Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (61 page)

BOOK: El alienista
2.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

— John, ten cuidado.

— Lo tendré— dije con firmeza.

— No. Quiero decir que lo tengas de verdad. Con él. Si no me equivoco, los efectos de esto van a ser mucho peores de lo que podamos imaginar. No te interpongas en su camino.

Intenté sonreírle, apoyando una mano en las suyas. Luego me puse en movimiento, bajé las escaleras y salí a la calle.

Mi cochero seguía aún en la esquina, y cuando salí saltó inteligentemente a su cabriolé. Le dije que me llevara rápido al Bellevue, y salimos inmediatamente… La lluvia empezaba a arreciar, impulsada por un fuerte viento procedente del este, y al desembocar en la Primera Avenida me quité el sombrero para protegerme la cara de las salpicaduras que caían del toldo del carruaje. No recuerdo que tuviera ningún pensamiento en concreto durante el trayecto: sólo había imágenes de Mary Palmer, la silenciosa y bonita muchacha de espléndidos ojos azules. En cuestión de pocas horas había pasado de ser la doncella de la casa a ser la futura esposa de mi querido amigo, y luego a no ser nada. No había lógica en lo ocurrido, no tenía ningún sentido, y menos aún intentar hallárselo. Me limité a permanecer allí sentado, dejando que las imágenes flotaran ante mí.

Cuando llegué al depósito de cadáveres encontré a Laszlo fuera, al lado de la gran puerta de hierro de la parte trasera, la que habíamos utilizado para entrar en el edificio cuando examinamos el cadáver de Ernst Lohmann. Estaba apoyado contra el muro del edificio, los ojos muy abiertos, vacíos y negros como los boquetes que nuestro asesino había dejado en la cara de sus víctimas. La lluvia caía en cascada de lo alto de un canalón que había en el borde del tejado, empapándole. Intenté apartarlo de allí, pero su cuerpo estaba rígido, inmutable.

— Laszlo— le dije en voz baja—. Vamos, sube al coche.

Tironeé de él varias veces sin conseguir nada. Luego, cuando al fin habló, lo hizo con voz ronca, monocorde:

— No pienso dejarla.

— Muy bien— asentí—. Entonces metámonos en el umbral. Te estás quedando empapado.

Sus ojos sólo se movieron para mirar la ropa, y luego me siguió con paso vacilante hasta el mínimo refugio que suponía el umbral. Permanecimos allí un buen rato, hasta que por fin me habló de nuevo con aquel tono de voz sin vida:

— Tú conociste a mi padre. ¿Sabes…?

Le miré, el corazón a punto de estallar al ver el dolor que había en su cara, y luego asentí:

— Sí, Laszlo, lo sé…

— No. ¿Sabes lo que mi padre solía decirme cuando yo era un muchacho?

— No. ¿Qué te decía?

— Que…— La voz aún era terriblemente ronca, como si le costara un gran esfuerzo proyectarla, pero las palabras iban surgiendo cada vez más veloces—. Que yo no sabía tanto como creía… Que creía saber cómo debía comportarse la gente, que me creía mejor persona de lo que era. Pero que un día me daría cuenta de que no era así. Que hasta entonces yo no sería más que un impostor.

Una vez más no pude hallar el modo de decirle a Laszlo lo mucho que comprendía, a raíz del descubrimiento de Sara, lo que quería decir. Así que me limité a apoyar una mano sobre su hombro herido, al tiempo que él empezaba a arreglarse la ropa con expresión ausente.

— Tengo que efectuar algunos preparativos. El de la funeraria no tardará en llegar. Luego tengo que volver a casa. Stevie y Cyrus…

— Sara cuida de ellos.

Su voz adquirió de pronto un tono duro, casi violento:

— ¡Soy yo quien tiene que cuidar de ellos, John!— Sacudió el puño ante sí—. Tengo que ser yo. Yo llevé a esa gente a mi casa. Yo era el responsable de su seguridad. Y míralos ahora… ¡Míralos! Dos a punto de morir, y una… una…— Abrió la boca y miró hacia la puerta de hierro, como si a través de ella pudiera ver la mesa oxidada sobre la que ahora yacía la muchacha en quien había depositado sus esperanzas para una nueva vida.

Le sujeté con fuerza.

— Theodore ha salido en busca de…

— Ya no estoy interesado en lo que el comisario pueda hacer– se apresuró a replicar Kreizler, con acritud—. Ni en las actividades de nadie en ese departamento.— Se interrumpió y luego, dando un respingo al mover el brazo derecho, apartó mi mano de su hombro y se volvió a mirar hacia otro lado—. Todo se ha terminado, John. Este maldito y sangriento asunto, esta… investigación. Se ha acabado.

Me sentía como si se me hubiesen agotado las palabras. Laszlo parecía perfectamente decidido.

— Kreizler— dije al fin—, espera un par de días antes de…

— ¿Antes de qué?— replicó con presteza—. ¿Antes de que alguno de vosotros caiga muerto también?

— Tú no eres responsable de…

— ¡No me digas que no soy responsable de lo ocurrido!— exclamó furioso—. ¡Yo soy el único responsable! Ha sido mi propia vanidad, tal como dijo Comstock. Me he cegado intentando demostrar mi punto de vista, indiferente a cualquier peligro que esto pudiera implicar. ¿Y qué querían ellos? ¿Comstock? ¿Connor? ¿Byrnes? ¿Esos hombres del tren? Querían que renunciara. Pero yo no les hacía caso porque consideraba que lo que estaba haciendo era muy importante. Creía saber lo que estaba haciendo. Hemos estado persiguiendo a un asesino, John, pero el auténtico peligro no es él. ¡El auténtico peligro soy yo!— Siseó de pronto, apretando los dientes—. Bien, pues ya he visto bastante. Si el peligro soy yo, entonces me apartaré del caso. Dejemos que ese hombre siga matando, si es eso lo que ellos quieren. Él es una parte de su orden, de su precioso orden social… ¡Sin tales criaturas carecerían de chivos expiatorios para justificar su propia brutalidad! ¿Quién soy yo para interferir?

— Kreizler…— dije, más preocupado todavía, pues no había dudas ahora de que estaba decidido—. Escucha lo que estás diciendo; de nuevo vas contra todo…

— ¡No!— replicó—. ¡Me voy, simplemente! Regreso a mi Instituto y a mi casa muerta y vacía, para olvidarme de este caso. Intentaré que Stevie y Cyrus se curen y nunca más tengan que enfrentarse a unos agresores desconocidos por culpa de mis fantasiosos proyectos. Y esta maldita sociedad que ellos han construido para sí puede seguir su rumbo y… ¡pudrirse!

Retrocedí un par de pasos, consciente en alguna parte de mí mismo de que era inútil discutir con él, aunque al mismo tiempo me sentía aguijoneado por su actitud.

— Está bien. Si tu solución va a ser autocompadecerte…

Giró con fuerza el brazo izquierdo para pegarme, pero falló por un amplio margen.

— ¡Maldito seas, Moore!— exclamó lleno de rabia, respirando con contracciones cortas y rápidas—. ¡Maldito seas tú, y malditos sean ellos!— Agarró la puerta de hierro y la abrió, pero se detuvo para recuperar el control de la respiración. Con los ojos nuevamente muy abiertos por el horror, miró hacia el oscuro y sombrío pasillo que tenía ante sí—. Y maldito sea yo también— añadió en voz baja; las contracciones de su pecho habían desaparecido al fin—. Voy a entrar, y te agradecería que te marcharas. Haré que retiren mis cosas del número ochocientos ocho Yo…, lo siento, John…— Entró en el depósito de cadáveres y la puerta de hierro se cerró con estrépito a sus espaldas.

Permanecí allí de pie, con la ropa mojada adhiriéndose a mi cuerpo. Alcé los ojos hacia los edificios de ladrillo que se erguían indiferentes a mi alrededor, y luego al cielo. Seguían concentrándose más nubes impulsadas por el viento del este, que estaba arreciando. Entonces, con un movimiento repentino, me agaché, arranqué un puñado de hierba y tierra del suelo y las lancé contra la negra puerta.

— ¡Malditos seáis todos!— grité, sosteniendo en alto el puño Pero no hallé alivio en la maldición. Dejé que la mano bajara lentamente, me restregué la lluvia de la cara y regresé tambaleante al carruaje.

37

Puesto que no quería ver a nadie ni hablar con nadie al abandonar el depósito de cadáveres, ordené al cochero que me llevara al 808 de Broadway. El edificio estaba bastante tranquilo, y el único ruido que noté al entrar en nuestro centro de operaciones fue el embate de la lluvia en el círculo de ventanas neogóticas que tenía a mi alrededor. Me desplomé sobre uno de los divanes de la marquesa Carcano y me quedé mirando la enorme pizarra llena de anotaciones, al tiempo que mi estado de ánimo se hundía cada vez más. Por fortuna, el dolor y la desesperación se vieron superados finalmente por el agotamiento, de modo que me quedé dormido durante la mayor parte de aquel día sombrío. Pero a eso de las cinco me despertaron unos fuertes golpes en la puerta de la entrada. Me aproximé con paso vacilante, y al abrir apareció ante mí un muchacho empapado de la Western Union, el cual depositó en mi mano un sobre. Saqué de su interior el mensaje y lo leí, moviendo los labios como un idiota:

CAPITAN MILLER, FORT YATES, CONFIRMA CABO JOHN BEECHAM TENIA ESPASMOS FACIALES. LLEVABA CUCHILLO PARECIDO. SE SABE ESCALABA MONTAÑAS EN RATOS LIBRES. INSTRUCCIONES.

Cuando finalicé de leer el telegrama por tercera vez, me di cuenta de que el repartidor me estaba diciendo algo, y le miré sin comprender.

— ¿Cómo dices?

— ¿Respuesta, señor?— repitió el muchacho, impaciente—. ¿Quiere mandar alguna respuesta?

— ¡Oh!— Lo pensé un momento, intentando decidir cuál sería la mejor contestación a la vista de los acontecimientos de la mañana—. Oh…, sí.

— Tendrá que escribirlo en algo seco— dijo el muchacho—. Mis impresos están empapados.

Me acerqué a mi escritorio, cogí un trozo de papel y esbocé una breve nota: REGRESAD EN EL TREN MAS RÁPIDO. A LA PRIMERA OPORTUNIDAD. El repartidor me informó del precio del envío; saqué dinero del bolsillo y se lo entregué sin contarlo. La actitud del muchacho mejoró al instante, por lo que imaginé que le había dado una excelente propina. Luego se metió en el ascensor y se fue.

Parecía absurdo que los Isaacson permanecieran en Dakota del Norte puesto que nuestra investigación estaba a punto de concluir. De hecho, si Kreizler estaba decidido a abandonar el juego, era inútil que cualquiera de nosotros hiciera algo, excepto recoger los bártulos y volver a nuestros medios de vida habituales. Todo cuanto Sara, los Isaacson y yo sabíamos sobre nuestro asesino se lo debíamos a la tutela de Laszlo, y mientras contemplaba Broadway barrida por la lluvia, con los transeúntes haciendo todo lo posible por esquivar los coches y las carretas de reparto mientras intentaban escapar del aguacero, no veía cómo podíamos alcanzar el éxito sin la permanente dirección de Kreizler.

Acababa de reconciliarme conmigo mismo después de semejante pensamiento cuando de pronto oí una llave que giraba en la puerta de entrada. Sara entró animada, con el paraguas y unos paquetes de comestibles en la mano, y ni su porte ni sus movimientos se parecían en nada a los de aquella mañana. Se movía y hablaba con animación, incluso alegremente, como si nada hubiese ocurrido.

— ¡Está diluviando, John!— anunció, sacudiendo el paraguas antes de depositarlo en al paragüero de porcelana. Se quitó el chal y llevó los paquetes a la pequeña cocina—. Apenas se puede cruzar a pie la calle Catorce, y te juegas la vida si quieres conseguir un carruaje.

Volví a mirar por la ventana.

— Por lo menos limpiará las calles— dije.

— ¿Quieres comer algo?— me preguntó desde al cocina—. Voy a hacer café, y he comprado algo de comida… Pero habrá que preparar los emparedados.

— ¿Emparedados?— pregunté, sin mucho entusiasmo—. ¿Y no podemos salir a comer algo por ahí?

— ¿Salir?— inquirió Sara, abandonado la cocina y acercándose—. No podemos salir; tenemos que…— Se interrumpió al ver el telegrama de los Isaacson. Lo cogió con cautela—. ¿Y esto de quién es?

— De Marcus y Lucius— contesté—. Han obtenido confirmación sobre Beecham.

— ¡Esto es fantástico, John!— exclamó Sara, eufórica—. Entonces ya podemos…

— Les he mandado contestación— la interrumpí, molesto por su actitud—. Les he dicho que vuelvan tan pronto como les sea posible.

— Sí, es lo mejor. No creo que haya allí muchas más cosas que averiguar, y en cambio aquí los necesitamos.

— ¿Para qué?

— Hay mucho trabajo por hacer— contestó Sara, sencillamente.

Me sentí abatido al comprender que mi preocupación por su actitud era bien fundada.

— Sara, esta mañana Kreizler me ha dicho que…

— Lo sé. También me lo ha dicho a mí. ¿Y qué?

— ¿Cómo y qué? Pues que la investigación se ha acabado. ¿Cómo crees que podríamos a seguir sin él?

Sara se encogió de hombros.

— Como lo hacíamos con él. Escúchame, John.— Me empujó por los hombros hasta mi escritorio y me hizo sentar en él—. Sé lo que estás pensando, pero te equivocas. Ahora ya somos lo bastante buenos aunque no le tengamos a él. Podemos terminarlo nosotros.

Mi cabeza había empezado a decir que no antes de que Sara concluyera su exposición.

— Seamos serios, Sara… Carecemos de entrenamiento, y no tenemos la experiencia…

— No necesitamos más de lo que tenemos, John— me contestó con firmeza—. Acuérdate de lo que el propio Kreizler nos ha enseñado… El contexto. Para resolver este caso no necesitamos saberlo todo sobre psicología, sobre alienismo o sobre la historia de todos los casos similares. Lo único que necesitamos conocer es a ese hombre, a este caso en particular… Y ahora ya lo conocemos. De hecho, cuando juntemos todo lo que hemos averiguado esta última semana, seguro que le conoceremos tan bien como se conoce a sí mismo; puede que incluso mejor. El doctor Kreizler era importante, pero ahora se ha ido y no lo necesitamos. No puedes abandonar. No debes.

Había verdades innegables en lo que estaba diciendo, y necesité un minuto para digerirlas. Pero luego mi cabeza siguió negando.

— Oye, ya sé lo que esta oportunidad significa para ti. Sé cuánto te ayudaría a convencer al departamento…

Me interrumpí al instante cuando me lanzó un buen golpe en el hombro con su puño izquierdo.

— ¡Maldito seas! ¡No me insultes! ¿Piensas honestamente que estoy haciendo esto para aprovechar la ocasión? Lo hago porque quiero volver a dormir a pierna suelta algún día. ¿O es que tus viajecitos arriba y abajo por la costa este te han hecho olvidar?— Se abalanzó al escritorio de Marcus y cogió algunas de las fotografías—. ¿Recuerdas esto, John?— Bajé la vista, consciente de lo que tenía en las manos: fotos de los distintos escenarios de los crímenes—. ¿Crees de veras que podrás pasar tranquilo muchas horas si te retiras ahora? ¿Qué ocurrirá cuando el próximo muchacho muera asesinado? ¿Cómo te sentirás entonces?

BOOK: El alienista
2.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Empty Trap by John D. MacDonald
The Hollywood Guy by Jack Baran
Moon Wreck: First Contact by Raymond L. Weil
The Kraus Project by Karl Kraus
Aced (The Driven #5) by K. Bromberg