—Pensamiento circular, supongo —respondió Sondeluz—. Da la casualidad de que es también mi tipo favorito. Quizá por eso soy tan bueno en este juego.
Bendicevidas frunció el ceño y abrió la boca para responder, pero la cerró, confuso por el comentario de Sondeluz. Convertirte en dios, por desgracia, no aumentaba la capacidad mental a la par de los atributos físicos. A Sondeluz no le importaba. Para él, la verdadera diversión de una partida de tarachin nunca implicaba dónde aterrizaban las esferas.
Bendicevidas efectuó su lanzamiento y luego se sentó.
—En serio, Sondeluz —dijo sonriendo—. ¡Es un cumplido, pero tenerte cerca puede ser agotador!
—Ya —contestó, y dio un sorbo a su bebida—. En eso soy parecido a un mosquito. Llamadaverdadera, ¿no es tu turno?
—Es el tuyo de nuevo —observó Amaclima—. Conseguiste el emparejamiento de la corona en tu último tiro, ¿recuerdas?
—Ah, sí, cómo podría olvidarlo —comentó Sondeluz, poniéndose en pie. Cogió otra esfera, la lanzó al césped por encima del hombro y luego se sentó.
—Quinientos siete puntos —anunció el sacerdote.
—Estás alardeando —dijo Llamadaverdadera.
Sondeluz no hizo ningún comentario. En su opinión, el hecho de que quien menos supiera del juego fuera quien solía hacerlo mejor mostraba un fallo inherente al sistema. Dudó que los otros lo interpretaran así. Los tres estaban muy consagrados a aquel deporte, y lo practicaban todas las semanas. Había tan poco que hacer con su tiempo…
Sondeluz sospechaba que seguían invitándolo sólo para demostrar que podían derrotarlo. Si conociera las reglas, habría intentado perder a propósito para que dejaran de invitarlo. Con todo, le gustaba que sus victorias los molestaran, aunque, naturalmente, ellos nunca lo dejaban entrever y mostraban un perfecto decoro. Fuera como fuese, dadas las circunstancias, Sondeluz sospechaba que no podría perder ni queriendo. Era bastante difícil perder una partida cuando no tenías ni idea de lo que se hacía para ganar.
Llamadaverdadera se dispuso a tirar por fin. Siempre vestía ropas de estilo marcial, y los colores marrón y blanco le sentaban muy bien. Sondeluz sospechaba que siempre se había sentido celoso porque en vez de darle las órdenes sinvida como deber en la corte, tenía el derecho de votar sobre asuntos comerciales con otros reinos.
—Me han comentado que hablaste con la reina hace unos días, Sondeluz —dijo mientras tiraba.
—Así es. He de decir que fue extraordinariamente simpática.
Amaclima soltó una risita, pensando que el último comentario era un sarcasmo, cosa que resultó un poco molesta, pues Sondeluz lo había dicho con toda sinceridad.
—Toda la corte es un clamor —comentó Llamadaverdadera, dándose la vuelta y echando hacia atrás su capa antes de apoyarse en la balaustrada del balcón, a la espera de que calcularan los puntos de su tiro—. Podríamos decir que los idrianos han traicionado el tratado.
—La princesa equivocada —coincidió Amaclima—. Eso nos da una oportunidad.
—Sí —replicó Llamadaverdadera, divertido—, pero ¿una oportunidad para qué?
—¡Para atacar! —exclamó Bendicevidas en su áspero tono habitual. Los otros dos lo miraron con sorpresa.
—Hay muchas más cosas que ganar que eso, Bendicevidas.
—Sí —dijo Amaclima, haciendo girar abstraído el vino en su copa—. Mis planes ya están en marcha, por supuesto.
—¿Y qué planes son esos, divino hermano? —preguntó Llamadaverdadera.
Amaclima sonrió.
—No estaría bien estropear la sorpresa, ¿no?
—Eso depende —dijo Llamadaverdadera fríamente—. ¿Me impedirá exigirle a los idrianos más acceso a los pasos? Estoy dispuesto a apostar que algunas… presiones podrían hacerse a la nueva reina para ganar su favor en semejante propuesta. Dicen que es bastante ingenua.
Sondeluz sintió una leve náusea mientras los otros hablaban. Sabía cómo trazaban planes, siempre conspirando. Jugaban con sus esferas, pero el verdadero motivo de reunirse en esas lides deportivas era negociar y alcanzar acuerdos.
—Su ignorancia debe de ser fingida —dijo Bendicevidas en un raro momento de reflexión—. No la habrían enviado si fuera de verdad tan inexperta.
—Es una idriana —despreció Llamadaverdadera—. Su ciudad más importante tiene menos habitantes que un barrio pequeño de T'Telir. Os aseguro que apenas comprenden qué es la política. Están más acostumbrados a hablar con las ovejas que con los humanos.
Amaclima asintió.
—Aunque esté «bien entrenada» según sus criterios, aquí será fácil manipularla. Será cuestión de asegurarse que otros no lleguen primero. Sondeluz, ¿qué impresión sacaste? ¿Hará con rapidez lo que los dioses le digan?
—Pues no lo sé —contestó, pidiendo que le rellenaran la copa con un gesto—. Como sabéis, no me interesan mucho los juegos políticos.
Amaclima y Llamadaverdadera cruzaron una mirada de complicidad: como la mayoría de los miembros de la corte, consideraban a Sondeluz un caso perdido en lo referente a asuntos prácticos. Y por definición «práctico» significaba «aprovecharse de los demás».
—Sondeluz —dijo Bendicevidas con su voz sincera y sin tacto—, tienes que interesarte más en la política. Puede ser muy entretenida. ¡Si supieras los secretos de los que formo parte!
—Mi querido Bendicevidas —replicó Sondeluz—, por favor, créeme si te digo que no tengo ningún deseo de conocer ningún secreto de tus partes.
Bendicevidas frunció el ceño, intentando comprender la broma.
Los otros dos prosiguieron discutiendo sobre la reina mientras los sacerdotes informaban de la puntuación de la última ronda. Extrañamente, Sondeluz se sentía cada vez más preocupado. Cuando Bendicevidas se levantó para tirar de nuevo, él se incorporó también.
—Mis divinos hermanos —anunció—, de pronto me siento muy cansado. Tal vez sea algo que haya ingerido.
—No la comida que he servido, espero —dijo Llamadaverdadera. Era su palacio.
—Comida no. Las otras cosas que has servido hoy, tal vez. Debo marcharme.
—¡Pero si vas el primero! —exclamó Llamadaverdadera—. ¡Si te marchas ahora tendremos que jugar de nuevo la semana próxima!
—Tus amenazas caen sobre mí como agua, divino hermano —dijo Sondeluz, saludando respetuosamente con la cabeza a cada uno de ellos—. Me despido hasta el momento en que volváis a arrastrarme aquí para jugar este trágico juego vuestro.
Todos rieron. Sondeluz no estaba seguro de si sentirse divertido o insultado porque confundieran tan a menudo sus bromas con declaraciones serias y viceversa.
Llamó a sus sacerdotes, incluido Llarimar, en la sala tras el balcón, pero no le apetecía hablar con nadie. Atravesó el palacio de profundos rojos y blancos, todavía preocupado. Los hombres del balcón eran burdos aficionados comparados con los auténticos maestros de la política, como Encendedora. Eran tan toscos y obvios en sus planes…
Pero incluso los hombres toscos y obvios podían ser peligrosos, sobre todo para una mujer como la reina, quien obviamente tenía poca experiencia en esos menesteres.
«Ya he decidido que no puedo ayudarla», pensó mientras dejaba el palacio y salía a los jardines. A la derecha, una compleja red de cuerdas y señales marcaba el campo de tarachin. Una bola rebotó sordamente en la hierba. Sondeluz se dirigió en dirección contraria, sin esperar a que sus sacerdotes desplegaran el dosel para protegerlo del sol de la tarde.
Seguía preocupándole empeorar las cosas si trataba de ayudar. Pero estaba el asunto de los sueños. Guerra y violencia. Una y otra vez, veía la caída de T'Telir, la destrucción de aquella tierra. No podía continuar ignorando los sueños, aunque no los aceptara como proféticos.
Encendedora creía que la guerra era importante. O, al menos, que era importante prepararse para librarla. Confiaba más en ella que en ningún otro dios o diosa, pero también le preocupaba su agresividad. Ella había acudido a él, pidiéndole que formara parte de sus planes. ¿Lo había hecho, tal vez, porque sabía que sería más templado que ella? ¿Buscaba un equilibrio de forma intencionada?
Sondeluz escuchaba las peticiones, aunque no tenía ninguna intención de renunciar a su aliento y morir. Interpretaba las pinturas, aunque no creyera ver nada profético en ellas. ¿Tal vez podría ayudar a asegurar el poder en la corte? ¿Sobre todo si eso ayudaba a proteger a una joven que, sin duda, no tenía ningún otro aliado?
Llarimar le había dicho que hiciera lo mejor que pudiera. Eso parecía un horrible montón de trabajo. Por desgracia, no hacer nada empezaba a parecer más tedioso aún. A veces, cuando pisas algo hediondo, lo único que puedes hacer es pararte y tomarte la molestia de limpiarlo.
Suspiró y sacudió la cabeza.
—Probablemente voy a lamentar esto —murmuró para sí.
Y entonces fue en busca de Encendedora.
* * *
El hombre era flaco, casi esquelético, y cada uno de los moluscos que engullía hacía que Vivenna diera un respingo por dos motivos: no sólo le resultaba difícil creer que alguien fuera capaz de disfrutar de una comida tan viscosa, parecida a babosas, sino que además los mejillones pertenecían a una variedad muy rara y cara.
Y quien pagaba era ella.
La clientela vespertina del restaurante era numerosa: la gente solía comer fuera a mediodía, cuando resultaba más práctico comprar alimento que volver a casa para comer. La existencia misma de los restaurantes seguía pareciéndole extraña. ¿No tenían esos hombres esposas o sirvientes que les prepararan las comidas? ¿No se sentían incómodos comiendo en lugares públicos? Era tan… impersonal.
Denth y Tonk Fah estaban sentados junto a ella, cada uno a un lado. Y, naturalmente, se sirvieron también del plato de mejillones. Vivenna no estaba segura (había decidido no preguntar), pero tenía la impresión de que estaban crudos.
El hombre flaco que tenía enfrente engulló otro molusco. No parecía estar disfrutando mucho a pesar del caro ambiente y la comida gratis. Tenía una mueca en los labios y aunque no parecía nervioso, ella advirtió que no quitaba ojo de la entrada del restaurante.
—Bien —dijo Denth, dejando otra cáscara vacía sobre la mesa y limpiándose los dedos en el mantel, una práctica común en T'Telir—. ¿Puedes ayudarnos o no?
El hombrecito (se hacía llamar Fob) se encogió de hombros.
—Cuentas una historia descabellada, mercenario.
—Ya me conoces, Fob. ¿Cuándo te he mentido?
—Cada vez que te han pagado para que lo hicieras —replicó Fob con una mueca—. Lo que pasa es que nunca he podido pillarte.
Tonk Fah se echó a reír y cogió otro mejillón. Se deslizó de la concha cuando se lo llevaba a la boca: Vivenna tuvo que contenerse para no vomitar al oír el sonido viscoso que produjo a caer en la mesa.
—Pero tienes claro que se avecina la guerra —declaró Denth.
—Por supuesto —dijo Fob—. Pero es así desde hace décadas. ¿Qué te hace pensar que finalmente sucederá este año?
—¿Puedes permitirte ignorar que podría suceder? —replicó Denth.
Fob se rebulló un poco y siguió engullendo mejillones. Tonk Fah hizo acopio de conchas, comprobando cuántas podía equilibrar unas encima de otras. Vivenna guardaba silencio. Su pequeña participación en aquellos encuentros no le preocupaba. Observaba, aprendía y pensaba.
Fob era propietario de tierras. Talaba y despejaba bosques, y luego alquilaba la tierra a los sembradores. A menudo recurría a los sinvida para que le ayudaran a desbrozar: trabajadores que le prestaba el gobierno. Sólo había una condición en su contrato. Si estallaba la guerra, todos los alimentos producidos en sus tierras durante el período de conflicto se convertían en propiedad de los Retornados.
Era un buen trato. El gobierno probablemente requisaría todas las tierras productivas durante una guerra, así que realmente no perdía nada excepto su derecho a quejarse.
Comió otro mejillón. «¿Es qué nunca se sentirá ahíto?», pensó Vivenna. Fob había conseguido comer casi el doble de repugnantes bichos que Tonk Fah.
—La cosecha no se producirá, Fob —dijo Denth—. Perderás bastante este año, si tenemos razón.
—Pero si recolectas antes de tiempo —intervino Tonk Fah, añadiendo otra concha a su montón—, podrás adelantarte a tus competidores.
Guardaron silencio, lo que les permitió escuchar el ruido de los otros comensales. Denth finalmente se volvió, miró a Vivenna y asintió.
Ella se retiró un poco el pañuelo de la cabeza. No era el pañuelo de matrona que había traído de Idris, sino otro muy fino de seda que Denth le había procurado. Miró a Fob a los ojos, y entonces cambió su pelo a un rojo oscuro. Con el pañuelo puesto, sólo los miembros de la mesa y los que observaran con atención podían ver el cambio.
Fob vaciló.
—Vuelve a hacer eso —pidió.
Ella lo cambió a rubio.
Fob se echó hacia atrás en su asiento, dejando que el mejillón cayera de su concha. Cayó sobre la mesa, cerca del que se le había caído a Tonk Fah.
—¿Eres la reina? —preguntó con sorpresa.
—No —respondió ella—. Su hermana.
—¿Qué está pasando aquí?
Denth sonrió.
—Ha venido a organizar una resistencia contra los dioses retornados y para preparar los intereses idrianos en T'Telir con vistas a la guerra.
—No creerás que ese viejo rey de las montañas enviaría a su hija para nada, ¿no? —dijo Tonk Fah—. Guerra. Es lo único que explica esa medida.
—Tu hermana… —Fob miró a Vivenna—. Enviaron a la más joven a la corte. ¿Por qué?
—Los planes del rey son suyos, Fob —dijo Denth.
Fob pareció dudar. Finalmente, echó el mejillón caído en el plato de conchas y cogió otro.
—Sabía que había algo más en la llegada de la chica que la simple casualidad.
—¿Entonces harás la recolección? —preguntó Denth.
—Me lo pensaré.
Denth asintió.
—Supongo que eso basta de momento.
Le hizo una seña a Vivenna y Tonk Fah, y los tres dejaron a Fob comiendo sus mejillones. Vivenna pagó la cuenta (que fue aún más dolorosa de lo que esperaba), y luego se reunieron con Parlin, Joyas y Clod el sinvida, que esperaban fuera. Se marcharon internándose en la multitud sin problema, tal vez porque el enorme sinvida les abría paso.
—¿Y ahora dónde? —preguntó Vivenna.
Denth la miró.
—¿No estás cansada?
Ella no le hizo caso a sus pies doloridos ni a su agotamiento.
—Estamos trabajando por el bien de mi pueblo, Denth. Un poco de cansancio es un precio pequeño.