El americano tranquilo (3 page)

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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

BOOK: El americano tranquilo
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—¿Dónde está Pyle? —preguntó Phuong—. ¿Qué querían ésos?

—Vamos a casa —dije.

—¿Va a venir Pyle?

—Es tan probable que vuelva a casa como a cualquier otro lado.

Las viejas estaban aún chismorreando en el fresco relativo del pasillo. Cuando abrí la puerta supe que habían registrado la habitación: estaba todo más ordenado que como lo dejo yo siempre.

—¿Otra pipa? —me preguntó Phuong.

—Sí.

Me quité la corbata y los zapatos; se había acabado el descanso; la noche casi era la misma que antes. Phuong se acurrucó al pie de la cama y encendió la lámpara.
Mon enfant, ma soeur…
la piel color de ámbar.
Sa douce langue natale
[11]
.

—Phuong —dije. Estaba amasando el opio en el recipiente—.
Il est mort
[12]
, Phuong.

Con la aguja firme en la mano, me miró como un niño que trata de concentrarse, frunciendo el ceño:


Tu dis?
[13]


Pyle est mort Assassiné
[14]
.

Dejó la aguja y se sentó sobre los talones, mirándome. No hubo ninguna escena, ni lágrimas, sólo la meditación… la larga meditación privada de alguien que tiene que alterar el curso completo de su vida.

—Lo mejor es que te quedes aquí esta noche —le dije.

Asintió con la cabeza y, cogiendo otra vez la aguja, comenzó a calentar el opio. Esa noche me desperté de uno de esos cortos y profundos sueños de opio, de diez minutos, que se asemejan al descanso de una noche entera, y me encontré con la mano donde siempre la dejaba de noche, entre sus piernas. Phuong estaba dormida y apenas podía oírse su respiración. Una vez más, después de tantos meses, no estaba solo, y sin embargo pensé de repente con rabia, recordando a Vigot y su visera sobre los ojos en la estación de policía y los pasillos tranquilos de la Legación, sin gente, y la suave piel sin pelo bajo mi mano: «¿Soy yo el único que realmente estimaba a Pyle?».

Capítulo 2
1

La mañana en que Pyle llegó a la plaza junto al Continental yo estaba ya harto de mis colegas de prensa norteamericanos, corpulentos, ruidosos, jovenzuelos y de mediana edad, siempre con cuchufletas agrias contra los franceses, que eran, después de todo, los que luchaban en esta guerra. Periódicamente, después de que hubiera acabado limpiamente alguna maniobra y los heridos y muertos hubieran desaparecido de la escena, se les llamaba a Hanói, a casi cuatro horas de vuelo, donde se dirigía a ellos el comandante en jefe, se les alojaba durante una noche en un campamento para la prensa donde alardeaban de tener el mejor barman de Indochina, se les llevaba volando por encima del último campo de batalla a una altura de mil metros (el límite de alcance de una batería pesada), y luego se les devolvía sanos y salvos, con todo su bullicio, como sí regresaran de una excursión de colegio, al hotel Continental de Saigón.

Pyle era tranquilo, parecía modesto; en alguna ocasión ese primer día tuve que inclinarme hacia adelante para captar lo que decía. Y era muy, muy serio. Algunas veces parecía encogerse en su interior ante el ruido de la prensa norteamericana en la terraza de arriba… La terraza considerada popularmente la más segura trente a las granadas de mano. Pero no criticaba a nadie.

—¿Ha leído a York Harding? —me preguntó.

—No. No, creo que no. ¿Qué ha escrito?

Contempló una tienda de productos lácteos que había al otro lado de la calle y dijo como si estuviera soñando: «Se parece a un establecimiento norteamericano». Me pregunté cuánta nostalgia había detrás de esa extraña elección al observar una escena tan poco familiar. Pero ¿no me había fijado yo en mi primer paseo por la rue Catinat en la tienda con los perfumes Guerlain, y me había consolado pensando que, después de todo, Europa no estaba más que a treinta horas? Apartó con desgana la mirada de la tienda de productos lácteos y dijo:

—York escribió un libro titulado
El avance de la China roja
. Es un libro muy profundo.

—No lo he leído. ¿Lo conoce usted personalmente?

Asintió solemnemente y se hundió en el silencio. Pero un momento después lo rompió para modificar la impresión que había dado.

—No lo conozco bien —dijo—. Creo que sólo lo he visto dos veces.

Me gustó Pyle por eso… por considerar que era una jactancia tener relación con… ¿cómo se llamaba?… York Harding. Más tarde habría de descubrir que sentía un enorme respeto por lo que llamaba escritores serios. Ese término excluía a los novelistas, los poetas y los dramaturgos, a menos que se ocuparan de lo que él llamaba un tema contemporáneo, e incluso en ese caso era mejor leer la cosa directamente, tal como se encontraba en York.

—Sabe usted —le dije—, cuando se vive en un lugar durante mucho tiempo se deja de leer sobre ese sitio.

—Por supuesto que siempre me gusta saber lo que tiene que decir el que vive en el lugar —respondió como en guardia.

—¿Y luego verificar si coincide con York?

—Sí —quizá había notado la ironía, porque añadió con su amabilidad habitual—: sería para mí un gran privilegio sí usted tuviera tiempo para ilustrarme sobre los puntos principales. Porque York, sabe, estuvo aquí hace más de dos años.

Me gustaba su lealtad hacia Harding… quienquiera que fuera ese Harding. Significaba un cambio con respecto a los ataques de los periodistas y su cinismo inmaduro.

—Tómese otra botella de cerveza y trataré de darle una idea de cómo están las cosas —le dije.

Empecé explicándole, mientras me contemplaba fijamente como un alumno ejemplar, la situación en el norte, en Tonkin, donde los franceses en aquellos días estaban manteniéndose en el delta del río Rojo, que contenía a Hanói y el único puerto del norte, Haiphong. Era aquí donde se cultivaba la mayor parte del arroz y cuando era la época de la cosecha comenzaba siempre la batalla anual por el arroz.

—Eso es el norte —le dije—. Los franceses pueden mantenerse, pobres diablos, si los chinos no acuden en ayuda del Vietminh. Es una guerra de jungla y montaña y pantano, arrozales donde se hunde uno hasta los hombros y el enemigo desaparece simplemente, entierra las armas, y se viste con ropas de campesinos. Pero en Hanói puede uno pudrirse cómodamente en la humedad. Allí no tiran bombas. Dios sabe por qué. Podría llamarse una guerra normal.

—¿Y aquí en el sur?

—Los franceses controlan las principales carreteras hasta las siete de la tarde; controlan después las torres de vigilancia y las ciudades… parte de ellas. Eso no significa que uno esté seguro, o no habría verjas de hierro frente a los restaurantes.

Con qué frecuencia había explicado todo esto antes. Era como un disco que volvía siempre a girar para información del recién llegado… el parlamentario de visita, el nuevo ministro británico. A veces me despertaba por la noche diciendo: «Tomemos el caso de los caodaístas». O los Hoa-Haos o los Binh Xuyen, todos los ejércitos privados que vendían sus servicios por dinero o venganza. Los extranjeros lo encontraban pintoresco, pero no hay nada pintoresco en la traición y la desconfianza.

—Y ahora —le dije— está el general Thé. Era el jefe del estado mayor de los caodaístas, pero ahora se ha echado a las montañas para luchar contra los dos bandos, los franceses, los comunistas…

—York —dijo Pyle— escribió que lo que el Oriente necesitaba era una Tercera Fuerza.

Quizá yo debiera haber advertido ese brillo fanático, la respuesta rápida a una frase, el sonido mágico de las cifras: la Quinta Columna, la Tercera Fuerza, el Séptimo Día. Habría podido ahorrarnos muchos problemas a todos, incluso Pyle, si me hubiera dado cuenta de la dirección que tomaba aquella mente joven infatigable. Pero lo dejé con ese esbozo general de la situación y volví a mi paseo diario de arriba abajo de la rue Catinat. Pyle tendría que averiguar por sí mismo la situación real, que se apoderaba de uno como un olor: el oro de los arrozales bajo un sol chato y tardío; las frágiles grullas pescadoras que revoloteaban por los campos como mosquitos; las tazas de té en la plataforma de un viejo sacerdote, con la cama y sus calendarios comerciales, sus cubos y sus tazas rotas y los desperdicios de toda una vida reunidos alrededor de su silla; los sombreros como moluscos de las muchachas que reparaban la carretera donde había explotado una mina; el oro y el verde joven y los brillantes vestidos del sur, y en el norte los marrones oscuros y las ropas negras y el círculo de montañas enemigas y el zumbido de los aviones. Cuando llegué por primera vez contaba los días de mi misión, como un colegial que va marcando los días de cada trimestre, creía estar unido a lo que quedaba de una plaza de Bloomsbury y al autobús 73 que pasa por delante de Euston, y la primavera en el local de Torrington Place. Ahora estarían reventando los bulbos del jardín de la plaza, y no me importaba lo más mínimo. Necesitaba un día punteado por aquellas súbitas explosiones que podían ser los escapes de los coches o podían ser granadas; necesitaba seguir viendo aquellas figuras de pantalones de seda que atravesaban con gracia el húmedo mediodía; necesitaba a Phuong, y mi hogar había cambiado de residencia unos trece mil kilómetros.

Di la vuelta en la casa del Alto Comisionado, donde hacía guardia la Legión Extranjera con sus quepis blancos y sus charreteras escarlatas, crucé junto a la catedral y regresé por el triste muro de la Sureté vietnamita que parecía oler a orines e injusticias. Y sin embargo, también eso era parte de mi hogar, como los pasillos oscuros de los pisos superiores que uno evitaba en la infancia. Las revistas nuevas, sucias, estaban expuestas en los quioscos junto al muelle…
Tabú
e
Ilusión
, y los marineros bebían cerveza en la acera, un blanco fácil para las bombas de fabricación casera. Pensé en Phuong, que estaría regateando el precio del pescado tres calles más abajo a la izquierda antes de ir a tomarse alguna cosa en la tienda de productos lácteos (siempre sabía dónde estaba aquellos días), y Pyle se esfumó con naturalidad y facilidad de mi mente. Ni siquiera se lo mencioné a Phuong, cuando nos sentamos a almorzar juntos en nuestra habitación de la rue Catinat, ella con su mejor túnica de seda floreada porque hacía justamente dos años que nos habíamos conocido en el Grand Monde
[15]
de Cholon.

2

Ninguno de los dos lo mencionó cuando nos despertamos la mañana después de su muerte. Phuong se había levantado antes de que yo estuviera totalmente despierto y había preparado nuestro té. Uno no tiene celos de los muertos, y me parecía fácil aquella mañana volver a nuestra antigua vida juntos.

—¿Te quedarás esta noche? —le pregunté a Phuong, de la forma más despreocupada que pude, mientras me comía los
croissants
.

—Tengo que ir a buscar mis cosas.

—Puede que la policía esté allí —le dije—. Mejor te acompaño —fue lo más cerca que estuvimos ese día de hablar de Pyle.

Pyle tenía un piso en una casa nueva cerca de la rue Duranton, a poca distancia de una de esas calles principales que los franceses subdividían continuamente en honor de sus generales… de forma que la rue De Gaulle se convertía después de la tercera intersección en la rue Leclerc, y ésta más tarde o más temprano probablemente se convertiría de repente en la rue de Lattre. Debía haber alguien importante que llegaba por vía aérea de Europa, porque a lo largo de la ruta hasta la residencia del Alto Comisionado había un policía cada veinte metros frente a la acera.

En la entrada de grava del apartamento de Pyle había varias motocicletas y un policía vietnamita examinó mi tarjeta de prensa. No quería permitir la entrada de Phuong a la casa, así que tuve que ir a buscar a un oficial francés. En el baño de Pyle estaba Vigot lavándose las manos con el jabón de Pyle y secándoselas con la toalla de Pyle. Su traje tropical tenía una mancha de aceite en la manga… aceite de Pyle, supongo.

—¿Alguna novedad? —le pregunté.

—Encontramos su coche en el garaje. No tenía gasolina. Debe de haber salido anoche en el
trishaw
o en el coche de otra persona. Quizá lo vaciaron de gasolina.

—Podría incluso haber ido a pie —le dije—. Ya sabe corno son los norteamericanos.

—Su coche se le quemó, ¿verdad? —me preguntó pensativamente—. ¿No se ha comprado uno nuevo todavía?

—No.

—No es un punto importante.

—No.

—¿Tiene usted alguna opinión? —me preguntó.

—Demasiadas —le dije.

—Cuénteme.

—Bueno, puede haberlo asesinado el Vietminh. Ya han asesinado a mucha gente en Saigón. Encontraron su cuerpo en el río junto al puente de Dakow —territorio del Vietminh cuando se retira la policía por la noche—. O podrían haberlo matado los de la Sureté vietnamita —ya se sabe que eso pasa—. Quizá no les gustaban sus amigos. Quizá lo mataron los caodaístas porque conocía al general Thé.

—¿Lo conocía?

—Eso es lo que se dice. Quizá lo mató el general Thé porque conocía a los caodaístas. Quizá lo mataron los Hoa-Haos por insinuarse a las concubinas del general. Quizá sólo lo mató alguien que quería su dinero.

—O un simple caso de celos —dijo Vigot.

—O quizá la Sureté francesa —continué yo—, porque no le gustaban sus contactos. ¿Está usted buscando realmente a quien lo mató?

—No —dijo Vigot—, sólo estoy haciendo un informe; eso es todo. Mientras sea un acto de guerra… bueno, matan a miles cada año.

—A mí puede descartarme —le dije—. No estoy implicado. No estoy implicado —le repetí.

Había sido un artículo de mi profesión de fe. Siendo lo que era la condición humana, que lucharan, que se armaran, que se mataran, yo no iba a intervenir. Mis compañeros periodistas se llamaban a sí mismos corresponsales; yo prefería el título de reportero. Escribía lo que veía, No tomaba ningún tipo de acción… incluso una opinión es una especie de acción.

—¿Qué está usted haciendo aquí?

—He venido por las pertenencias de Phuong. Sus agentes no la quieren dejar entrar.

—Bueno, vayamos a buscarlas.

—Es muy amable de su parte, Vigot.

Pyle tenía dos habitaciones, una cocina y un baño. Fuimos al dormitorio. Yo sabía dónde tendría Phuong su cofre —debajo de la cama—. Tiramos de él juntos; contenía sus libros de fotos. Cogí del armario sus pocos vestidos, sus dos túnicas buenas y sus pantalones. Tenía uno la sensación de que llevaban allí colgados sólo unas pocas horas, y que no era ése su lugar, que estaban de paso como una mariposa en la habitación. En un cajón encontré sus pequeños
culottes
triangulares y su colección de pañuelos para el cuello. Había realmente muy poco que meter en el cofre, menos de lo que se lleva en Europa para una visita de fin de semana.

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