El alienista (57 page)

Read El alienista Online

Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El alienista
8.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

— ¿Se refiere a que no estaban muy unidos?— pregunté.

— Me refiero a que no sé por qué ella se casó con mi padre— contestó Dury con aspereza, haciendo que el eje y la rueda que tenía ante sí soportaran el peso de su tristeza y de su rabia—. Ella apenas podía tolerar la más leve de sus caricias, y mucho menos sus…, sus intentos por formar una familia. Mi padre quería tener hijos. Tenía la idea, un sueño en realidad, de enviar a sus hijos e hijas a las tierras salvajes del Oeste para propagar y llevar a cabo su obra. Pero mi madre… Cada intento suponía una dura prueba para ella. Algunos los padecía, pero a otros se resistía. Sinceramente, no comprendo por qué se casó. Excepto cuando él predicaba… A su manera, mi padre era un gran orador, y mi madre asistía a casi todos los servicios que él celebraba. Curiosamente, disfrutaba con esa parte de la vida de él.

— ¿Y después de su regreso de Minnesota?

Dury sacudió la cabeza amargamente.

— Después de volver de Minnesota las cosas se deterioraron por completo. Cuando mi padre perdió su puesto, perdió al mismo tiempo el único contacto humano que le unía a mi madre. En los años que siguieron, raramente hablaban entre sí, y nunca se acariciaban, al menos que yo recuerde.— Alzó la vista hacia la sucia ventana—. Excepto una vez…

Se interrumpió unos segundos y, para animarle a seguir, murmuré:

— ¿Japheth…?

Dury asintió, emergiendo lentamente de su triste ensoñación.

— Yo solía dormir fuera, cuando el tiempo lo permitía. Cerca de las montañas… Los montes Shawangunks. Mi padre había aprendido el deporte del montañismo en Suiza, con su propio padre, y los Shawangunks eran el sitio ideal para seguir practicándolo, así como para enseñarme a mí las técnicas de escalada. Aunque yo nunca fui muy bueno en esto, siempre iba con él porque eran momentos felices… lejos de casa y de aquella mujer.

Si las palabras hubieran sido explosivos, no creo que su onda expansiva hubiese impactado tan fuerte en Kreizler y en mí. El débil brazo izquierdo de Laszlo salió disparado y su mano agarró mi hombro con sorprendente fuerza. Dury no vio nada de esto y, ajeno al efecto que sus palabras producían en nosotros, siguió hablando:

— Pero en los meses más fríos tenía que dormir en la cabaña, a menos que quisiera morir de frío. Recuerdo una noche de febrero en que mi padre… Tal vez hubiera estado bebiendo, aunque raramente lo hacía. Pero, sobrio o no, empezó por fin a rebelarse contra la conducta inhumana de mi madre. Le habló de los deberes de una esposa, de las necesidades de un marido, y empezó a sujetarla. En fin, mi madre chilló protestando, como es lógico, gritándole que actuaba como los salvajes que habíamos dejado en Minnesota. Pero a mi padre no había quien lo parara aquella noche… A pesar del frío, escapé de casa por una ventana y dormí en un viejo granero que pertenecía a un vecino nuestro. Incluso desde allí podía oír los gritos y sollozos de mi madre.— Una vez más, Dury pareció perder toda conciencia de su actual entorno y habló en un tono desapasionado, casi sin vida—. Me gustaría poder decir que aquellos gritos me horrorizaron, pero no fue así. De hecho recuerdo con claridad que animaba a mi padre a seguir…— Su mente volvió al presente y, en cierto modo turbado, recogió el martillo y de nuevo empezó a golpear la rueda—. Sin duda los he escandalizado, caballeros… De ser así, les pido disculpas.

— No, no— me apresuré a replicar—. Tan sólo nos ha ayudado a comprender mejor las circunstancias, no se preocupe.

Dury lanzó a Laszlo otra mirada rápida, escéptica.

— ¿Y usted, doctor? ¿Lo comprende también? No parece que tenga mucho qué decir.

Kreizler siguió muy tranquilo ante el escrutinio de Dury. Yo sabía que había muy pocas posibilidades de que un campesino como aquél pudiera poner nervioso a un veterano como mi amigo, acostumbrado a los manicomios.

— Estaba demasiado absorto para hacer comentarios— contestó Laszlo—. Permítame que le diga, señor Dury, que se expresa usted muy bien.

Dury soltó una carcajada, divertido.

— ¿Para ser un granjero, quiere decir? Sí, esto es obra de mi madre. Cada noche nos obligaba a repasar las lecciones de la escuela durante horas. Antes de cumplir los cinco años, yo ya era capaz de leer y escribir.

Kreizler ladeó la cabeza, con reconocimiento.

— Muy meritorio.

— Mis nudillos no opinan lo mismo— replicó Dury—. Mi madre solía darme en ellos con una regla como… Pero yo no soy el objeto de su visita. Ustedes quieren saber qué fue de mi hermano, ¿no es así?

— Efectivamente— dije yo—. Pero antes cuéntenos… ¿Qué clase de chico era? Ha comentado que era extraño. ¿Extraño en qué sentido?

— ¿Japheth?— Después de haber ajustado la rueda al eje del esparcidor, Dury se incorporó y cogió un grueso palo—. ¿En qué sentido no lo era? Supongo que no cabe esperar otra cosa de un hijo nacido de la rabia y no deseado por sus padres. Para mi madre, él era el símbolo de la brutalidad y el deseo de mi padre, y para éste… Para mi padre por mucho que deseara tener más hijos, Japheth siempre fue el símbolo de su degradación, de aquella terrible noche en que el deseo le había convertido en un animal.— Dury derribó la pila de piedras de debajo del eje del esparcidor con el largo palo, y la máquina cayó con estrépito sobre el suelo de tierra y rodó unos pocos pasos. Satisfecho con su trabajo, cogió una pala y siguió hablando—. El mundo está lleno de peligros para un chiquillo abandonado a su suerte. Intenté prestar a Japheth toda la ayuda que me fue posible, pero cuando fue lo bastante crecido como para que ambos llegáramos a ser verdaderos amigos, a mí me habían enviado a trabajar a una granja cercana y lo veía muy poco. Sabía que estaba sufriendo todo lo que yo ya había sufrido en aquella casa, incluso más todavía. Me hubiera gustado prestarle más ayuda.

— ¿Alguna vez le comentó él lo que estaba ocurriendo?— inquirí.

— No, pero me di cuenta— dijo Dury, mientras empezaba a recoger con la pala el estiércol de algunos compartimientos del ganado y lo echaba en el esparcidor—. Los domingos intentaba estar con él y le decía que, independientemente de lo ocurriera en casa, había muchas más cosas en la vida con las que disfrutar. Le enseñé cómo escalar las montañas, y pasábamos días y noches enteros allí. Pero en el fondo… en el fondo no creo que nadie pudiera neutralizar la influencia de mi madre.

— ¿Era una mujer… violenta?

Dury negó con la cabeza, y su tono de voz pareció sensato y honesto cuando siguió hablando.

— No creo que Japheth sufriera más que yo, en este sentido. Los ocasionales correazos en la espalda por parte de mi padre y nada más… No, entonces creía, y sigo creyéndolo ahora, que los métodos de mi madre eran más… tortuosos.— Dury dejó a un lado la pala, se sentó sobre una de las piedras grandes en donde se había apoyado el esparcidor y sacó una bolsa de tabaco y una pipa—. Creo que en cierto modo fui más afortunado que Japheth porque los sentimientos de mi madre hacia mí siempre adoptaron la forma de una total indiferencia. Pero con Japheth… A ella no le bastaba con privarle del cariño. Tenía que oponerse a cualquier cosa que él hiciera, a cualquier intento, por insignificante que fuera. Incluso cuando él era un niño pequeño, antes incluso de que tuviera conciencia o cualquier clase de control sobre sí mismo, ella le recriminaba por todo cuanto hacía.

Kreizler se inclinó hacia Dury y le ofreció una cerilla, que el otro aceptó a regañadientes.

— ¿A qué se refiere con todo cuanto hacía?

— Usted es médico, doctor— contestó Dury—. Pienso que ya se lo puede imaginar.— Dio varias chupadas para encender bien la pipa, sacudió la cabeza y gruñó rabioso—. ¡La maldita zorra! Duras palabras, imagino, para que un hombre las aplique a su madre muerta. Pero si la hubieran ustedes visto, caballeros… Encima de él, siempre encima. Y cuando Japheth se quejaba, o lloraba, o se encolerizaba por ello, mi madre le decía cosas despreciables, de las que nunca la hubiese creído capaz.— Dury se levantó y siguió manejando la pala—. Que él no era hijo suyo. Que era un niño piel roja… Que unos salvajes asquerosos, devoradores de hombres, le habían abandonado dentro de un fardo ante nuestra puerta. Mi pobre hermano casi llegó a creérselo.

Las piezas iban encajando en su sitio a medida que pasaban los minutos, y cada vez me resultaba más difícil controlar una profunda y exaltada sensación de triunfo, de descubrimiento. Casi deseé que Dury finalizara con su historia para poder correr afuera y gritar a los cielos que, pese a toda aquella maldita oposición, Kreizler y yo íbamos a atrapar a nuestro hombre. Pero sabía que el autocontrol era ahora más importante que nunca, e intenté seguir el ejemplo de serenidad de que Kreizler daba muestras.

— ¿Y qué ocurrió cuando su hermano hubo crecido un poco?— inquirió Laszlo—. Es decir, cuando fue lo bastante mayor para…

Con una salvaje y terrorífica brusquedad, incomprensiblemente Adam Dury soltó un alarido y lanzó la pala contra la pared del fondo del granero. Las gallinas del corral de al lado se pusieron a cloquear asustados. Al oírlas, Dury se arrancó la pipa de la boca e intentó recuperar el control sobre sí mismo. Kreizler y yo no hicimos ningún movimiento aunque yo era consciente de que mis ojos se habían abierto desmesuradamente ante la sorpresa.

— Caballeros, pienso que deberíamos ser honestos unos con otros— siseo Dury.

Kreizler no dijo nada, y mi voz se quebró gravemente al preguntar:

— ¿Honestos, señor Dury? Le aseguro que…

— ¡Maldita sea!— exclamó éste, dando una patada en el suelo Luego aguardó unos segundos hasta que fue capaz de hablar más serenamente—. ¿No le parece que he hablado con sinceridad todo el rato? ¿Acaso piensan que porque soy granjero también soy estúpido? ¡Sé muy bien lo que han venido a buscar aquí!

Me disponía a seguir protestando, pero entonces Kreizler me tocó el brazo.

— El señor Dury ha sido excepcionalmente franco con nosotros, Moore. Creo que le debemos la misma cortesía.— Dury asintió, y su respiración se hizo más regular cuando Kreizler prosiguió—. Sí, señor Dury, creemos que hay muchas probabilidades de que fuera su hermano quien asesinara a sus padres.

Un sonido digno de conmiseración, medio sollozo y medio jadeo, salió de la boca de aquel hombre.

— ¿Y está vivo?— preguntó, sin muestra ya de rabia en la voz.

Kreizler asintió con movimientos lentos, y Dury alzó impotente los brazos.

— Pero ¿qué importancia tiene esto ahora? Hace ya mucho tiempo… Todo se ha acabado, ha concluido. Si mi hermano sigue con vida, nunca se ha puesto en contacto conmigo. Así que, ¿qué importancia tiene?

— ¿Entonces usted ya lo sospechaba?— inquirió Kreizler, evitando contestar a la pregunta de Dury. Sacó una petaca de whisky y se la tendió.

Dury echó un trago, sin mostrar por Kreizler el resentimiento que antes había exteriorizado. Yo había pensado que su actitud estaba motivada por el acento de Laszlo, pero entonces comprendí que se debía a la sospecha de que aquella visita— por parte de lo que él debía de considerar un médico bastante extraño— podía llegar al punto al que había llegado.

— Sí— contestó Dury al fin—. Acuérdese, doctor, que de pequeño viví entre los Sioux. Yo tuve algunos amigos en sus aldeas, y fui testigo de la insurrección del sesenta y dos. Sabía que la explicación sobre el asesinato de mis padres que finalmente aceptó la policía era casi con toda seguridad una mentira. Y más aún, sabía cómo era… mi hermano.

— ¿Sabía que era capaz de un acto semejante?— preguntó Kreizler con suavidad. En aquellos momentos estaba maniobrando con cautela, tal como lo había hecho con Jesse Pomeroy. Su voz seguía siendo amable, pero sus preguntas resultaban cada vez más incisivas—. ¿Cómo, señor Dury? ¿Cómo es que lo sabía?

Sentí un ramalazo de auténtica simpatía al ver que una lágrima resbalaba por la mejilla de Dury.

— Cuando Japheth tendría… nueve o diez años— explicó con voz queda, después de tomar otro trago de la petaca— pasamos unos días en los Shawangunks, cazando y poniendo trampas para la caza más pequeña: ardillas, zarigüeyas, mapaches y cosas así… Le enseñé a disparar, pero no estaba muy dotado para eso. Japheth era un trampero nato. Se pasaba todo un día buscando la guarida o el nido de un animal, y luego esperaba horas y horas, a solas en la oscuridad, para poner en marcha su plan. Era todo un talento. Pero un día en que cazábamos por separado y yo había seguido las huellas de un lince, al regresar al campamento oí un grito extraño, terrible. Un lamento. Agudo y débil, pero espantoso. Nada más entrar en el campamento divisé a Japheth. En una de sus trampas había caído una zarigüeya y la estaba… Descuartizaba al animal cuando éste aún estaba con vida. Corrí hacia allí, metí una bala en la cabeza de aquella pobre criatura y aparté a mi hermano a un lado. Vi una especie de brillo diabólico en sus ojos, pero después de recriminarlo a gritos, empezó a llorar y me pareció que lo lamentaba de verdad. Pensé que se trataba de un incidente aislado, una de esas cosas que hace un chiquillo sin darse cuenta y que no la volverá a hacer después de que se le haya reprendido.— Dury empezó a hurgar en la pipa, que se le había apagado.

Kreizler le ofreció otra cerilla.

— Pero no fue así…— le incitó a seguir.

— No— contestó Dury—. Lo volvió a hacer varias veces durante los años siguientes. Es decir, varias veces que yo sepa. A él no le interesaban los animales grandes, como las vacas o los caballos de las granjas de los alrededores. Siempre eran…, siempre eran las criaturas más pequeñas las que parecían despertar eso en él. Yo seguía intentando frenarle, pero entonces…

Se le extinguió la voz y se sentó con la mirada fija en el suelo, al parecer incapaz de seguir. Sin embargo, Kreizler le apremió con suavidad:

— Entonces ocurrió algo todavía peor.

Dury dio una chupada a la pipa y asintió.

— Pero yo no le responsabilicé de lo ocurrido, doctor. Y pienso que estará usted de acuerdo en que hice bien.— Cerró una mano y se golpeó el muslo con el puño—. Pero mi madre, maldita sea, lo tomó como otro ejemplo de la conducta diabólica de Japheth. Aseguraba que lo había llevado siempre dentro de sí… ¡Como si un chico pudiera!

— Me parece que tendrá que ser usted más explícito, señor Dury— le dije.

Este asintió impulsivamente y luego tomó un último trago de whisky, antes de devolver la petaca a Kreizler.

— Sí, sí, lo siento. Déjeme pensar… Esto debió de ser durante el verano de… Aquello ocurrió poco después de que yo me mudara. En el verano del setenta y cinco, debió ser. Japheth tenía once años. En la granja donde yo trabajaba habían contratado hacía poco a un tipo nuevo; tendría unos pocos años más que yo. Un tipo encantador, según todas las apariencias, que se entendía muy bien con los chiquillos. Llegamos a ser buenos amigos, y al final le invité a una partida de caza. Se tomó un gran interés por Japheth, y mi hermano también le cogió afecto… Tanto es así que el tipo nos acompañó en otras salidas. Japheth y él siempre se dedicaban a las trampas, mientras yo cazaba piezas mayores. Le expliqué a ese… a esa cosa que yo pensaba que era un hombre que había que convencer a mi hermano para que dejara de atormentar a los animales que cazaba. El tipo pareció entender muy bien la situación. Yo confiaba en él, ¿comprenden? Creía que iba a cuidar de mi hermano.— Un golpe sordo se oyó en la parte exterior de la pared del granero—. Pero él traicionó mi confianza— dijo Dury, poniéndose en pie—. De la peor manera que un hombre puede hacerlo.— Abrió entonces la sucia ventana y asomó la cabeza al exterior—. ¡Eh, tú! ¡Vete de aquí! ¡Largo!— Volvió a meter la cabeza—. Caballo estúpido. Se cubre de cardos para ir a esa pequeña zona de trébol que crece detrás del granero, pero no veo la forma… Lo siento, caballeros. Sea como fuera, una noche, al llegar al campamento, me encontré a Japheth medio desnudo y llorando, sangrando por el… Bueno, sangrando. Aquel monstruo con quien le había dejado había desaparecido. Nunca volví a verle.

Other books

The Dirty South by Alex Wheatle
Deceit by Fayrene Preston
A Christmas Hope by Stacy Henrie
Campbell's Kingdom by Hammond Innes
The Clay Lion by Jahn, Amalie
Dying for Danish by Leighann Dobbs
Dragon Precinct by Keith R. A. Decandido
Snake in the Glass by Sarah Atwell
The Saint in Action by Leslie Charteris, Robert Hilbert;