El susurro de la voz de Volyova la interrumpió.
—Olvídame. Yo no importo. Ahora solo importan las armas. Son mis hijos, por muy rencorosos y malvados que sean, no pienso tolerar que caigan en manos equivocadas.
—Parece que empezamos a llegar al quid del asunto —dijo Thorn.
—Clavain, el verdadero Clavain, quiere las armas —dijo Volyova—. Según sus propios cálculos tiene los medios para quitárnoslas. —Luego alzó un poco la voz—. ¿No es eso, Clavain?
El servidor se inclinó.
—Preferiría negociar su entrega, Ilia, como sabes, sobre todo ahora que he invertido tiempo en tu bienestar. Pero no te equivoques. Mi contrapartida es capaz de una gran crueldad cuando la causa es justa. Cree que tiene la razón de su lado. Y los hombres que piensan que tienen la razón de su lado son siempre los más peligrosos.
—¿Por qué nos está diciendo eso? —dijo Khouri.
—Porque le conviene a él, a nosotros —dijo el servidor con afabilidad—. Preferiría convenceros de que entreguéis las armas sin luchar. Como mínimo evitaríamos el riesgo de dañar los puñeteros trastos.
—A mí no me parece un monstruo —dijo Khouri.
—No lo soy —respondió el servidor—. Y tampoco lo es mi contrapartida. Siempre elegirá el camino en el que menos sangre se derrame. Pero si se requiere algún derramamiento..., bueno, mi contrapartida no se va a retraer por una pequeña carnicería quirúrgica. Sobre todo ahora.
El servidor dijo lo último con tal énfasis que Thorn preguntó:
—¿Por qué no ahora?
—Por lo que ha tenido que hacer para llegar hasta aquí. —El servidor hizo una pausa, su cabeza abierta los examinó uno por uno—. Traicionó todo aquello en lo que había creído durante cuatrocientos años. Cosa que no se hizo a la ligera, se lo aseguro. Mintió a sus amigos y dejó atrás a sus seres queridos porque sabía que era la única forma de hacerlo. Y en los últimos tiempos ha tomado una terrible decisión. Destruyó algo que amaba mucho. Le produjo un dolor enorme. En ese sentido, no soy una copia fiel del verdadero Clavain. Mi personalidad se formó antes de ese terrible acto.
La voz de Volyova volvió a oírse muy ronca y al instante dominó la atención de todos.
—¿El verdadero Clavain no es como tú?
—Soy un esbozo hecho antes de que una oscuridad terrible invadiera su vida, Ilia. Solo puedo especular hasta qué punto nos diferenciamos. Pero no me gustaría andarme con tonterías con mi contrapartida en su actual estado de ánimo.
—Guerra psicológica —siseó ella.
—¿Disculpa?
—Por eso has venido, ¿no es cierto? No para ayudarnos a negociar un acuerdo sensato, sino para hacer que nos caguemos de miedo.
El servidor se inclinó de nuevo con algo de la misma modestia mecánica.
—Si quisiera lograr eso —dijo Clavain—, consideraría que he hecho bien mi trabajo. El camino que menos derramamiento de sangre provoque, ¿recuerdas?
—Si quieres derramamiento de sangre —dijo Ilia Volyova—, has acudido a la mujer adecuada.
Poco después Volyova cayó en un estado diferente de conciencia, algo quizá no muy lejos del sueño. Los monitores se relajaron, las ondas senoidales y los histogramas armónicos de Fourier reflejaban un cambio sísmico en la actividad neuronal principal. Sus visitantes la observaron en ese estado durante varios minutos, se preguntaban si estaba soñando o urdiendo algo, o si importaba siquiera esa distinción.
La siguientes seis horas pasaron con rapidez. Thorn y Khouri regresaron al trasbordador en el que se había efectuado el traslado y consultaron con sus subordinados más inmediatos. Se alegraron de saber que no se había producido ninguna crisis mientras ellos visitaban a Volyova. Había habido algún estallido menor, pero en su mayor parte los dos mil pasajeros habían aceptado la tapadera de un problema con la compatibilidad atmosférica de las dos naves. Ahora se aseguró a los pasajeros que la dificultad técnica se había resuelto, en todo momento había sido un fallo de los sensores, y el desembarco podría comenzar del modo ordenado que ya se había acordado. Se había preparado una gran bodega de almacenaje a unos cientos de metros del estacionamiento, justo en la parte que giraba de la nave. Era una región que había resultado hasta cierto punto poco afectada por las transformaciones del capitán, y Khouri y Volyova habían trabajado mucho para disfrazar las partes más abiertamente inquietantes de la zona que la plaga había afectado.
La bodega de almacenaje era fría y húmeda, y aunque habían hecho todo lo posible por hacerla cómoda, todavía tenía ambiente de cripta. Se habían levantado particiones interiores para dividir el espacio en cámaras más pequeñas que todavía eran capaces de contener cien pasajeros, y esas cámaras se habían dividido a su vez con particiones para permitir que las unidades familiares tuvieran un poco de privacidad. Aquel almacén podía alojar a diez mil pasajeros, cuatro viajes más del trasbordador de traslado, pero para cuando llegara el sexto vuelo tendrían que empezar a dispersar a los pasajeros por el cuerpo principal de la nave. Y entonces, era inevitable que se dieran cuenta de la verdad: que los habían traído no solo a una nave que transportaba la temida plaga de fusión, sino a bordo de una que había sido subsumida y reformada por su propio capitán; que estaban, en todos los sentidos que importaban, dentro de ese mismo capitán.
Khouri esperaba que el pánico y el terror acompañaran ese momento de comprensión. Era muy probable que fuera necesario imponer un estado de emergencia marcial incluso más estricto que el que ahora operaba en Resurgam. Habría muertes, y era probable que tuviera que haber ejecuciones, solo para dejar las cosas claras.
Y, sin embargo, nada de eso importaría una mierda cuando se supiera la verdad: que Ilia Volyova, la odiada triunviro, seguía viva y había orquestado toda esta evacuación.
Solo entonces comenzarían los auténticos problemas.
Khouri contempló cómo salía de la dársena el trasbordador de traslado para comenzar su viaje de vuelta a Resurgam. Treinta horas de vuelo, calculaba, además de (con suerte) poco menos de la mitad de ese tiempo para cargar en el otro extremo. Thorn volvería en dos días. Si podía mantener las cosas bajo control hasta entonces, ya se sentiría como si hubiera escalado una montaña.
Pero todavía habría noventa y ocho vuelos más que traer a bordo después de ese...
Paso a paso, pensó. Eso era lo que le habían enseñado en sus días de soldado: divide un problema en unidades factibles. Luego, por muy formidable que pareciera el problema, podrías enfrentarte a él trozo por trozo. Concéntrate en los detalles y preocúpate por la imagen global más tarde.
Fuera, la distante batalla espacial seguía tronando. Los destellos se parecían a los disparos aleatorios de las sinapsis en un cerebro biselado. Estaba segura de que Volyova sabía algo de lo que estaba pasando, y quizá el nivel beta de Clavain también. Pero Volyova estaba durmiendo y Khouri no confiaba en que el servidor le dijera nada salvo sutiles mentiras. Eso dejaba al capitán, que era muy probable que también supiera algo.
Khouri atravesó la nave sola. Cogió el desmoronado sistema de ascensores hasta la cámara del alijo, igual que había hecho cientos de veces antes en compañía de Volyova. Tenía una extraña sensación de estar haciendo una diablura por realizar el viaje sin compañía.
La cámara era tan ingrávida y oscura como lo había sido durante sus visitas más recientes. Khouri detuvo el ascensor en el nivel de la cámara intermedia y luego se colocó con un movimiento ágil un traje espacial y un equipo de propulsión. En pocos e intensos momentos se encontraba en el interior de la cámara, flotando en la oscuridad. Se dio impulso para separarse de la pared e hizo todo lo que pudo para no hacer caso de la sensación de inquietud que siempre sentía en presencia de las armas del alijo. Programó el sistema de navegación del traje y esperó a que se alinease con las balizas transmisoras de la cámara. Unas formas comentadas de color gris verdoso cabecearon en su visera, a distancias que variaban de las decenas a los cientos de metros. El delgado enrejado del sistema de monorraíl formaba una serie de líneas más duras que se cruzaban por la cámara en varios ángulos. Todavía había armas en la cámara. Pero no tantas como había esperado.
Había habido treinta y tres antes de que ella se fuera a Resurgam. Volyova había desplegado ocho antes de que el capitán intentara destruirse. Pero solo por la escasez de formas que se cernían allí, Khouri se dio cuenta de que quedaban muchas menos de veinticinco armas. Contó las formas flotantes y luego volvió a contar mientras guiaba su traje para que se metiera más en la cámara por si había algún problema con el transmisor. Pero sus primeras sospechas habían sido correctas: solo quedaban trece armas a bordo de la Nostalgia por el Infinito. Faltaban veinte de aquellos puñeteros trastos.
Salvo que ella sabía con exactitud dónde estaban, ¿no? Ocho estaban fuera, en alguna parte, como también, era de suponer, las otras doce que habían desaparecido. Y era muy probable que ya hubieran cruzado la mitad del sistema y fueran las responsables de, al menos, algunos de los centelleos y destellos que había visto desde el trasbordador.
Volyova, o alguien en cualquier caso, había lanzado veinte armas del alijo a la batalla contra los inhibidores.
Y cualquiera sabía quién estaba ganando.
Conoce a tu enemigo, pensó Clavain.
Salvo que él no conocía en absoluto a su enemigo.
Estaba solo en el puente de la Luz del Zodíaco, sentado, absorto en sus pensamientos. Con los ojos casi cerrados y la frente contraída por sus habituales arrugas de preocupación, parecía un maestro de ajedrez a punto de realizar el movimiento más vital de su carrera. Más allá del capitel de sus manos pendía una forma proyectada: una visión compuesta y bien encajada de la abrazadora lumínica que albergaba las armas perdidas tanto tiempo atrás.
Recordó lo que Skade le había dicho, allá en el Nido Madre. Las pruebas indicaban que esta nave era la Nostalgia por el Infinito; su comandante era con toda probabilidad una mujer llamada Ilia Volyova. Incluso podía recordar la foto de la mujer que Skade le había enseñado. Pero incluso si el rastro de pruebas tenía razón y de verdad tuviera que tratar con Volyova, eso no le decía casi nada. Lo único en lo que podía confiar era en aquello de lo que se enteraba a través de sus propios sentidos, a los que ahora les pedía un esfuerzo máximo.
La imagen que tenía ante sí componía todo el conocimiento más sobresaliente que se tenía del aparato enemigo. Los detalles cambiaban de forma constante y se añadían nuevas capas a medida que los sistemas de recopilación de información de la Luz del Zodíaco mejoraban sus conjeturas. La interferometría de base de largo alcance sonsacaba el perfil electromagnético de la nave de todo el espectro, desde los rayos gamma más suaves hasta las ondas de radio de baja frecuencia. En todas las longitudes de onda, la dispersión de radiaciones que le devolvían era desconcertante, hacía que los programas informáticos de interpretación se bloquearan o plantearan conjeturas ilógicas. Clavain tenía que intervenir cada vez que el programa arrojaba otra interpretación absurda. Por alguna razón, el programa no dejaba de insistir en que el navío se parecía a una extraña fusión de nave, catedral y erizo de mar. Clavain veía la forma subyacente de una posible nave espacial y tenía que apartar constantemente al programa de sus soluciones mínimas más disparatadas. Solo podía imaginarse que la abrazadora se había envuelto en una concha de material confuso, como las nubes de ofuscación que empleaban a veces los hábitats del Cinturón Oxidado.
La alternativa, que el programa tuviera razón y que él solo estuviera imponiéndole sus propias expectativas, era demasiado desconcertante para planteársela.
Alguien llamó al marco de la puerta.
Se volvió con un rígido zumbido de su exoesqueleto.
—¿Sí?
Antoinette Bax entró con pasos firmes en la sala seguida por Xavier. Ambos llevaban también exoesqueletos, aunque ellos habían adornado los suyos con remolinos de pintura luminosa y piezas barrocas soldadas. Clavain había observado lo mismo entre muchos miembros de su tripulación, sobre todo entre el ejército de Escorpio, y no había visto razón para imponer un régimen disciplinario más estricto. En privado, agradecía cualquier cosa que les infundiera una sensación de camaradería y un objetivo concreto.
—¿Qué pasa, Antoinette? —preguntó.
—Hay algo que queríamos discutir contigo, Clavain.
—Se trata del ataque —añadió Xavier Liu.
Clavain asintió e hizo un esfuerzo por sonreír.
—Si tenemos mucha suerte, no habrá ninguno. La tripulación entrará en razón, entregará las armas y podemos irnos a casa sin hacer ni un solo disparo.
Por supuesto ese resultado iba pareciendo más improbable con cada hora que pasaba. Ya se había enterado por las señales de las armas que veinte de ella se habían dispersado de la nave, lo que dejaba solo trece a bordo. Y lo que era peor, los patrones diagnósticos concretos sugerían que algunas de las armas se habían llegado a activar. Tres de los patrones, incluso, se habían desvanecido en las últimas ocho horas de tiempo de la nave. No sabía qué pensar de eso, pero tenía la desagradable sensación de que sabía con toda exactitud lo que significaba.
—¿Y si no las entregan? —preguntó Antoinette mientras se ponía cómoda.
—Entonces quizá proceda un cierto uso de la fuerza —dijo Clavain.
Xavier asintió.
—Eso es lo que nos imaginábamos.
—Espero que sea breve y decisivo —dijo Clavain—. Y tengo muchas razones para creer que así será. Los preparativos de Escorpio han sido meticulosos. La ayuda técnica de Remontoire ha sido inestimable. Tenemos una fuerza de asalto bien entrenada y las armas para respaldarla.
—Pero a nosotros no nos has pedido ayuda —dijo Xavier.
Clavain se volvió de nuevo hacia la imagen de la nave y la examinó para ver si había habido algún cambio en los últimos minutos. Molesto, vio que el programa había comenzado a construir acrecentamientos que más parecían costras y púas, como capiteles en un flanco del casco. Maldijo por lo bajo. La nave no se parecía a nada salvo a uno de los edificios afectados por la plaga de Ciudad Abismo. Ese pensamiento se cernió sobre su mente preocupándole.
—¿Decíais? —dijo tras prestarles de nuevo atención a los jóvenes.
—Queremos ayudar —dijo Antoinette.