—Vaya, entren —dije—, entren.
—No conseguía que me oyera —dijo Pyle.
—Al principio estaba dormido, y luego no quería que me molestaran. Pero ya
me ha
molestado, así que entre.
—¿Dónde lo encontraste? —le pregunté en francés a Phuong.
—Aquí. En el pasillo —dijo—. Lo oí llamar y subí corriendo para dejarlo entrar.
—Siéntese —le dije a Pyle—. ¿Quiere tomar café?
—No, y no quiero sentarme, Thomas.
—Yo sí que tengo que sentarme. Esta pierna mía se cansa. ¿Recibió mi carta?
—Sí. Ojalá no la hubiera escrito.
—¿Por qué?
—Porque no era más que un montón de mentiras. Confiaba en usted, Thomas.
—No debería usted confiar en nadie cuando hay una mujer por medio.
—Entonces no puede usted confiar en mí después de esto. Subiré aquí a escondidas cuando esté usted fuera, escribiré cartas con sobres mecanografiados. Quizá esté creciendo, Thomas.
Pero había lágrimas en su voz, y parecía más joven que nunca.
—¿No podía usted ganar sin mentir?
—No. Ésta es la doblez europea, Pyle. Tenemos que compensar nuestra falta de suministros. Sin embargo, debo haber estado bastante torpe. ¿Cómo descubrió las mentiras?
—Fue la hermana de Phuong —dijo—. Trabaja para Joe ahora. La acabo de ver. Sabe que lo han llamado a usted a Inglaterra.
—Ah, es eso —dije con alivio—. Phuong también lo sabe.
—¿Y la carta de su mujer? ¿La conoce Phuong? Su hermana la ha visto.
—¿Cómo?
Vino aquí a ver a Phuong cuando usted estaba fuera ayer, y Phuong se la enseñó. No puede usted engañarla. Ella sabe inglés.
—Entiendo.
No había motivo para enfadarse con nadie —era demasiado evidente que el ofensor era yo, y Phuong le habría enseñado la carta probablemente para presumir… no era un signo de desconfianza.
—¿Sabías todo esto desde anoche? —le pregunté a Phuong.
—Sí.
—Me di cuenta de que estabas callada —le acaricié el brazo—. Podrías haber estado hecha una furia, pero eres Phuong… no una furia.
—Tenía que pensar —me dijo.
Y me acordé de cómo, al despertarme durante la noche, había sabido por lo irregular de su respiración que no estaba dormida. Le había alargado mi brazo y le había preguntado:
Le cauchemar?
[42]
. Solía tener pesadillas cuando llegó por vez primera a la rue Catinat, pero anoche había negado con la cabeza ante mi sugerencia: tenía la espalda vuelta hacia mí y yo había pegado la pierna contra ella… el primer movimiento de la fórmula del amor. Ni siquiera entonces había notado nada malo.
—¿No puede usted explicar, Thomas, por qué…?
—Es bastante evidente. Quería tenerla.
—¿A cualquier precio para ella?
—Desde luego.
—Eso no es amor.
—Quizá no sea su forma de amar, Pyle.
—Yo quiero protegerla.
—Yo no. No necesita protección. Yo la necesito alrededor, la necesito en mi cama.
—¿Contra su voluntad?
—Ella no se quedaría contra su voluntad, Pyle.
—Phuong no puede quererlo después de esto.
Sus ideas eran así de simples. Me volví para mirarla. Se había ido al dormitorio y estaba estirando la colcha sobre la que yo había estado echado; cogió entonces mío de sus libros con fotos de un estante y se sentó en la cama como si estuviera totalmente al margen de nuestra conversación. Sabía qué libro era… una colección de fotografías de la vida de la reina. Podía ver al revés la carroza real camino de Westminster.
—Amor es una palabra occidental —dije—. Nosotros la usamos por razones sentimentales o para ocultar una obsesión por una mujer. Esta gente no padece obsesiones. Se va a sentir herido, Pyle, si no tiene cuidado.
—Le habría golpeado si no fuera por esa pierna.
—Debería estarme agradecido… y a la hermana de Phuong, desde luego. Ya puede seguir adelante sin escrúpulos ahora… y es usted muy escrupuloso para algunas cosas, ¿verdad?, cuando no se trata de material plástico.
—¿Material plástico?
—Ojalá sepa usted lo que está haciendo con eso. Oh, sí, ya sé que sus motivos son buenos, siempre lo son.
Me miraba sorprendido y como si sospechara algo.
—A veces me gustaría que tuviera usted unos cuantos motivos malos, así podría comprenderse algo más de los seres humanos. Y eso se aplica a su país también, Pyle.
—Quiero darle a Phuong una vida decente. Este lugar… apesta.
—Disimulamos el olor con barritas de incienso. Supongo que usted le ofrecerá una enorme nevera y un coche para ella sola y el último modelo de televisor y…
—Y niños —dijo.
—Jóvenes y brillantes ciudadanos norteamericanos dispuestos a testificar.
—¿Y qué quiere darle usted? No se la iba a llevar a Inglaterra.
—No, no soy tan cruel. A menos que pudiera pagarle el billete de regreso.
—Simplemente quiere mantenerla como un objeto cómodo hasta que se vaya de aquí.
—Es un ser humano, Pyle. Es capaz de decidir.
—Con falsas evidencias. Y es una niña ante ellas.
—No es ninguna niña. Es más dura de lo que usted pueda llegar a ser. ¿Conoce usted esa clase de barniz que no se raya? Ésa es Phuong. Puede sobrevivimos a una docena como nosotros. Se hará vieja, eso es todo. Sufrirá por los partos, por el hambre y el frío y el reumatismo, pero no sufrirá nunca como nosotros, por las ideas, las obsesiones… no se rayará, sólo decaerá.
Pero incluso mientras soltaba mi perorata y la veía pasar la página (un grupo de familia con la princesa Ana), sabía que me estaba inventando un personaje tanto como lo hacía Pyle. Uno no conoce nunca a otro ser humano; por más que yo dijera, ella estaba tan asustada como nosotros: no tenía el don de la expresión, eso era todo. Y me acordaba de aquel primer año de tormentos cuando había intentado con pasión comprenderla, cuando le había suplicado que me dijera lo que pensaba y la había asustado con mis enfados irrazonables ante sus silencios. Incluso mi deseo había sido un arma, como si cuando uno hunde la espada en el vientre de la víctima ésta perdiera el control y hablara.
—Ha dicho usted bastante —le dije a Pyle—. Ya sabe todo lo que hay que saber. Váyase, por favor.
—Phuong —la llamó.
—¿Monsieur Pyle? —dijo interrogante, levantando la vista del castillo de Windsor; su formalidad era cómica y tranquilizadora en aquel momento.
—Él la ha engañado.
—
Je ne comprend pas
[43]
.
—Oh, váyase —le dije—. Váyase con su Tercera Fuerza y con York Harding y con el papel de la democracia. Váyase a jugar con su material plástico.
Más tarde tendría que admitir que había cumplido mis instrucciones al pie de la letra.
Pasaron casi quince días desde la muerte de Pyle hasta que volví a ver a Vigot. Subía por el boulevard Charner cuando oí su voz, que me llamaba desde Le Club. Era el restaurante más frecuentado aquellos días por los miembros de la Sureté, quienes, con cierto gesto de desafío hacía los que los odiaban, preferían comer y beber en el piso bajo mientras el público en general ocupaba la parte alta, lejos del alcance de las granadas de algún terrorista. Me acerqué a él y me pidió un vermú con
cassis
.
—¿Nos lo jugamos?
—Si le apetece —y saqué los dados para el juego ritual de
quatre-cent-vingt-et-un
.
¡Cómo me traen a la mente esas figuras y los dados los años de la guerra de Indochina! En cualquier parte del mundo, cuando veo a dos hombres jugando a los dados, me veo transportado a las calles de Hanói o Saigón, o entre los edificios derruidos de Phat Diem, veo a los paracaidistas, protegidos como orugas con sus extrañas marcas, patrullando por los canales, oigo el ruido de los morteros acercándose, y quizá veo también a un niño muerto.
—
Sans vaseline
[44]
—dijo Vigot, tirando un cuatro-dos-uno.
Empujó hacia mí la última cerilla. La jerga sexual del juego era algo común a toda la Sureté; quizá la había inventado Vigot, y sus oficiales de rango inferior la habían adoptado, aunque no habían hecho lo mismo con Pascal.
—
Sous-lieutenant
[45]
.
Cada partida que perdía uno significaba una elevación de rango… se jugaba hasta que alguno de los dos llegaba a capitán o comandante. Ganó la segunda partida también y, mientras contaba las cerillas, me dijo:
—Hemos encontrado el perro de Pyle.
—¿Sí?
—Supongo que se negó a dejar el cadáver. En cualquier caso le cortaron el pescuezo. Lo encontramos en el barro a unos cincuenta metros de distancia. Quizá llegó hasta ahí arrastrándose.
—¿Todavía está usted interesado?
—El ministro norteamericano sigue fastidiándonos. No tenemos los mismos problemas, gracias a Dios, cuando matan a un francés. Pero, claro, esos casos no tienen el valor de la rareza.
Nos jugamos el reparto de las cerillas y entonces comenzó el juego de verdad. Era un misterio con qué rapidez tiraba Vigot un cuatro-dos-uno. Redujo sus cerillas a tres, y yo conseguí la puntuación más baja posible.
—
Nanette
[46]
—dijo Vigot, empujándome dos cerillas.
Cuando se libró de la última cerilla que tenía dijo:
—
Capitaine
—y yo pedí al camarero que nos sirviera otra copa.
—¿Hay alguien que le gane alguna vez? —le pregunté.
—Frecuentemente no. ¿Quiere su revancha?
—En otro momento. ¡Vaya jugador que podría ser, Vigot! ¿Practica algún otro juego de azar?
Sonrió tristemente, y no sé por qué pensé en su mujer, aquella rubia de la que se decía que lo traicionaba con sus subalternos.
—Ah, bueno —dijo—, está siempre el mayor de todos.
—¿El mayor?
—«Sopesemos la ganancia y la pérdida —citó—, al apostar que Dios existe, tomemos en consideración estas dos posibilidades. SÍ uno gana, lo gana todo; si pierde, no pierde nada».
Como respuesta le cité yo también a Pascal, era el único pasaje que recordaba:
—«Tanto el que elige cara como el que elige cruz lo hace mal. Los dos están equivocados. El verdadero camino consiste en no apostar».
—«Sí; pero uno debe apostar. No es optativo. Ya está uno cogido». No sigue usted sus propios principios, Fowler. Usted está
engagé
, como todos los demás.
—No en lo religioso.
—No hablaba de religión. En realidad —dijo—, estaba pensando en el perro de Pyle.
—Ah.
—¿Se acuerda de lo que me dijo.,, lo de encontrar huellas en las patas, lo de analizar la tierra, etc.?
—Y usted me respondió que no era Maigret ni Lecoq.
—No lo he hecho todo tan mal después de todo —dijo—. Pyle solía llevarse con él el perro cuando salía, ¿verdad?
—Creo que sí.
—¿Era tan valioso que no podía dejarlo suelto?
—Habría sido peligroso. En este país se comen a los perros de este tipo, ¿no es cierto? —empezó a meterse los dados en el bolsillo—. Mis dados, Vigot.
—Oh, lo siento. Estaba pensando…
—¿Por qué dice usted que estoy
engagé
?
—¿Cuándo vio el perro de Pyle por última vez, Fowler?
—Sabe Dios. No llevo una agenda para los encuentros con los perros.
—¿Cuándo va a estar en casa?
—No lo sé exactamente. Nunca me ha gustado dar información a la policía. Les evita problemas.
—Esta noche… me gustaría… pasarme por su casa y verlo. ¿Sobre las diez? Si va a estar usted solo.
—Mandaré a Phuong al cine.
—¿Le van bien las cosas otra vez… con ella?
—Sí.
—Qué extraño. Tenía la impresión de que era usted… bueno… infeliz.
—Seguro que hay muchos motivos posibles para explicar eso, Vigot —y añadí bruscamente—: usted debe saberlo.
—¿Yo?
—No es usted precisamente un hombre muy feliz.
—Oh, no tengo de qué quejarme. «Una casa arruinada no es motivo de tristeza».
—¿Por qué se hizo policía, Vigot?
—Hay cierto número de factores. La necesidad de ganarse la vida, cierta curiosidad por la gente, y… sí, hasta eso, cierto amor por Gaboriau.
—Quizá debería haberse hecho cura.
—No leí a los autores adecuados para eso… en aquella época.
—Todavía sospecha que estoy involucrado, ¿verdad?
Se levantó y se bebió lo que le quedaba del vermú con
cassis
.
—Me gustaría hablar con usted, eso es todo.
Pensé después de que se dio la vuelta y se fue que me había mirado con compasión, como podría haber mirado a un prisionero, de cuya captura fuera responsable, que fuera a sufrir cadena perpetua.
En realidad yo había sido castigado. Fue como si Pyle, cuando dejó mi piso, me hubiera condenado a tantas semanas de incertidumbre. Cada vez que volvía a casa esperaba encontrarme el desastre. A veces no estaba Phuong, y me resultaba imposible ponerme a hacer cualquier trabajo hasta que regresaba, porque siempre me preguntaba si volvería alguna vez. Le preguntaba dónde había estado (intentando alejar la ansiedad o la sospecha de mi voz) y a veces me contestaba que en el mercado o de tiendas y me ofrecía la prueba (incluso esa disposición a confirmarme la historia parecía en ese periodo antinatural), y a veces que en el cine, y allí tenía el trozo de la entrada para probarlo, y a veces que en casa de su hermana —era ahí donde yo creía que se encontraba con Pyle—. Le hacía el amor en esos días salvajemente, como si la odiara, pero lo que odiaba era el futuro. La soledad dormía en mi cama y me abrazaba a la soledad durante la noche. Phuong no cambió; cocinaba para mí, me preparaba las pipas, con gentileza y dulzura ofrecía su cuerpo para mi placer (pero ya no era un placer), y tal como había ocurrido en aquellos primeros días, yo quería su mente, ahora necesitaba leer sus pensamientos, pero estaban escondidos en una lengua que yo era incapaz de hablar. No quería hacerle preguntas. No quería hacerla mentir (mientras no se dijera abiertamente ninguna mentira podía pretender que éramos el uno para el otro lo mismo que habíamos sido siempre), pero de pronto mi ansiedad habló por mí, y le pregunté:
—¿Cuándo viste a Pyle por última vez?
Vaciló… ¿o era sólo que estaba tratando de recordar?
—Cuando estuvimos juntos aquí —dijo.