—En cualquier caso, sé una de las cosas que hace en casa.
—No le entiendo, Tom. Este estúpido Joe… ése soy yo. Siempre lo he sido. Siempre lo seré.
—Está durmiendo con mi chica… la hermana de su mecanógrafa.
—No sé lo que quiere decir.
—Pregúntele a ella. Fue ella quien lo arregló. Pyle se ha llevado a mi chica.
—Mire Fowler, pensé que había venido aquí por negocios. No podemos permitir escenas en la oficina, entiende.
—He venido a ver a Pyle, pero supongo que se esconde.
—Vamos, es usted el último hombre que podría decir una cosa así. Después de lo que Alden hizo por usted.
—Oh sí, sí, desde luego. Me salvó la vida, ¿verdad? Pero nunca le pedí que lo hiciera.
—Y lo hizo con gran riesgo de la suya. Ese muchacho tiene agallas.
—Me tienen sin cuidado sus agallas. Hay otras partes de su cuerpo que vienen más a cuento.
—Vamos, no podemos seguir con esas insinuaciones, Fowler, con una señora en la habitación.
—La señora y yo nos conocemos bien. A mí no pudo sacarme dinero, pero lo está haciendo con Pyle. Muy bien. Sé que me estoy comportando mal, pero voy a seguir comportándome mal. Éste es el tipo de situación en el que la gente se comporta mal.
—Tenemos mucho trabajo que hacer. Hay un informe sobre la producción de caucho…
—No se preocupe. Me voy. Sólo dígale a Pyle si llama por teléfono que estuve aquí. Quizá le parezca cortés devolver la visita.
Y le dije a la hermana de Phuong:
—Espero que hayan establecido el acuerdo económico con testigos ante notario público y el cónsul norteamericano y la Iglesia de la Ciencia Cristiana.
Salí al pasillo. Enfrente había una puerta con el cartel de «Caballeros». Entré y eché el pestillo, y sentándome con la cabeza apoyada en la fría pared me puse a llorar. No había llorado hasta ahora. Incluso en los retretes tenían aire acondicionado, con lo que pronto el aire templado y tibio me secó las lágrimas como seca la saliva de la boca y la semilla del cuerpo.
Dejé los asuntos en las manos de Domínguez y me fui al norte. Tenía amigos en Haiphong en el escuadrón Gascogne, y podía pasar las horas en el bar del aeropuerto, o jugando a los bolos en el camino de gravilla que había fuera. Oficialmente yo estaba en el frente: podía competir con Granger en lo de tomarme las cosas muy en serio, pero no le iba a servir más a mi periódico que lo que le había servido mi excursión a Phat Diem. Pero si uno escribe sobre la guerra, el propio respeto exige que de vez en cuando se compartan los riesgos.
No era fácil compartirlos ni siquiera durante un período muy limitado, ya que habían llegado órdenes de Hanói de que sólo se me permitiera estar en las incursiones horizontales… incursiones que en esta guerra eran tan seguras como un viaje en autobús, porque volábamos por encima del alcance de las baterías pesadas; estábamos a salvo de cualquier cosa excepto un error del piloto o un fallo en el motor. Salíamos de acuerdo con el horario y regresábamos a casa de acuerdo con el horario: las cargas de bombas bajaban diagonalmente y la espiral de humo subía desde el cruce de carreteras o el puente, y entonces volvíamos para la hora del aperitivo y para jugar con nuestros bolos de hierro en la gravilla.
Una mañana en la cantina de la ciudad, cuando bebía coñac con soda con un joven oficial que sentía un deseo irreprimible de visitar la playa de Southend, nos llegaron las órdenes para una misión.
—¿Quiere venir?
Dije que sí. Hasta una incursión horizontal era una forma de matar el tiempo y de matar las ideas. Cuando conducía hacia el aeropuerto, me dijo:
—Éste es un ataque vertical.
—Pensaba que se me había prohibido…
—Mientras no escriba nada sobre ello. Tendrá la oportunidad de ver una zona del país, cerca de la frontera china, que no ha visto anteriormente. Cerca de Lai Chau.
—Creía que ahí estaba todo en calma… y en manos francesas.
—Y estaba. Pero capturaron el lugar hace dos días. Nuestros paracaidistas están sólo a unas pocas horas de distancia. Queremos que los viets sigan con las cabezas metidas en sus agujeros hasta que rescatemos el puesto. Significa volar en picado y disparar con ametralladora. Sólo podemos disponer de dos aviones… hay uno trabajando ahora. ¿Ha realizado este tipo de vuelos antes?
—No.
—Es un poco incómodo cuando no se está acostumbrado.
El escuadrón Gascogne tenía sólo pequeños bombarderos B.26… los franceses los llamaban prostitutas porque con sus alas cortas no tenían medios visibles de sustento. Me vi metido en un pequeño asiento de metal del tamaño de un sillín de bicicleta, con las rodillas contra la espalda del piloto. Subimos por el río Rojo, ascendiendo lentamente, y el río Rojo a esa hora era realmente rojo. Era como si volviera uno al pasado y lo mirara con los ojos del antiguo geógrafo que le puso el nombre por primera vez, justamente en esa hora en la que los últimos rayos del sol lo cubrían de orilla a orilla; entonces dimos la vuelta, a tres mil metros, hacia el río Negro, realmente negro, lleno de sombras, que estaba fuera del ángulo de la luz, y el enorme escenario majestuoso de las gargantas y desfiladeros y junglas daba vueltas a nuestro alrededor y se nos presentaba erguido debajo de nosotros. Se podía soltar un escuadrón en aquellos campos verdes y grises sin que dejara más rastro que el de unas cuantas monedas en un campo sembrado. Muy por delante de nosotros un avioncito se movía como un mosquito. Lo íbamos a reemplazar.
Volamos en círculo por encima de la torre y el pueblo rodeado de un cinturón verde, luego subimos en tirabuzón por el aire deslumbrante. El piloto, que se llamaba Trouin, se volvió hacia mí y me hizo un guiño. En el volante tenía los botones que controlaban la ametralladora y el depósito de las bombas. Sentí ese cosquilleo en el estómago, cuando nos pusimos en posición para iniciar el vuelo en picado, ése que acompaña cualquier experiencia nueva… el primer baile, la primera fiesta, el primer amor. Me acordé del Great Racer de la exposición de Wembley cuando llegaba al punto más alto… no había forma de escaparse: estaba uno atrapado en la experiencia. Tuve únicamente tiempo de leer en la estera 3000 metros cuando bajábamos. Todo eran ahora sensaciones, no se veía nada. Me vi comprimido contra la espalda del piloto: era como si algo enormemente pesado me estuviera apretando el pecho. No fui consciente del momento en que salieron las bombas; entonces repiqueteó la ametralladora y la cabina se llenó del olor de la pólvora, y dejé de sentir el peso en el pecho cuando subíamos, y era el estómago el que se me caía, en espiral como un suicida, hacía el suelo que habíamos abandonado. Durante cuarenta segundos Pyle había dejado de existir: hasta la soledad había dejado de existir. Cuando subíamos en un gran arco vi el humo a través de la ventanilla lateral que apuntaba hacia mí. Antes del segundo vuelo en picado sentí miedo —miedo de ser humillado, miedo de vomitar en la espalda del piloto, miedo de que mis pulmones ya viejos no aguantaran la presión—. Después del vuelo número diez ya sólo era consciente de la irritación que sentía… el asunto se había prolongado demasiado tiempo, ya era hora de regresar. Y volvimos a subir en vertical fuera del alcance de la batería, esquivándola, mientras el humo nos circundaba. El pueblo estaba rodeado de montañas por todos lados. Teníamos que hacer cada vez el mismo acercamiento, a través del mismo hueco libre. No había forma de cambiar el ataque. Cuando hicimos el vuelo número catorce pensé, ahora que ya me había librado del miedo a la humillación: «sólo tienen que fijar una batería en la posición adecuada». Volvimos a subir la nariz al cielo sin peligro… quizá ni siquiera tenían una ametralladora. Los cuarenta minutos de la patrulla me habían parecido interminables, pero me habían liberado de la preocupación de los pensamientos personales. El sol se estaba hundiendo cuando volvíamos a la base: había pasado el momento del geógrafo: el río Negro no era ya negro, y el río Rojo era sólo dorado.
Volvimos a bajar, lejos de la jungla retorcida llena de fisuras, hacia el río, planeando sobre los abandonados arrozales, lanzados como una sola bala hacia un pequeño sampán que navegaba por un riachuelo amarillo. El cañón hizo un solo disparo, y el sampán estalló en pedazos en una lluvia de chispas: no esperamos siquiera a ver a nuestras víctimas luchando por sobrevivir, sino que ascendimos y pusimos rumbo a casa. Pensé lo mismo que había pensado en Phat Diem cuando vi al niño muerto: «odio la guerra». Había habido algo tan desagradable en aquella elección fortuita y repentina de una presa… había sido una casualidad que pasáramos en ese momento, sólo se necesitaba un disparo, y no había nadie que nos devolviera el fuego, y seguíamos otra vez, añadiendo nuestra pequeña participación a los muertos del mundo.
Me puse los auriculares para oír lo que me decía el capitán Trouin.
—Vamos a hacer un pequeño desvío —dijo—. La puesta de sol es maravillosa en los
calcaire
. No debe usted perdérsela —añadió gentilmente, como un anfitrión que te está enseñando las bellezas de su finca, y durante unos ciento cincuenta kilómetros perseguimos la puesta de sol sobre el Baie d’Along.
La cara encasquetada de apariencia marciana miraba melancólicamente lo que había fuera, las arboledas doradas allá abajo entre las grandes extensiones y arcos de piedra porosa, y las heridas de los asesinatos dejaron de sangrar.
El capitán Trouin insistió aquella noche en ser mi anfitrión en el fumadero de opio, aunque él no fumara. Le gustaba el olor, según me dijo, le gustaba la sensación de tranquilidad al final del día, pero en su profesión el relajamiento no podía ir más allá. Había oficiales que fumaban, pero eran del ejército… él tenía que dormir. Nos instalamos en un pequeño cubículo entre una hilera de cubículos similar a un dormitorio de colegio, y el propietario chino me preparó las pipas. No había fumado desde que me había dejado Phuong. Frente a mí una
métisse
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de piernas largas y hermosas yacía encogida entre el humo, leyendo una llamativa revista femenina, y en el siguiente cubículo dos chinos de mediana edad hacían transacciones comerciales, sorbiendo té, con las pipas a un lado.
Le dije:
—Ese sampán, el de esta tarde, ¿nos hacía algún daño?
—¿Quién sabe? —me respondió Trouin—, tenemos órdenes de disparar a cualquier cosa que divisemos en esa zona del río.
Me fumé la primera pipa. Intentaba no pensar en todas las pipas que había fumado en casa. Me dijo Trouin:
—El asunto de hoy… no es eso lo peor para una persona como yo. Cuando estábamos sobre el pueblo podían habernos derribado. El riesgo que corríamos era tan grande como el que corrían ellos. Lo que detesto son los bombardeos con napalm. Desde mil metros, sin peligro —hizo un gesto de desesperanza—. Se ve la jungla ardiendo. Sabe Dios lo que podría verse desde el suelo. Los pobres diablos se queman vivos, las llamas los cubren como agua. Se ven empapados de fuego —lo decía con rabia contra todo un mundo que no comprendía—, yo no estoy haciendo una guerra colonial. ¿Cree usted que haría estas cosas por los colonos de Terre Rouge? Antes preferiría que me llevaran ante un consejo de guerra. Estamos luchando en todas las guerras de ustedes, pero nos dejan a nosotros la culpa.
—Ese sampán —dije.
—Sí, también ese sampán.
Me observó mientras me estiraba para alcanzar la segunda pipa.
—Lo envidio por sus medios de escape.
—No sabe usted de lo que estoy huyendo. No es de la guerra. No es asunto mío. No estoy involucrado.
—Todos ustedes lo estarán. Un día.
—Yo no.
—Todavía cojea.
—Tenían derecho a dispararme, pero ni siquiera lo hicieron. Derribaron una torre. Se debe evitar siempre a los escuadrones de demolición. Incluso en Piccadilly.
—Algún día ocurrirá algo. Tendrá que tomar usted partido.
—No, me vuelvo a Inglaterra.
—Esa fotografía que me enseñó una vez…
—Oh, la he roto. Ella me ha dejado.
—Lo siento.
—Así ocurren las cosas. Uno deja a la gente, y luego se da vuelta la tortilla. Casi me hace creer en la justicia.
—Yo sí creo. La primera vez que arrojé el napalm pensé, éste es el pueblo donde nací. Ahí es donde vive M. Dubois, el viejo amigo de mi padre. El panadero —le tenía mucho afecto al panadero cuando era niño— va corriendo por ahí envuelto en las llamas que yo he arrojado. Los hombres de Vichy no bombardearon su propio país. Yo me sentía peor que ellos.
—Pero usted todavía sigue.
—Eso son estados de ánimo. Aparecen sólo con el napalm. El resto del tiempo pienso que estoy defendiendo a Europa. Y sabe usted, los otros… también ellos hacen algunas cosas monstruosas. Cuando fueron expulsados de Hanói en 1946 dejaron terribles recuerdos detrás, entre su propia gente —gente que pensaban ellos que nos ayudaban—. Había una chica en el depósito de cadáveres… no le habían cortado sólo los pechos, habían mutilado a su amante y le habían metido el…
—Por eso no quiero verme implicado.
—No es un asunto de razón o de justicia. Todos nos vemos involucrados en un momento de emoción y entonces no podemos escapar. La guerra y el amor… siempre se les ha comparado.
Miró tristemente al otro lado del dormitorio, hacia donde la
métisse
estaba tumbada con gran tranquilidad momentánea. Y dijo:
—No lo aceptaría de otra forma. Ahí tiene a una muchacha a la que han implicado sus padres… ¿cuál será su futuro cuando caiga este puerto? Francia es sólo su media patria…
—¿Pero va a caer este puerto?
—Usted es periodista. Sabe mejor que yo que no vamos a ganar. Sabe que la carretera a Hanói la cortan y la minan todas las noches. Sabe que perdemos una promoción de St Cyr todos los años. Fuimos casi derrotados en el cincuenta. De Lattre nos ha dado dos años de gracia… eso es todo. Pero somos profesionales: tenemos que continuar luchando hasta que los políticos nos ordenen parar. Probablemente consigan reunirse y acordar la misma paz que podrían haber establecido desde el principio, convirtiendo en inútiles todos estos años.
Aquella cara fea que me había hecho un guiño antes del vuelo en picado tenía ahora cierto tipo de brutalidad profesional como una máscara de Navidad con agujeros a través de los cuales nos miran los ojos de un niño.
—No puede usted comprender lo inútil de todo esto, Fowler. No es usted uno de nosotros.