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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

El Árbol del Verano (45 page)

BOOK: El Árbol del Verano
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—¡Claro que has venido! —gritó—. ¡Entra! ¡Vamos, entra, Gorlaes! Necesito tu ayuda; nos falta un cocinero en la Fortaleza del Sur.

Mientras la sarcástica hilaridad del príncipe llenaba la habitación, el pensamiento de Kevin recordó el momento que siguió a la noticia de la llegada de Aileron.

El rostro de Diarmuid había adquirido una expresión de acida ironía, pero sólo inmediatamente después de su primera reacción. En esa primera reacción, Kevin recordó haber visto que algo diferente se reflejaba en el rostro del príncipe; y estaba casi seguro de saber de qué se trataba.

Loren y Matt habían salido con Teyrnon y Barak para trasladar el cuerpo de Paul del Árbol a casa. El Bosque Sagrado no era un lugar adonde les gustara ir a los soldados; además, en vísperas de una guerra, los dos magos de Paras Derval juzgaron conveniente ir ellos con sus fuentes, y otro hombre más, y cambiar de paso impresiones sobre lo que había sucedido en los últimos días.

Estaban de acuerdo en quién debía ser el sucesor en el trono, aunque en algunos aspectos les parecía una pena. La severa dureza de Aileron le confería la misma naturaleza que los reyes de antaño. En cambio el rutilante y voluble carácter de Diarmuid no infundía demasiada confianza. Los dos magos se habían equivocado a menudo en otras ocasiones, pero nunca los dos en las mismas cosas. Barak también estaba de acuerdo con ellos. Matt se reservaba su opinión, a lo cual los otros ya estaban acostumbrados.

Ahora estaban en el bosque y, revestidos de poder y profundamente conscientes de lo que había pasado aquella noche, caminaban en silencio hacia el Árbol del Verano.

Más tarde emprendieron el regreso a casa sumidos en otra clase de silencio, mientras la lluvia de la mañana resbalaba por las hojas. Estaba escrito, todos ellos lo sabían muy bien, que Mörnir, si aceptaba el sacrificio, reclamaba sólo el alma. El cuerpo era sólo una cascara, una escoria; no era digno del dios: por eso era abandonado.

Pero esta vez no lo había sido.

Era un misterio; pero se resolvió cuando Loren y Matt llegaron de regreso a Paras Derval y vieron que una niña, vestida con los ropajes pardos de los acólitos del santuario, los estaba esperando junto a sus alojamientos en la ciudad.

—Mi señor —dijo cuando ellos se acercaron—, la suma sacerdotisa me ha ordenado decirte que vayas a verla al santuario tan pronto como puedas.

—¿Decirle a él…? —gruñó Matt.

La niña no perdió la compostura.

—Así me lo dijo. El asunto es importante.

—¡Ah! —dijo Loren—. Ha traído el cuerpo.

La niña hizo un gesto de asentimiento.

—A causa de la Luna —continuó el mago, pensando en voz alta—. Todo encaja. Para su sorpresa, la novicia asintió de nuevo.

—Claro que encaja —dijo fríamente—. ¿Ahora querrás ir al santuario?

Intercambiando una mirada de complicidad, los dos hombres siguieron a la mensajera de Jaelle a través de las calles hacia la puerta este.

Cuando hubieron salido de la ciudad, la muchacha se detuvo.

—Debo deciros algo —dijo.

Loren miró desde su imponente altura a aquella criatura.

—¿Te dijo la sacerdotisa que me lo dijeras?

—Claro que no —contestó en tono impaciente.

—Entonces no deberías decir nada que no te hayan ordenado. ¿Cuánto tiempo hace que eres una novicia?

—Soy Leila —replicó ella mirándolo con sus tranquilos ojos; unos ojos demasiado tranquilos. El se asombró ante su respuesta. ¿Es que estaba trastornada? A veces el Templo trastornaba a las muchachas.

—Eso no es lo que te he preguntado —le dijo con amabilidad.

—Ya sé lo que me has preguntado —contestó ella con cierta aspereza. Soy Leila.

Llamé a Finn dan Shahar para el Camino Más Largo por cuatro veces este verano en el ta'kiena.

El guiñó un poco los ojos; ya había oído hablar de eso.

—¿Y Jaelle te ha hecho una de sus novicias?

—Hace dos días. Es una mujer muy sabia.

Era una criatura arrogante; ya iba siendo hora de cortarle las alas.

—No debe de serlo demasiado —afirmó con toda seriedad— si sus novicias se atreven a juzgarla y sus mensajeras transmiten mensajes por su cuenta y riesgo.

Ella no se achicó. Encogiéndose de hombros, se dio la vuelta y siguió ascendiendo por la pendiente hacia el santuario.

El se resistió un momento, pero luego admitió su pequeña derrota.

—Espera —dijo Loren y pudo oír cómo Matt ahogaba una risa tras él—. ¿Qué es lo que tenías que decirme? —Era consciente de que el enano se estaba divirtiendo mucho; y tenía motivos, desde luego.

—Está vivo —dijo Leila, y de pronto había desaparecido todo motivo de diversión.

Había oscurecido. Notaba una cierta sensación de movimiento, de que lo movían. Las estrellas estaban muy cerca, luego increíblemente lejos, y seguían alejándose. Todo se alejaba.

Luego tuvo la impresión, borrosa como la de la lluvia sobre los cristales, de unas velas que oscilaban y dibujaban grises siluetas con su luz. Ahora estaba inmóvil, pero pronto se sintió caer de nuevo hacia atrás como cuando la marea se retira hacia el mar oscuro, en donde todo es continuidad.

Excepto por el hecho de su propia presencia.

Excepto por el hecho de que estaba vivo.

Paul abrió los ojos tras haber recorrido un largo camino. Y le pareció, después de tan larga jornada, que yacía en un lecho, en una habitación iluminada por velas. Aunque pareciera imposible, apenas sentía dolor físico, y el otro tipo de dolor hacía tan poco que lo había expiado que era casi un lujo. Exhaló un leve suspiro que significaba vida y luego otro en señal de bienvenida a aquella antigua pena.

—¡Oh, Rachel! —suspiró sin emitir casi sonido.

El nombre prohibido, el nombre más prohibido. Pero luego habían intercedido por él, cuando ya estaba a punto de morir, y le había sido concedido el perdón que le permitía sentir dolor.

Pero no había muerto. Un pensamiento agudo como un cuchillo lo atravesó: ¿estaba vivo porque había fracasado?, ¿qué había ocurrido? Con gran esfuerzo volvió la cabeza.

Ese movimiento le permitió ver junto a la cama una alta figura de pie que lo observaba a la luz de las velas.

—Estás en el Templo de la Madre —explicó Jaelle—. Fuera está lloviendo.

Lluvia. En los ojos de ella leyó un amargo desafío, pero ya no podía afectarlo: estaba fuera de su alcance. Volvió la cabeza hacia el otro lado. Estaba lloviendo; estaba vivo.

Había sido devuelto. La Flecha del dios.

Sintió en su interior la presencia tácita y latente de Mörnir. Era una pesada carga y pronto tendría que soportarla, pero todavía no, todavía no. Ahora quería descansar tranquilo, saboreando la sensación de volver a ser de nuevo él mismo por primera vez después de mucho tiempo. Después de diez meses y de tres noches que habían durado una eternidad. Oh, podía disfrutar de las pequeñas cosas; ya le estaba permitido. Con los ojos cerrados descansaba sobre la almohada. Se sentía terriblemente débil, pero la debilidad era ahora una sensación agradable. Fuera estaba lloviendo.

—Dana te habló.

Él notó una intensa rabia en su voz. Mucha rabia. Prefirió ignorarla. Y pensó: «Kevin; tengo que ver pronto a Kev. Pronto, cuando haya dormido».

Ella lo abofeteó. Y él sintió que sus afiladas uñas lo habían arañado.

—Estás en el santuario. ¡Respóndeme!

Paul Schafer abrió los ojos. Con un frío desprecio se enfrentó a la furia de la mujer.

Y por esta vez Jaelle tuvo que desviar su mirada.

Al cabo de un momento volvió a hablarle, con los ojos fijos en una de las velas.

—Toda mi vida he soñado con oír las palabras de la diosa, con contemplar su rostro. —

La amargura colmaba su voz—. Pero nunca he podido conseguirlo, jamás. En cambio tú, tan sólo un hombre, que te apartaste de ella para entregarte al dios, has sido recompensado con su gracia. ¿Y te asombras de que te odie?

La fría monotonía de su tono hacía que sus palabras impresionaran más de lo que lo habría hecho una explosión de incontenible enfado. Paul permaneció un momento en silencio y luego dijo:

—También yo soy uno de sus hijos. Y no debes envidiar el regalo que me hizo.

—¿Te refieres a tu propia vida? —Ahora lo miraba de nuevo a los ojos, irguiéndose alta y delgada entre la luz de las velas.

El sacudió la cabeza; y aquel simple gesto le supuso todavía un esfuerzo enorme.

—No me refiero a eso. Al principio, quizá sí, pero ahora no. Además fue el dios quien me hizo el regalo de la vida.

—De ninguna manera. Y estás más loco de lo que yo suponía si ni siquiera reconoces a Dana cuando aparece.

—Claro que la reconozco —replicó él con suavidad, porque era un asunto demasiado importante como para discutirlo—. Y seguramente mejor que tú. La diosa apareció allí e intercedió, pero no por mi vida, sino por algo más. Fue Mörnir quien me salvó. Estaba en su mano hacerlo, porque el Árbol del Verano es del dios, Jaelle.

Por primera vez vio un parpadeo de duda en los grandes ojos de ella.

—Sin embargo ella estaba también allí, ¿no? ¿Te habló? Dime lo que te dijo.

—No —contestó Paul con resolución.

—Debes decírmelo. —Pero ya no era una orden.

Él tuvo la vaga sensación de que había algo que debería, que quería decirle, pero estaba tan fatigado, tan completamente exhausto. Y el cansancio mismo lo llevó a decir algo muy diferente:

—Sabes que llevo tres días sin comer ni beber. ¿No podrías…?

Ella se quedó inmóvil un momento y luego fue a buscar una bandeja que había en una mesita baja junto a la pared. Le acercó a la cama un tazón de caldo tibio. Pero por desgracia él no podía todavía valerse de sus manos. Supuso que ella llamaría a una de las sacerdotisas de túnica gris, pero ella optó por sentarse en la cama y darle de comer por sí misma.

Comió en silencio y, cuando hubo acabado, se recostó de nuevo en las almohadas.

Ella hizo el gesto de levantarse, pero luego, con una expresión de repugnancia, le enjugó con la manga de su vestido la sangre que tenía en la mejilla.

Después se levantó y permaneció de pie junto a la cama, alta y majestuosa, y su cabellera tenía el mismo color que las llamas de las velas. Al mirarla, él sintió también una repentina aversión.

—¿Por qué estoy aquí? —le preguntó.

—Leí las señales.

—¿No esperabas encontrarme con vida?

Ella sacudió la cabeza.

—No, pero era ya la tercera noche y luego la Luna se levantó…

El asintió con la cabeza.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué te molestaste?

Sus ojos relampaguearon.

—No seas criatura. Ha estallado la guerra y tú serás necesario.

El sintió que su corazón daba un brinco.

—¿Qué quieres decir? ¿A qué guerra te refieres?

—¿Es que no lo sabes?

—De alguna manera he estado al margen de todo —respondió él con aspereza—.

¿Qué es lo que ha sucedido?

Ella tuvo que hacer un esfuerzo, pero por fin pudo controlar su voz.

—Rangat explotó ayer: una mano de fuego se levantó en los cielos. El centinela de piedra se ha roto. Rakoth está ahora libre.

El se había quedado muy quieto.

—El rey ha muerto —añadió ella.

—Eso lo sabía —dijo él—. Oí las campanas.

Por primera vez la cara de ella se puso tensa.

—Hay algo más —agregó Jaelle—. Una partida de lios alfar fueron atacados por svarts y lobos. Tu amiga Jennifer estaba con ellos. Lo siento, pero fue capturada y llevada al norte. Se la llevó un cisne negro.

Ya estaba. Cerró los ojos, sintiéndose abrumado por la carga que se le venía encima.

Parecía que ya no podía aplazarlo más. La Flecha del dios. La Lanza del dios. Tres noches y para siempre jamás, había dicho ei rey. Y el rey estaba muerto. Y Jen.

Abrió los ojos.

—Ahora sé por qué él me devolvió la vida.

Contra su voluntad, Jaelle asintió.

—Dos veces nacido —murmuró.

Asombrado, él la interrogó con la mirada.

—Hay un dicho —explicó ella—, un dicho muy antiguo. «Sólo quien haya nacido dos veces podrá ser señor del Árbol del Verano.»

Y así fue como a la luz de las velas del santuario oyó esas palabras por primera vez.

—No te preguntaba eso —dijo Paul Schafer.

Estaba muy bella, con la mirada severa, como una llama.

—¿Estás pidiéndome que tenga piedad? —preguntó ella.

La boca de Paul se torció con un gesto de ironía.

—Es difícil que puedas tenerla a estas alturas. —Luego sonrió ligeramente—. ¿Por qué es más fácil para ti golpear a un hombre indefenso que enjugar la sangre de su rostro?

Su respuesta fue cortés y cuidadosa, pero él había visto sus ojos acobardados.

—De vez en cuando la diosa se muestra misericordiosa —dijo—, pero nunca afable.

—¿Es todo lo que sabes de ella? —preguntó él—. ¿Qué te parecería si te dijera que anoche recibí de ella una compasión tan tierna que no puedo describir con palabras?

Jaelle permaneció callada.

—¿Es que acaso no somos seres humanos los dos? —continuó él—. Con una pesada carga que compartir. Tu eres Jaelle, además de ser su sacerdotisa.

—En eso te equivocas —dijo ella—. Sólo soy su sacerdotisa. Nada más.

—Eso me parece muy triste.

—Es que tú eres sólo un hombre —replicó Jaelle, y Paul se sintió desconcertado ante lo que brilló en los ojos de ella antes de abandonar la habitación.

Kim había permanecido toda la noche despierta, sola en su habitación del palacio, dolorosamente consciente de que el otro lecho estaba vacío. Incluso bajo techo, el Baelrath seguía respondiendo a la Luna y brillando de tal modo que generaba sombras sobre la pared: una rama que se movía fuera con el viento, la silueta de su blanca cabeza, la vela junto al lecho; pero no había ninguna sombra de Jen. Kim trataba de verla. Con total ignorancia de cuál era su poder y de cómo usar la piedra, cerraba los ojos y buscaba en medio de la noche cerrada, en el norte, tan lejos como podía, pero sólo encontraba la oscuridad de sus propios temores.

Cuando la piedra se fue debilitando y ya sólo era un simple anillo en su dedo, supo que la Luna se había puesto. Ya era muy tarde, la noche estaba casi pasada. Entonces Kim se rindió al sueño y soñó con un deseo que ella no había sabido nunca que tenía.

«Debes caminar en tus sueños», le había dicho Ysanne, le estaba diciendo todavía mientras ella se entregaba de nuevo al sueño.

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