Él vaciló.
«¿Austre?»
Siri se ruborizó y su pelo enrojeció.
—Lo siento. Probablemente no debería hablar de otros dioses delante de ti.
«¿Otros dioses? ¿Como los de la corte?»
—No. Austre es el dios idriano.
«Comprendo —escribió Susebron—. ¿Es muy apuesto?»
Siri se echó a reír.
—No, no comprendes. No es un retornado, como tú o Sondeluz. Es… bueno, no sé. ¿Los sacerdotes no te explicaron las otras religiones?
«¿Otras religiones?»
—Claro. Quiero decir, no todo el mundo adora a los retornados. Los idrianos como yo adoran a Austre, y la gente de Phan Kahl, como Dedos Azules… bueno, no sé a qué adoran realmente, pero no es a vosotros.
«Qué extraño. Si vuestros dioses no son Retornados, ¿entonces qué son?»
—No son dioses. Es sólo uno. Lo llamamos Austre. Los hallandrenses solían adorarlo también antes… —Estuvo a punto de decir antes de volverse herejes—. Antes de que llegara Dalapaz y decidieran adorar a los retornados.
«Pero ¿quién es ese Austre?»
—No es una persona. Es más bien una fuerza. Ya sabes, el ser que vigila a toda la gente, que castiga a quienes no hacen lo que está bien y bendice a los que son dignos.
«¿Has visto a esa criatura?»
Siri se echó a reír.
—Por supuesto que no. No se puede ver a Austre.
Susebron la miró frunciendo el ceño.
—Lo sé. Debe parecerte una tontería. Pero bueno, nosotros sabemos que está ahí. Cuando veo algo hermoso en la naturaleza, cuando contemplo las montañas, con sus flores silvestres creciendo en pautas que de algún modo son mejores que las que podría haber plantado el hombre… lo sé. La belleza es real. Eso es lo que me recuerda a Austre. Además, tenemos a los retornados, incluyendo al Primer Retornado, Vo. Él tenía las Cinco Visiones antes de morir, y debían proceder de alguna parte.
«Pero ¿no creéis en el culto a los Retornados?»
Siri se encogió de hombros.
—No lo he decidido todavía. Mi pueblo predica contra ello. No les gusta la forma en que Hallandren entiende la religión.
Él permaneció en silencio durante largo rato.
«Entonces… ¿no te gusta la gente como yo?»
—¿Qué? ¡Pues claro que me gustas! ¡Eres muy dulce!
Él frunció el ceño y escribió: «No creo que se suponga que los reyes-dioses sean dulces.»
—Muy bien —dijo ella, poniendo los ojos en blanco—. Eres terrible y poderoso. Asombroso y divino. Y dulce.
«Mucho mejor —escribió él, sonriendo—. Me gustaría mucho conocer a ese Austre.»
—Te presentaré a algunos monjes alguna vez. Deberían poder ayudarte con eso.
«Ahora te estás burlando de mí.»
Siri sonrió mientras él la miraba. No había dolor en sus ojos.
No parecía importarle la burla; de hecho, parecía encontrarla interesante. Le gustaba intentar captar cuándo ella hablaba en serio y cuándo no.
Él volvió a bajar la mirada. «Sin embargo, más que conocer a este dios, me gustaría ver las montañas. Parece que las quieres mucho.»
—Así es —contestó Siri. Había pasado mucho tiempo sin pensar en Idris. Pero ahora que él la mencionaba, recordó la fresca y libre sensación de los prados por los que había corrido no hacía mucho tiempo. La nitidez del aire helado, algo que sospechaba no se podría encontrar nunca en Hallandren.
Las plantas de la Corte de los Dioses eran cultivadas, atendidas y recortadas a la perfección. Eran hermosas, pero los campos silvestres de su patria tenían su propia característica especial.
Susebron volvió a escribir. «Sospecho que las montañas son preciosas, como has dicho. Sin embargo, creo que lo más hermoso de ellas ya ha venido a mí.»
Siri se sobresaltó y se ruborizó. Él parecía tan franco que ni siquiera se le veía cohibido o tímido por el osado piropo.
—¡Susebron! Tienes el corazón de un seductor.
«¿Seductor? Sólo digo lo que veo. No hay nada tan maravilloso como tú, ni siquiera en mi propia corte. Las montañas deben de ser realmente especiales, para producir tanta belleza.»
—¿Ves? Ahora has ido demasiado lejos. He visto a las diosas de tu corte. Son muchísimo más hermosas que yo.
«La belleza no es sólo el aspecto que tiene una persona. Mi madre me enseñó eso. Los viajeros de mi libro de cuentos no deben considerar fea a la anciana, pues podría ser por dentro una hermosa diosa.»
—Esto no es un cuento, Susebron.
«Sí que lo es. Todos esos cuentos son sólo historias contadas por gente que vivió antes que nosotros. Lo que dicen sobre la humanidad es cierto. He observado y he visto cómo actúa la gente.»
Borró y continuó.
«Es extraño, para mí, interpretar estas cosas, pues no veo como los hombres normales. Soy el rey-dios. A mis ojos, todo tiene la misma belleza.»
Siri frunció el ceño.
—No comprendo.
«Tengo millares de alientos. Es difícil ver como ve la gente: sólo a través de las historias de mi madre puedo ver su forma de ser. Todos los colores son belleza a mis ojos. Cuando los demás miran a las personas, una puede parecerles a veces más hermosa que otra. Para mí no es así. Yo sólo veo el color. Los ricos y maravillosos colores que componen todas las cosas y les dan vida. No puedo concentrarme sólo en el rostro, como hacen muchos. Veo la chispa de los ojos, el sonrosado de las mejillas, los tonos de la piel… incluso cada pequeña imperfección muestra algo peculiar. Todas las personas son maravillosas.»
Borró.
«Y por eso, cuando hablo de belleza, debo hablar de otras cosas aparte de estos colores. Y tú eres diferente. No sé cómo describirlo.»
Alzó la cabeza y de pronto Siri fue consciente de lo cerca que estaban el uno del otro. Ella, sólo con su ropa interior, con la fina sábana cubriéndola. Él, alto y ancho, brillando con un alma que hacía que los colores de las sábanas se expandieran como la luz a través de un prisma. Susebron sonrió a la luz de la chimenea.
«Oh, cielos… —pensó ella—. Esto es peligroso.»
Se aclaró la garganta y se incorporó, ruborizándose todavía más.
—Bien. Humm, sí. Muy bonito. Gracias.
Él la miró. «Ojalá pudiera permitirte volver a tu casa, para ver de nuevo tus montañas. Tal vez podría explicarle esto a los sacerdotes.»
Ella palideció.
—No creo que sea buena idea decirles que sabes leer.
«Podría usar la letra de los artesanos. Es muy difícil de escribir, pero me la enseñaron para que pudiera comunicarme con ellos, si lo necesitaba.»
—Es igual. Decirles que quieres enviarme a casa podría dar a entender que has estado hablando conmigo.
Él dejó de escribir unos instantes.
«Tal vez eso sería buena cosa.»
—Susebron, están planeando matarte.
«No tienes pruebas de eso.»
—Bueno, es sospechoso, al menos. Los dos últimos reyes-dioses murieron a los pocos meses de engendrar un heredero.
«Eres demasiado desconfiada. Te digo que mis sacerdotes son buenas personas.»
Ella lo miró a los ojos.
«Excepto cuando me quitaron la lengua», admitió él.
—Y al mantenerte encerrado, y no decirte nada. Mira, aunque no estén planeando matarte, saben cosas que no te dicen. Tal vez es algo que tiene que ver con la biocroma, algo que te hace morir cuando llega el heredero.
Siri frunció el ceño, y se echó hacia atrás. «¿Podría ser eso?», se preguntó de repente.
—Susebron, ¿cómo transmites tus alientos?
Él vaciló.
«No lo sé. Yo… no sé mucho al respecto.»
—Yo tampoco. ¿Pueden quitártelo? ¿Dárselo a tu hijo? ¿Y si eso te mata?
«No harían eso.»
—Pero tal vez sea posible. Y tal vez eso es lo que pasa. ¡Por eso tener un hijo es tan peligroso! Tienen que crear a un nuevo rey-dios y matarte para hacerlo.
Él permaneció sentado con la pizarra en el regazo, y luego sacudió la cabeza y escribió: «Soy un dios. No me dan alientos, nazco con ellos.»
—No —insistió Siri—. Dedos Azules me dijo que lleváis recolectándolos siglos. Que cada rey-dios recibe dos alientos por semana, en vez de uno, para ampliar sus reservas.
«Lo cierto es que algunas semanas recibo tres o cuatro», admitió él.
—Pero sólo necesitas uno a la semana para sobrevivir.
«Sí.»
—¡Y no pueden dejar que esa riqueza muera contigo! Le tienen demasiado miedo para dejarte utilizarlo, pero tampoco pueden permitirse perderlo. Así, cuando nace un nuevo niño, toman el aliento del rey antiguo, matándolo, y se lo dan al nuevo.
«Pero los Retornados no pueden usar su aliento para despertar. Así que mi tesoro de alientos es inútil.»
Esto la hizo dudar. Había oído eso.
—¿Se refiere eso sólo al aliento con el que naces, o incluye los alientos extra que se han añadido?
«No lo sé.»
—Apuesto a que podrías usar esos alientos extra si quisieras. Si no, ¿por qué quitarte la lengua? Quizá no puedas acceder y usar ese aliento que caracteriza a los retornados, pero tienes miles y miles de alientos de sobra.
Susebron reflexionó unos instantes. Luego se levantó y se acercó a la ventana. Contempló la oscuridad más allá. Siri frunció el ceño, recogió la pizarra y cruzó la habitación. Se acercó vacilante, vestida sólo con su ropa interior.
—¿Susebron?
Él continuó mirando por la ventana. Ella se puso a su lado, cuidando de no tocarlo, y se asomó también. Luces de colores chispeaban en la ciudad más allá del muro de la Corte de los Dioses. Más allá estaba la oscuridad. El mar tranquilo.
—Por favor —dijo ella, colocándole la pizarra en las manos—. ¿Qué ocurre?
Él vaciló, pero aceptó la pizarra. «Lo siento —escribió—. No quiero parecer petulante.»
—¿Es porque sigo desafiando a tus sacerdotes?
«No. Tienes teorías interesantes, pero creo que sólo son suposiciones. No sabes si los sacerdotes planean lo que dices. Eso no me molesta.»
—¿Qué es, entonces?
Él borró la pizarra con la manga de su túnica. «No crees que los Retornados sean divinos.»
—Creí que ya habíamos hablado de eso.
«Lo hemos hecho. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que éste es el motivo de que me trates así. Eres diferente porque no crees en mi divinidad. ¿Es ese el único motivo por el que te encuentro interesante? Y, si no crees, eso me entristece. Porque un dios es quien soy, y lo que soy, y si no crees en ello, me hace pensar que no me comprendes.»
Hizo una pausa.
«Sí. Suena petulante. Lo siento.»
Ella sonrió y, vacilante, le tocó el brazo. Él se quedó inmóvil, bajó la mirada, pero no retrocedió como solía. Así que ella se apoyó contra su brazo.
—No tengo que creer en ti para comprenderte. Yo diría que es la gente que te adora quien no te comprende. No pueden acercarse a ti, ver quién eres realmente. Están demasiado concentrados en el aura y la divinidad.
Él no respondió.
—Y no soy diferente porque no crea en ti. Hay mucha gente en palacio que no cree. Dedos Azules, algunas de las criadas que visten de marrón, otros escribas. Te sirven tan reverentemente como los sacerdotes. Yo sólo soy… bueno, del tipo irreverente. Tampoco le hacía caso a mi padre ni a los monjes allá en casa. Tal vez eso es lo que necesitas. Alguien que esté dispuesto a mirar más allá de tu divinidad y se preocupe por conocerte.
Él asintió lentamente. «Es un consuelo —escribió—. Aunque es muy extraño ser un dios que tiene una esposa que no cree en él.»
«Esposa», pensó Siri. A veces era difícil tomar conciencia de ello.
—Bueno, creo que a todos los hombres les vendría bien tener una esposa que no esté tan arrobada con él como todo el mundo. Alguien tiene que mantenerte humilde.
«La humildad es contraria a la deidad.»
—¿Como la dulzura? —preguntó ella.
Susebron se rió. «Sí, algo así.» Soltó la pizarra. Entonces, vacilante, un poco asustado, rodeó con un brazo los hombros de ella, atrayéndola mientras contemplaban por la ventana las luces de una ciudad llena de colores, incluso de noche.
* * *
Cadáveres. Cuatro. Yacían en el suelo, la sangre de un extraño tono oscuro manchando la hierba.
Era el día posterior a la visita de Vivenna al jardín de D'Denir para reunirse con los falsificadores. El sol brillaba con fuerza sobre la aturdida multitud. Los silenciosos D'Denir esperaban en filas tras ellas, soldados de piedra que no marcharían nunca. Sólo ellos habían visto morir a los cuatro hombres.
La gente murmuraba comentarios, esperando a que la guardia de la ciudad terminara su inspección. Denth había traído rápidamente a Vivenna, antes de que retiraran los cadáveres. Lo había hecho a solicitud suya. Ahora deseaba no haberlo pedido nunca.
A sus ojos amplificados, los colores de la sangre sobre la hierba eran sumamente intensos. Rojo y verde. Casi era violeta en combinación. Vivenna contempló los cadáveres, experimentando una extraña sensación de desconexión. Color. Era muy extraño ver los colores de la piel palidecida. Podía notar la diferencia, la diferencia intrínseca, entre la piel viva y la piel muerta.
Ésta era diez tonos más blanca que la piel viva. La causa era la sangre que ya no fluía por las venas. Era casi como… como si la sangre fuera el color, vaciada de su recipiente: la pintura de una vida humana descuidadamente derramada, dejando el lienzo vacío.
Apartó la mirada.
—¿Lo ves? —dijo Denth, a su lado.
Ella asintió en silencio.
—Preguntaste por él. Bien, esto es lo que hace. Por eso estamos tan preocupados. Mira esas heridas.
Ella se volvió. A la creciente luz de la mañana, pudo ver algo que no había advertido antes. La piel alrededor de las heridas de espada había perdido completamente el color. Las heridas en sí tenían un oscuro reborde negro. Como si hubieran sido infectadas por una terrible enfermedad.
Se volvió hacia Denth.
—Vámonos —dijo él, alejándola de la multitud mientras los guardias empezaban por fin a dispersar a los curiosos.
—¿Quiénes eran? —preguntó ella en voz baja.
Denth miró al frente.
—Una banda de ladrones. Trabajé con ellos.
—¿Crees que puede intentarlo con nosotros?
—No estoy seguro. Probablemente podría encontrarnos si quisiera. No lo sé.
Tonk Fah se acercó mientras pasaban entre las estatuas de D'Denir.
—Joyas y Clod están en alerta —dijo—. Ninguno de nosotros lo ha visto por ninguna parte.
—¿Qué le ha pasado a la piel de esos hombres? —preguntó Vivenna.