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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (37 page)

BOOK: El alienista
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— El odio otra vez— puntualizó Sara—. ¿En especial hacia el Golden Rule, o en general hacia el tipo de comportamiento que allí se practica?

— Puede que hacia ambos— contestó Marcus—. Al fin y al cabo, el Golden Rule abastece a una clientela muy específica: hombres que desean muchachos que se vistan como mujeres.

Kreizler seguía dando golpecitos sobre el recuadro titulado violencia moldeadora y/o vejación.

— Hemos vuelto al meollo del asunto. Éste no es un hombre que odie a todos los niños, ni que odie a los homosexuales, ni que odie a todos los muchachos que se prostituyen vestidos de mujer. Es un hombre de gustos muy especiales.

— Pero usted sigue considerándolo un homosexual, ¿no es así, doctor?— preguntó Sara.

— Sólo en el sentido que podríamos considerar heterosexual a Jack el Destripador por el hecho de que sus víctimas eran mujeres— contestó Kreizler—. La cuestión es casi irrelevante, y esta nota lo prueba. Puede que sea un homosexual, o tal vez un pedófilo, pero la perversión dominante es el sadismo, y la violencia parece mucho más característica de sus contactos íntimos que lo que puedan ser sus sentimientos sexuales o amorosos. Es posible que ni siquiera sea capaz de distinguir entre violencia y sexo. Lo seguro es que cualquier excitación parece traducirse inmediatamente en violencia. Y esto, estoy convencido, es una pauta que se estableció durante las experiencias moldeadoras originales. Los antagonistas en tales episodios fueron sin duda varones: un hecho mucho mas decisivo que cualquier orientación homosexual auténtica a la hora de elegir a sus víctimas.

— Entonces ¿quién cometió aquellos actos del comienzo?— pregunto Lucius—. ¿Fue un hombre, o quizás otro muchacho?

Kreizler se encogió de hombros.

— Una pregunta difícil. Pero de momento sabemos esto: ciertos muchachos inspiran en el asesino una rabia tan intensa que éste ha construido toda su existencia en torno a esta expresión. ¿Qué tipo de muchachos? Tal como ha señalado Moore, aquellos que son, ya sea de hecho o ante los ojos del asesino, un engaño a la vez que unos altaneros.

Sara señaló la carta con un gesto de la cabeza.

— Un muchacho descarado.

— Exacto— dijo Kreizler—. Estábamos en lo cierto respecto a esta suposición, y más adelante postulamos que elige la violencia como una forma de expresar esa rabia porque aprendió a hacerlo así en su entorno familiar: con toda probabilidad un padre violento cuyas acciones no son conocidas y por tanto quedan sin castigo. ¿Cuál fue la causa de aquella violencia original, por lo que se refiere a cómo nuestro asesino la entendió? Ya hemos especulado sobre esto también.

— Aguarde— exclamó Sara, como si se hubiese dado cuenta de algo y alzó los ojos hacia Kreizler—. Esto implica que hemos trazado un círculo completo, ¿no es así, doctor?

— En efecto— contestó Kreizler, trazando una línea de un lado al otro de la pizarra: desde las características del asesino a las de sus víctimas—. Tanto si nuestro hombre era en su niñez un mentiroso sexualmente precoz, como si en general se comportaba tan mal que necesitaba que le aterrorizaran y apalearan, era básicamente muy parecido a los muchachos que ahora está matando.

Esto, tal como suele decirse, era una idea. Si nuestro asesino, al cometer sus crímenes, no sólo trataba de destruir algunos elementos intolerables del mundo que le rodeaba sino también algunas partes fundamentales de sí mismo que simplemente no podía soportar, entonces Kreizler muy bien podía tener razón cuando decía que tal vez estuviera entrando en una fase nueva mucho más autodestructiva. De hecho, desde esa perspectiva, la autodestrucción final parecía casi una certeza. Pero ¿por qué ese hombre tenía que considerar tan insoportables estos aspectos suyos?, le pregunté a Kreizler. Y, si los consideraba así, ¿por qué no los cambiaba, simplemente?

— Tú mismo lo has dicho, Moore— me contestó Laszlo— Sólo efectuamos este tipo de aprendizaje una vez. O, parafraseando a nuestro antiguo profesor, si el asesino hace todo lo posible para perseguir lo que le desagrada es porque no está dotado para hacer otra cosa, y ya es demasiado tarde para volver a empezar. En los recuerdos del cuarto párrafo, informa de cómo secuestró al muchacho, utilizando un tono bastante imperativo. ¿Hace mención del deseo ahí? No. Asegura que debía. Debe hacerlo porque ésas son las leyes por las que su mundo, por muy desagradable que sea, siempre ha funcionado. Se ha convertido en lo que el profesor James denomina un simple bulto andante con hábitos, y abandonar estos hábitos significaría, teme él, renunciar a sí mismo. ¿Se acuerdan de lo que dijimos una vez sobre Georgio Santorelli, de que había llegado a asociar su supervivencia física con las actividades que llevaban a su padre a azotarlo? Nuestro hombre no es muy distinto en este aspecto. Sin duda disfruta tan poco con sus asesinatos como Georgio disfrutaba con su trabajo. Pero para ambos estas actividades eran vitales, y para él aún siguen siendo, a pesar del profundo odio hacia sí mismo que puedan provocar, y que tú ya has detectado en esta nota, Moore.

Debo confesar que no había sido del todo consciente de cuántas observaciones incisivas había hecho aquella noche, pero en aquellos momentos no tenía ninguna dificultad en seguir la elaboración que Laszlo hacía de ellas.

— Él vuelve a este tema hacia el final de la carta— dije—, con la observación de que no ha mancillado a Georgio… En realidad esa inmundicia a la que tanto desprecia está en él, forma parte de él.

— Y se transmite a través del acto sexual— añadió Marcus—. De modo que tiene usted razón, doctor. El sexo no es algo que él valore o que disfrute. Su objetivo es la violencia.

— ¿Y no cabría que fuera incapaz de mantener relaciones sexuales?— preguntó Sara—. Es decir, teniendo en cuenta el tipo de antecedentes que le suponemos. En uno de los tratados que nos ha facilitado, doctor, hay un estudio del estímulo sexual y las reacciones de ansiedad…

— Pertenece al doctor Peyer, de la universidad de Zúrich— especificó Kreizler—. Las observaciones proceden de un estudio más extenso sobre el coitus interruptus.

— En efecto— prosiguió Sara—. Las complicaciones parecen más graves cuando se trata de hombres procedentes de hogares difíciles. Y la persistencia de la ansiedad puede desembocar en una importante supresión de la libido, creando impotencia.

— Nuestro hombre es bastante considerado en este aspecto— dijo Marcus, cogiendo la nota y leyéndola—: En ningún momento le jodí, aunque imagino que habría podido hacerlo.

— Y así es— admitió Kreizler, escribiendo impotencia en el centro de la pizarra sin dudar ni un momento—. El efecto sólo habría magnificado su frustración y su rabia, provocando una carnicería aún mayor. Y esta carnicería surge ahora como nuestro acertijo más difícil. Si estas mutilaciones son efectivamente ritos personales, sin ninguna relación con algún tema religioso definido, aparte del de las fechas, entonces tanto si se trata de un cura como de un fontanero, son de trascendental importancia para comprender los detalles, ya que serán específicos de él.— Kreizler señaló la nota—. Me temo que este documento nos será de muy poca utilidad siguiendo estos razonamientos.— Se frotó los ojos mientras examinaba su reloj de plata—. Es muy tarde ya. Sugiero que demos por terminada…

— Antes de concluir, doctor— le interrumpió Sara con voz serena pero decidida—, me gustaría que volviéramos a un punto relacionado con los adultos en la vida de este hombre.

Kreizler asintió, aunque con poco entusiasmo, o tal vez ninguno.

— La mujer implicada…— suspiró.

— Sí.— Sara se levantó y se acercó a la pizarra, indicando algunas casillas—. Hemos teorizado sobre el hecho de que tenemos a un hombre a quien, cuando era pequeño, se le vejó, avergonzó, culpó y finalmente maltrató. No puedo discutir la teoría de que fuera la mano de un hombre la que administrara los golpes. Pero la naturaleza íntima de muchos de los otros aspectos me sugiere decididamente la presencia bastante siniestra de una mujer. Prestemos atención al tono que utiliza en la carta, que a fin de cuentas va dirigida específicamente a la señora Santorelli. Es un tono defensivo, de fastidio, a veces hasta lastimero, obsesionado por los detalles escatológicos y anatómicos. Es la voz de un muchacho al que regularmente han escudriñado y humillado, al que le han hecho sentir que era una basura, sin la experiencia de una persona o de un sitio en donde refugiarse. Si su carácter se formó realmente durante la infancia, doctor Kreizler, entonces debo insistir en que, en este aspecto, lo más probable es que la madre fuera la culpable.

El rostro de Kreizler exteriorizó su irritación.

— Si así fuera, Sara, ¿no se habría formado un gran resentimiento y no serían las mujeres las víctimas, como en el caso de Jack el Destripador?

— Yo no discuto su razonamiento respecto a las víctimas– replicó Sara—. Solo pido una mirada más a fondo en otra dirección.

— Parece como si creyeras que mi planteamiento es de miras estrechas— comentó Kreizler con tono irritado—. Pero te recuerdo que tengo alguna experiencia en estos asuntos.

Sara lo observó un momento, y luego preguntó sosegadamente:

— ¿Por que se resiste con tanto empeño a la idea de que una mujer se halle activamente involucrada en la formación de este hombre.

De repente, Lazslo se puso en pie y dio un manotazo sobre su escritorio.

— ¡Porque su papel no puede haber sido activo, maldita sea!— gritó.

Marcus, Lucius y yo nos quedamos paralizados un momento, luego intercambiamos una mirada de inquietud. Aquella sorprendente explosión, aparte de injustificada, ni siquiera parecía tener sentido, considerando las opiniones profesionales de Laszlo. Sin embargo, y a pesar de todo, éste insistió.

— De haber habido una mujer activamente implicada en la vida de este hombre, en cualquier momento, ni siquiera estaríamos aquí… ¡Los crímenes nunca se habrían cometido!— Kreizler intentó recuperar el tono sereno, pero sólo lo consiguió a medias—. Toda la idea es absurda. ¡No hay nada en los estudios especializados que sugiera esto! De modo que me veo obligado a insistir, Sara. Tenemos que suponer un antecedente de pasividad femenina en la formación de este hombre y proseguir con el tema de las mutilaciones. ¡Pero mañana!

Como supongo que ya habrá quedado claro a estas alturas, Sara Howard no era del tipo de mujer que aceptara semejante tono de ningún hombre, ni siquiera de uno al que admiraba y por quien quizá tuviera (al menos en mi opinión) sentimientos más profundos. Sus ojos se transformaron en una rendija muy delgada ante aquella última réplica de Laszlo, y su voz fue puro hielo al contestar:

— Puesto que parece haber decidido sobre este asunto hace ya mucho tiempo, doctor, me parece absurdo que me pidiera que lo investigase.— Yo temía que Sara echara mano de la Derringer, pero optó por su abrigo—. Tal vez pensó que sería una forma distraída de mantenerme ocupada— prosiguió cada vez con mayor irritación—. ¡Pero permitan que les diga que no necesito que ninguno de ustedes me distraiga, me halague o me mime!

Salió dando un portazo. Los Isaacson y yo intercambiamos miradas de preocupación, pero no hacía falta decir nada. Todos sabíamos que Sara tenía razón y que Kreizler, inexplicablemente, se obstinaba en su error.

Mientras éste suspiraba y se dejaba caer en la silla, pareció por un momento que había llegado a esta misma conclusión; pero se limitó a pedirnos que nos fuéramos, asegurando que se encontraba cansado. Luego fijó la mirada en la nota que tenía ante sí. Los demás cogimos nuestras cosas y nos fuimos después de dar las buenas noches a Kreizler. Éste no nos contestó.

Si el incidente no hubiera tenido repercusiones, apenas lo habría mencionado aquí. Lo cierto es que fue el primer momento de auténtica discordia que experimentamos en el 808 de Broadway. Sin embargo, era inevitable que hubiera unos cuantos enfrentamientos más, y sin duda los superaríamos todos muy pronto. Pero aquella dura discusión entre Kreizler y Sara tendría repercusiones, unas repercusiones esclarecedoras que no sólo revelarían parte del pasado de Kreizler– desconocido incluso para mí— sino que iluminarían nuestro camino hacia un encuentro cara a cara con uno de los más inquietantes asesinos de la historia reciente de Estados Unidos.

22

Durante la semana siguiente vimos muy poco a Kreizler. Más tarde supimos que había pasado casi todo el tiempo en las cárceles de la ciudad y en varios barrios residenciales, entrevistando a hombres a los que habían arrestado por violencia doméstica, así como a las esposas e hijos que habían sufrido las consecuencias. Sólo apareció por nuestro cuartel general en un par de ocasiones, sin apenas informar de nada pero recogiendo notas y datos con gran determinación, casi con desespero. Nunca llegó a pedir disculpas a Sara, pero, aunque las pocas palabras que intercambiaron fueron en un tono embarazoso y formal, ella pareció dispuesta a perdonarle las duras afirmaciones que había hecho, que se atribuyeron a la implicación cada vez mayor de Kreizler en el caso y al nerviosismo que todos empezábamos a sentir con el cambio de mes. Fuera cual fuese el calendario que utilizaba nuestro asesino, no tardaría en actuar de nuevo si seguía la pauta establecida. En aquel momento la expectación de semejante acontecimiento parecía una explicación más que adecuada para un comportamiento tan poco habitual en Kreizler; pero al final semejante explicación resultó sólo una parte de lo que presionaba con tanta fuerza a mi amigo.

En cuanto a nosotros, Marcus y yo decidimos durante aquellos primeros días de mayo repartirnos las tareas que habíamos planeado la noche en que llegó la nota del asesino. Marcus escudriñaba cada iglesia católica del Lower East Side y de los alrededores en un intento por hallar a alguien que hubiera visto a Georgio Santorelli, mientras yo me encargaba de investigar sobre los dos curas. Sin embargo, después de un fin de semana intentando obtener nuevos datos del propietario del edificio donde vivía el padre de Alí ibn-Ghazi, así como de los que compartían el apartamento con los Santorelli (Sara hizo una vez más de intérprete), quedó claro que por allí se había repartido más dinero para asegurarse el silencio de la gente. De modo que me vi obligado a trasladar mis actividades a las dos comunidades eclesiásticas involucradas. Pensamos que mis credenciales como periodista del Times me garantizarían un acceso fácil y rápido, de modo que decidí empezar la investigación por las altas jerarquías, visitando al arzobispo católico de Nueva York, Michael Corrigan, y al obispo episcopaliano de Nueva York, Henry Codman Potter. Ambos vivían en unas casas confortables en la zona de las calles cincuenta, próximas a la avenida Madison, de modo que pensé que podría cubrir las dos visitas en un solo día.

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