostró preocupación por nuestra seguridad– el telegrama la había inquietado— y después, al ver que estábamos ilesos, gran curiosidad por nuestro viaje. Su actitud respecto a Krelzler— incluso antes de que él le ofreciera sus excusas como había prometido— fue totalmente afable, y por tanto extraña: yo no aseguraría que Sara fuera exactamente de esas personas que guardan rencor, pero, una vez que se la pinchaba, habitualmente era muy consciente de quién era el culpable. No obstante, intenté con todas mis fuerzas ignorar aquella extraña química que se establecía entre ellos y centré la atención en el tema que nos incumbía.

Teniendo en cuenta lo que habíamos averiguado con la visita a Pomeroy, dijo Sara, ahora podíamos afirmar con toda seguridad que nuestro hombre era, como Jesse, extremadamente sensible a su apariencia física. Según ella, esto explicaría con creces el odio tan intenso que sentía por los chicos: el hecho de verse perpetuamente burlado y rechazado en sus primeros años produciría sin duda una furia que el tiempo solo no iba a extinguir necesariamente. Kreizler también tendía hacia la teoría de que nuestro hombre era en cierto modo deforme. En cambio yo, aunque algunas semanas atrás había sido el primero en avanzar semejante teoría, ahora les advertí que fueran muy cautelosos en aceptarla. Ya sabíamos que el hombre que estábamos persiguiendo medía en torno al metro ochenta y pico y que podía subir y bajar por las paredes de los edificios mediante una simple cuerda, al tiempo que cargaba con un adolescente: si tenía alguna deformidad, no podía ser en los brazos ni en las piernas, ni en ningún otro sitio, de hecho, como no fuese en la cara, lo cual reducía considerablemente nuestra búsqueda. Kreizler dijo que, teniendo esto en cuenta, estaba en disposición de reducirla todavía más afirmando que la deformidad residía en los ojos del asesino. Éste se había concentrado en los órganos oculares de sus víctimas con mayor cuidado y consistencia incluso que Pomeroy, hecho que Kreizler consideraba más que significativo. En realidad, afirmó, era concluyente.

Durante la comida Kreizler animó a Sara para que finalmente explicara del todo qué tipo de mujer creía que podía haber desempeñado un papel tan siniestro en la vida de nuestro asesino, tal como había planteado la semana anterior. Sara dijo que creía que sólo una madre podía haber provocado un impacto tan profundo como el que se evidenciaba en aquel caso. Una institutriz abusiva o una mujer de la familia podían haber sido horribles para un chiquillo, pero si éste hubiese podido recurrir a su madre natural en busca de protección y consuelo, el efecto se habría reducido espectacularmente. Para Sara era patente que el hombre a quien buscábamos nunca había conocido tal posibilidad, una circunstancia que podía explicarse de bastantes formas; pero la teoría preferida por Sara era que, en primer lugar, la mujer no había deseado criar a aquel niño. La suposición de Sara era que lo había hecho únicamente porque se había quedado embarazada sin querer, o porque el mundo en que vivía no le ofrecía otra opción socialmente aceptable. El resultado final de todo esto era que la mujer había desarrollado un profundo resentimiento hacia el chiquillo que debía criar, motivo por el que Sara creía que había muchas posibilidades de que el asesino fuera o hijo único o que tuviera muy pocos hermanos; criar a un hijo no era una experiencia que aquella madre hubiera deseado repetir muchas veces. Cualquier deformidad física en alguno de los hijos habría incrementado, naturalmente, los sentimientos ya negativos de la madre respecto a aquel hijo, pero Sara no creía que la deformidad bastara para explicar semejante relación. Kreizler coincidió con ella en este punto, añadiendo que, si bien Jesse Pomeroy atribuía a su deformidad todas las dificultades con su madre, ciertamente había también otros factores más profundos.

De todo esto se desprendía una conclusión cada vez más diáfana: era improbable que nos enfrentáramos a gente que disfrutaba de las ventajas de una posición acomodada. En primer lugar, unos padres ricos apenas estaban obligados a soportar a sus hijos si consideraban que eran problemáticos o indeseables. Además, una joven rica de la década de los sesenta (período en el que sospechábamos había nacido nuestro asesino) habría podido dedicarse a otras actividades ajenas a la maternidad, aunque había que admitir que tal decisión habría provocado mayores críticas y comentarios que las que despertaría treinta años después. Claro que un embarazo involuntario podía sucederle a cualquiera, rica o pobre; pero las graves fijaciones sexuales y escatológicas de nuestro asesino habían sugerido a Sara una vigilancia muy estrecha y continuas humillaciones, y éstas a su vez hablaban de una vida compartida en un espacio reducido: el tipo de vida que engendraba la pobreza. Sara se sintió encantada al oír que el doctor Meyer había expresado las mismas ideas durante la conversación que había mantenido por la mañana con Kreizler. Y aún se sintió más encantada cuando Kreizler la felicitó por sus esfuerzos, mientras brindábamos con unas últimas copas de oporto.

Sin embargo, este momento de relajante satisfacción pasó velozmente. Kreizler sacó su pequeño bloc de notas y nos recordó que faltaban tan solo cinco días para la festividad de la Ascensión, la próxima fecha importante que aparecía en el calendario cristiano. Había llegado el momento, nos dijo, de que la investigación abandonara la línea de simple búsqueda y análisis y de que adoptáramos un mayor compromiso. Habíamos obtenido una idea general bastante buena de cómo era nuestro asesino, y de cómo, dónde y cuándo iba a golpear de nuevo. Por fin estábamos preparados para intentar anticiparnos y prevenir el crimen siguiente. Ante esta afirmación, sentí una repentina oleada de ansiedad en el centro de mi estómago demasiado lleno, y pareció que Sara experimentaba el mismo tipo de reacción. Pero los dos sabíamos que esta evolución era inevitable; en realidad era por lo que habíamos estado luchando activamente desde el comienzo. De modo que al salir del restaurante reforzamos nuestra resolución y no exteriorizamos ningún tipo de aprensiones.

Una vez fuera noté que Sara me tironeaba del brazo. Me volví, pero vi que ella miraba hacia otro lado, aunque de un modo que indicaba claramente que quería hablar conmigo. Cuando Kreizler se ofreció para compartir un carruaje hasta Gramercy Park, ella declinó la invitación, y tan pronto como él se hubo marchado me llevó hasta los jardines de Madison Square, bajo una farola de gas.

— ¿Y bien?— inquirí, observando que estaba algo nerviosa—. Espero que lo que tengas que decirme sea importante, Sara, porque lo de esta tarde ha sido un infierno y estoy reventado.

— Es importante— se apresuró a contestar, sacando del bolso una hoja de papel doblada—. Es decir, creo que lo es…— Frunció las cejas y pareció sopesar algo cuidadosamente antes de enseñarme el papel—. John, ¿hasta qué punto conoces el pasado del doctor Kreizler? Me refiero a su familia…

Me quedé sorprendido ante el tópico.

— ¿Su familia? Como cualquiera, imagino. Los visité con frecuencia cuando era pequeño.

— ¿Y era… era una familia feliz?

Me encogí de hombros.

— A mí siempre me lo pareció. Y además tenían motivos. Sus padres estaban entre las parejas socialmente más solicitadas de la ciudad. Claro que viéndolos ahora no lo dirías. El padre de Laszlo sufrió un ataque hace unos años, y ahora están prácticamente recluidos. Tienen una casa en la calle Catorce con la Quinta Avenida.

— Sí, lo sé— se apresuró a contestar Sara, sorprendiéndome de nuevo.

— Bien— proseguí—. En aquel entonces siempre organizaban grandes fiestas para presentar lumbreras de toda Europa a la sociedad neoyorquina. Solían ser auténticos espectáculos. A todos nos encantaba asistir. Pero ¿por qué lo preguntas, Sara? ¿A qué viene todo esto?

Ella hizo una pausa, suspiró, y luego me tendió la hoja de papel.

— Durante toda la semana he intentado entender por qué se aferraba de un modo tan obstinado a la idea de que un padre violento y una madre pasiva habían criado a nuestro asesino. De modo que desarrollé una teoría, y luego busqué en los archivos del Distrito Quince para comprobarla. Esto es lo que encontré.

Se trataba de un informe que había redactado un tal O. Bannion, un policía que en septiembre de 1862— cuando Laszlo era tan sólo un chiquillo de seis años— había investigado cierta trifulca doméstica en casa de Kreizler. El informe amarillento contenía tan sólo unos pocos detalles: hablaba de que el padre de Laszlo, al parecer borracho, había pasado la noche en la cárcel acusado de malos tratos (acusación que habían retirado posteriormente), y un cirujano del distrito había sido conducido al hogar de los Kreizler para curar una grave herida en el brazo izquierdo de un chiquillo.

Aunque no era difícil sacar conclusiones, mi mente se resistía a hacerlo pues conocía a Laszlo de toda la vida, y además siempre había tenido un gran concepto de su familia.

Other books

Monument to Murder by Margaret Truman
Now and Forever by Danielle Steel
Death on the Last Train by George Bellairs
The Third Scroll by Dana Marton
The Draig's Woman by Wadler, Lisa Dawn
Three to Tango by Chloe Cole, L. C. Chase
Premier Deception by S J Crabb
A Life Less Ordinary by Christopher Nuttall