Hizo otra pausa y se permitió esbozar el rastro más diminuto de una sonrisa.
—«Y con eso concluye esta declaración del Gobierno democrático de Cuvier».
A bordo de la Nostalgia por el Infinito, y sin demasiada alegría, Ilia Volyova se fumaba hasta el filtro uno de los cigarrillos que le había proporcionado la nave. Estaba pensando, pensando con frenesí, su mente zumbaba como una sala de turbinas demasiado explotada. Sus pies, embutidos en las botas, chapoteaban por el fango que secretaba la nave y que tenía la misma consistencia que los mocos. Tenía un pequeño dolor de cabeza que no aliviaba desde luego el tono constante y monótono de las bombas de achique. Y sin embargo, en un sentido estaba eufórica porque por fin podía ver ante ella un rumbo claro.
—Me alegro tanto de que haya decidido hablar conmigo, capitán... —dijo—. No creería lo que eso significa después de todo este tiempo.
La voz masculina surgía a su alrededor, cercana y distante a la vez, inmensa y eterna como la de un dios.
—Siento que llevara tanto tiempo.
La mujer sintió que toda la estructura de la nave temblaba con cada sílaba.
—¿Le importa que le pregunte por qué ha llevado tanto tiempo, capitán?
Las respuestas de este, cuando llegaban, pocas veces eran inmediatas. Volyova tenía la impresión de que al capitán le llevaba tiempo ordenar sus pensamientos; que con el tamaño inmenso se había producido una inmensa lentitud, de tal forma que su trato con ella no representaba en realidad el ritmo verdadero de sus procesos mentales.
—Había cosas que tenía que asumir, Ilia.
—¿Qué cosas, capitán?
Otra pausa inmensa. Esta no era la primera conversación de la que habían disfrutado desde que el capitán había reanudado las comunicaciones. Durante los primeros y vacilantes intercambios, Volyova había temido que los silencios fuesen señal de la retirada del capitán a otro prolongado estado de catatonía. Las retiradas habían parecido ser menos graves que antes, las funciones habituales habían continuado a bordo de la nave, pero ella había seguido temiendo el tremendo revés que esos silencios podrían significar. Meses, quizá, antes de que se le pudiera volver a convencer para que se comunicase. Pero nunca había sido tan grave. Los silencios solo indicaban períodos de reflexión, el tiempo que les llevaba a las señales ir y venir traqueteando por la inmensa estructura sináptica de la nave transformada, para luego recopilarse en forma de pensamientos. El capitán parecía infinitamente más dispuesto a comentar temas que con anterioridad estaban prohibidos.
—Las cosas que hice, Ilia. Los crímenes que cometí.
—Todos hemos cometido crímenes, capitán.
—Los míos fueron excepcionales.
Sí, pensó ella, eso no se podía negar. Con la involuntaria connivencia de unos conspiradores alienígenas, los malabaristas de formas, el capitán había cometido un grave acto contra otro miembro de su tripulación. Había empleado a los malabaristas para que grabaran su conciencia en la cabeza de otro hombre, había invadido su cráneo, una transferencia de personalidad muchísimo más efectiva que cualquier otra cosa que pudiera lograrse por medios tecnológicos. Y durante muchos años la nave había existido como dos hombres, uno de los cuales sucumbía poco a poco a la infección de la plaga de fusión.
Al ser el crimen tan infame se había visto forzado a ocultarlo de los otros miembros de la tripulación. Solo había salido a la luz durante los acontecimientos culminantes ocurridos alrededor de la estrella de neutrones, los mismos acontecimientos que habían llevado a que al capitán se le permitiera tragarse y transformar su propia nave. Volyova le había obligado a aceptar ese destino como una especie de castigo, aunque para ella habría sido igual de fácil matarlo. También lo había hecho porque quizá esperaba aumentar con eso sus propias posibilidades de supervivencia. La nave ya había estado bajo el control de un agente hostil, la plaga, y hacer que el capitán asumiera el mando en su lugar le había parecido hasta cierto punto el menor de ambos males. No era, estaba dispuesta a admitir, una decisión que en aquel momento hubiera sometido a grandes análisis.
—Sé lo que hizo —le dijo al capitán—. Y sabe que me parece abominable. Pero ha sufrido por ello, capitán; nadie podría negarlo. Ya es hora de dejarlo atrás y seguir adelante, creo.
—Siento una tremenda sensación de culpa por lo que hice.
—Y yo siento una tremenda sensación de culpa por lo que le hice al oficial de artillería. Soy tan culpable de todo esto como usted, capitán. Si yo no lo hubiera vuelto loco, dudo que hubiera ocurrido nada de esto.
—Yo todavía tendría que vivir con mi crimen.
—Fue hace mucho tiempo. Estaba asustado. Lo que hizo fue terrible, pero no fue la obra de un hombre racional. No es que sea una excusa, pero sí que hace que sea un poco más fácil de entender. Si yo estuviera en su situación, capitán, apenas humano y quizá infectado con algo que sabía que me iba a matar, o algo peor, no puedo decir con certeza que no considerase hacer algo igual de extremo.
—Tú nunca asesinarías, Ilia. Eres mejor que eso.
—En Resurgam piensan que soy una criminal de guerra, capitán. A veces me pregunto si tienen razón, sabe. ¿Y si después de todo destruimos Phoenix? —No lo hicisteis. —Espero que no.
Hubo otra larga pausa. Volyova siguió caminando por el cieno, observó que la textura y el color de la materia secretada no era siempre la misma en todos los distritos de la nave. Si lo dejaban, el cieno se tragaría la nave en unos pocos meses. La mujer se preguntó si eso ayudaría u obstaculizaría al capitán, y esperó que fuera un experimento cuya realización nunca tuviera que ver.
—¿Qué quieres exactamente, Ilia?
—Las armas, capitán. En última instancia, usted las controla. He intentado hacerlas funcionar yo, pero el éxito no ha sido clamoroso. Están demasiado bien integradas en la antigua red de artillería.
—No me gustan las armas, Ilia.
—A mí tampoco, pero sabe que creo que las necesitamos. Usted tiene sensores, capitán. Ha visto lo que hemos visto nosotros. Se lo mostré cuando se desmantelaban los mundos rocosos. Eso fue solo el principio.
Después de otro preocupante silencio, el capitán dijo:
—He visto lo que le han hecho al gigante gaseoso.
—Entonces también ha visto que está tomando forma algo nuevo que se está reuniendo en la nube de materia liberada del gigante. En estos momentos es un esbozo, no más formado que un feto. Pero es algo deliberado, está claro. Es algo inmenso, capitán, más inmenso que cualquier otra cosa que hayamos experimentado. De miles de kilómetros de anchura en este momento, y es posible que se haga más grande a medida que crece. —Lo he visto.
—No sé lo que es ni lo que hará. Pero puedo suponerlo. Los inhibidores le van a hacer algo al sol, a Delta Pavonis. Algo definitivo. Ahora ya no solo estamos hablando de disparar una llamarada importante. Esto va a ser más grande que cualquier eyección en masa de la que hayamos oído hablar.
—¿Qué clase de arma puede matar a un sol?
—No lo sé, capitán. No lo sé. —Aspiró hondo la colilla del cigarrillo, pero estaba muerto por completo—. Pero no es esa, sin embargo, mi preocupación principal en estos momentos. Me interesa más otra pregunta: ¿qué clase de arma puede matar a un arma como esa?
—¿Crees que el alijo puede bastar?
—Uno de esos treinta y tres horrores podría servir, ¿no le parece? —Quieres mi ayuda —dijo el capitán.
Volyova asintió. Había llegado al momento crítico de la conversación. Si salvaba aquel trozo sin provocar un bloqueo catatónico, habría hecho un progreso muy significativo en sus tratos con el capitán John Brannigan.
—Algo así —dijo ella—. Después de todo, es usted el que controla el alijo. Yo he hecho todo lo que he podido, pero no puedo conseguir mucho sin su cooperación.
—Sería muy peligroso, Ilia. Ahora estamos a salvo. No hemos hecho nada para provocar a los inhibidores. Utilizar el alijo..., aunque sea una única arma... —El capitán fue perdiendo la voz. No había ninguna necesidad de elaborar ese punto.
—Es un poquito arriesgado, lo reconozco.
—¿Un poquito arriesgado? —La risita divertida del capitán fue como un pequeño terremoto—. Siempre te gustaron los eufemismos, Ilia. —Bueno. ¿Va a ayudarme o no, capitán? Después de un intervalo glacial, la voz dijo. —Lo pensaré, Ilia. Lo pensaré bien. Eso, supuso la mujer, tenía que contarse como progreso.
No hubo casi aviso de la ofensiva de Skade. Clavain llevaba semanas esperando algo, pero no había forma de adivinar la naturaleza exacta del ataque. El conocimiento que tenía de la Sombra Nocturna era inútil: con las fábricas que había a bordo de una abrazadora lumínica militar, Skade podía urdir armas nuevas casi con la misma rapidez con la que podía imaginarlas, y podía adaptar cada una a las demandas más exigentes de la batalla. Como una fabricante de juguetes enloquecida, podía darle existencia a las más oscuras de las invenciones en cuestión de horas, y luego podía desatarlas contra su enemigo.
La Luz del Zodíaco había alcanzado la mitad de la velocidad de la luz. Era ya imposible hacer caso omiso de los efectos de la relatividad. Por cada cien minutos que pasaban en Yellowstone, pasaban ochenta y seis a bordo de la nave de Clavain. Ese efecto de dilación del tiempo se iría haciendo más intenso a medida que se acercaban a la velocidad de la luz. Comprimiría los quince años reales del viaje en solo cuatro años de tiempo de la nave, y todavía menos si se utilizaba una velocidad mayor de aceleración.
Y sin embargo, la velocidad de la luz no era radicalmente relativa, sobre todo cuando se estaban enfrentando a un enemigo que se movía a casi el mismo marco acelerado. Cuando más rápido viajaban, las minas que Skade había dejado caer tras ella habían pasado como rayos al lado de la Luz del Zodíaco, con velocidades relativas de solo unos cuantos miles de kilómetros por segundo. Era rápido solo según los estándares de la guerra solar. Aunque las minas eran difíciles de detectar hasta que la Luz del Zodíaco estaba dentro de su volumen de negación, no había ningún peligro real de llegar a chocar con ellas. Una colisión directa sería un modo muy eficaz de acabar con una nave estelar, pero las simulaciones de Clavain argumentaban que estaba más allá de la capacidad de Skade montar semejante ataque. Sus análisis mostraban que, fuera cual fuera la proliferación de obstáculos que Skade dejara caer tras ella (incluso si desmantelaba buena parte de la Sombra Nocturna para convertirlo en minas), él siempre podría detectar los obstáculos con la suficiente antelación para abrirse camino entre ellos.
Pero había un fallo muy grande en el planteamiento de Clavain, y en el planteamiento de todos sus asesores.
El obstáculo, cuando lo detectaron los sensores avanzados de la Luz del Zodíaco, se movía mucho más rápido hacia él de lo que Clavain había esperado.
La relatividad distorsionaba las expectativas clásicas de un modo que Clavain todavía no encontraba del todo intuitivo. Si se lanzaban dos objetos uno contra otro, cada uno con una velocidad individual justo por debajo de la velocidad de la luz, el resultado clásico para la velocidad de acercamiento sería la suma de sus velocidades individuales: justo por debajo del doble de la velocidad de la luz. Sin embargo, el resultado real, confirmado con una precisión paralizante, era que los objetos veían aproximarse al otro con una velocidad combinada que seguía estando por debajo de la velocidad de la luz. De forma similar, la velocidad de acercamiento relativa de dos objetos que se movían el uno hacia el otro con velocidades individuales de la mitad de la velocidad de la luz no era la velocidad de la luz en sí, sino ocho décimas partes de la misma. Así era como estaba hecho el universo, y sin embargo no era algo que la evolución de la mente humana estuviera preparada para aceptar.
El eco Doppler del obstáculo que se aproximaba indicaba una velocidad de acercamiento de justo por encima de cero coma ocho, lo que significaba que el obstáculo de Skade estaba moviéndose hacia atrás, hacia Yellowstone, a la mitad de la velocidad de la luz. Y también era asombrosamente grande: una estructura circular de mil kilómetros de lado a lado. El sensor de masa ni siquiera lo podía ver.
Si el objeto hubiera estado en el rumbo de una colisión directa, no se podría haber hecho nada por evitarlo. Pero el punto de impacto previsto estaba solo a una decena de kilómetros de uno de los bordes del obstáculo inminente. Los sistemas de la Luz del Zodíaco instigaron un procedimiento de emergencia para evitar la colisión.
Eso fue lo que los mató, no el obstáculo en sí.
La Luz del Zodíaco se vio obligada a ejecutar un brusco viraje de cinco gravedades con solo unos segundos de aviso. Los que estaban cerca de algún asiento pudieron llegar a él y permitir que los tejidos almohadillados se tragaran sus cuerpos. A los que estaban cerca de servidores, estos les ofrecieron algo de protección. En ciertas partes de la nave, el material estructural pudo deformarse para minimizar las heridas cuando los cuerpos se estrellaron contra las paredes. Pero no todos tuvieron tanta suerte. A los que se estaban entrenando en las bodegas más grandes los mató el impacto. La maquinaria que no se había sujetado de forma adecuada mató a otros, incluidos Sombra y dos de sus líderes superiores de pelotón. La mayor parte de los cerdos que habían estado trabajando en el exterior del casco, preparando puntos de acoplamiento para un futuro armamento, se vieron barridos hacia el espacio interestelar; no se pudo recuperar a ninguno.
El daño que sufrió la nave fue igual de grave. No se había diseñado para realizar una corrección de rumbo tan violenta y el casco sufrió muchas fracturas y puntos de fatiga, sobre todo a lo largo de las vergas de acoplamiento que sujetaban los motores combinados. Según los cálculos de Clavain, necesitarían al menos un año de reparaciones solo para volver al lugar en el que estaban antes del ataque. El daño interior era igual de grave. Hasta el Ave de Tormenta había quedado dañado al intentar soltarse de los andamios: todo el trabajo de Xavier deshecho en un momento.
Pero, como luego se recordó Clavain, podría haber sido muchísimo peor. En realidad no habían chocado contra el obstáculo de Skade. Si lo hubieran hecho, la disipación de la energía cinética propulsada de forma relativa casi con toda seguridad habría destrozado la nave en un abrir y cerrar de ojos.