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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (23 page)

BOOK: El arqueólogo
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—Viendo a su amigo delirar así por el calor del desierto, les recomiendo que hagan noche en Funon —y con el brazo señaló un pequeño montículo delante de él—, que está justo aquí detrás. Allá encontrará suficiente agua y sombra para poder recuperarse.

—Se lo agradezco mucho y discúlpelo porque no sabe lo que dice —apuntó Ubach para disculpar a Vandervorst.

El vigilante asintió con la cabeza y una media sonrisa que se le borró enseguida. De su boca volvieron a salir insultos e improperios dirigidos a los reos a los que acompañaba con el látigo, que ahora blandía por el aire sofocante del desierto. El otro vigilante pegó un tirón a las cadenas para que los criminales se detuvieran. La lastimosa comitiva siguió caminando hacia su propio infierno, y la caravana del padre Ubach hizo lo mismo en sentido contrario, con la letanía delirante de fondo de un Vandervorst cada vez más y más ofuscado. Encima de la pequeña colina se veían cuatro casas y todavía se podían distinguir las ruinas de una pequeña fortaleza romana. Ubach pensó que debía de ser la que regía el control de las minas de cobre. Y más allá, los restos de una pequeña basílica y de un acueducto, cosa que alegró a Ubach, que se pasó la lengua por los labios resecos casi saboreando ya el agua. Una vez examinada la localidad y satisfechos de confirmar la realidad bíblica, encontraron el refugio que les había indicado el vigilante.

Al cabo de poco rato, que les pareció una eternidad, apareció delante de ellos un rellano con hierba y un pequeño estanque. Era suficiente para asentar el campamento, recuperarse y pasar la noche, pero unas risas siniestras no se lo permitieron. No se trataba del delirio de Vandervorst, que ahora ya dormía plácidamente; eran alaridos, unos chillidos que helaban la sangre y que los mantuvieron en vela. Unos ojos brillantes y redondos que emergían de la oscuridad, rondaban la hoguera del campamento y proferían una sinfonía de gritos que no presagiaban nada bueno. Eran hienas.

—Si no las alejamos, no podremos descansar —dijo Ubach.

—No nos dejarán en paz hasta que encuentren lo que han venido a buscar —añadió Saleh.

—¿Y qué quieren?

—Comida.

—Pero si apenas tenemos para nosotros.

—En mi pueblo —empezó a explicar Id— había un hombre enorme que cada noche salía a alimentarlas. Lo empezó a hacer en época de bonanza para que, cuando hubiese escasez, las hienas no atacasen a nadie del pueblo.

—¿Y funcionó? —quiso saber Ubach—. ¿No son animales muy traicioneros?

—Sí lo son, pero dio resultado. Si quiere, podemos probar dándoles un poco de carne de sus latas.

—Pero si no funciona, nos estarán rondando durante toda la noche, y además, nos quedaremos casi sin comida —apuntó Djayel.

—Tienes razón, Djayel, pero vale la pena intentarlo —reconoció Ubach, y buscó entre sus bolsas y sacó dos latas de carne—. Aquí tenemos la carne, ¿quién lo hará? —preguntó Ubach. Todas las miradas, tanto la de Saleh como las de Suleiman y Djayel, se dirigieron hacia Id.

—Parece que Id… —dijo Ubach—. Antes nos has explicado cómo habías visto hacerlo. ¿Crees que podrías darles de comer? Por supuesto, no estás obligado a hacerlo —recordó el monje al beduino.

—Ya lo sé, y me hago cargo —admitió con cierto nerviosismo en la voz—. Lo intentaré: deme las latas.

Las cogió, removió la carne con un palo y se puso justo en la frontera de la zona iluminada por el fuego y la dominada por la oscuridad y las sombras. Allí, en cuclillas, esperó con un palo en la mano y las latas en la otra a que se acercasen los perros carroñeros del desierto. No tuvo que esperar mucho. La primera que asomó con sus orejas redondeadas por el campamento era un ejemplar común de pelo áspero y gris con manchas oscuras que le servían para camuflarse durante los ataques nocturnos. Tímidamente, se acercaba estirando el cuello largo y grueso, con paso firme. Detrás de ella, a cierta distancia, se distinguía un grupo de hienas que lo miraban con expectación. Cuando vieron que del palo que sujetaba aquel individuo colgaba un trozo de carne y que su compañera se apresuraba a cogerlo antes de que apareciesen las demás, éstas, hambrientas, soltaron unas risotadas y trotaron hasta rodear al hombre que les daba la carne. Id mantenía la calma, pero sus ojos extraviados reflejaban el horror creciente que lo embargaba al ver que las hienas, literalmente, devoraban su espacio.

Decidió sacar toda la carne de la lata con el palo tan rápido como pudo, la dejó en el suelo y, retrocediendo sobre sus pasos, sin darles la espalda, se retiró hasta el círculo de seguridad que representaba el fuego que presidía el campamento. Cuando estaban excitadas con la carne, y quizá por ello con la guardia baja, apareció una jauría de lobos que les enseñó los colmillos y las hienas tuvieron que marcharse decaídas y con el rabo entre las patas. Ya no se oían las risotadas de las hienas, sino sólo los aullidos de unos lobos que tampoco los dejarían dormir ni descansar, rascando la arena con sus garras cerca del campamento. Los soldados turcos que los acompañaban se ofrecieron para hacer turnos y pasar la noche en vela, para guardar las tiendas de las garras de los lobos.

El último cruzado

A la mañana siguiente, se adentraron en el país de Moab, la tierra áspera de los moabitas. La caravana se acercaba a su destino, y Vandervorst, también. Faltaban pocos días para concluir el periplo que habían empezado hacía ya más de treinta días. Cuando dejasen atrás aquellas tierras bíblicas (que habían sido trascendentalmente reveladoras para él), Vandervorst abrazaría una nueva vida; así se lo había dicho al padre Ubach y él, aunque no lo compartía, lo aceptaba. Vandervorst había encontrado su propia formar de huir hacia delante siguiendo el camino que Moisés trazó para guiar al pueblo de Israel en su huida de Egipto hacia la Tierra Prometida. Liberar su alma, sus sentimientos y vivir como un hombre. Como un solo hombre y con el vaivén cansino de los camellos, la caravana llevaba horas avanzando por la explanada lisa y monótona de Moab. De repente, se abrió una grieta inmensa, el torrente del Arnon, conocido por los árabes con el nombre de uadi de Mojib. Tuvieron que seguir un largo camino en zigzag para descender hasta el fondo.

—Deberíamos ir a paso ligero —dijo uno de los soldados de la guarnición otomana antes de explicar el motivo de su exigencia—. Este lugar es el punto de encuentro y de reunión de ladrones y bandoleros de estas tierras, antes o después de atacar alguna caravana. —Y lanzó una advertencia—: No nos conviene encontrarnos con ninguna cuadrilla.

—Sí, sí, claro, ya lo sabemos —respondieron.

Ubach y el resto asintieron tirando de las riendas de sus camellos para espabilarlos. Los animales sudados y deslomados habían recorrido Bosra, el pueblecito de Dana —Dedan, según las profecías de Jeremías—, y ahora tenían delante de ellos, como si alargando la mano pudiesen tocarla, Kir Moab, también conocido con el nombre de Kérak, la fortaleza.

Su situación estratégica, sobre un cerro, rodeada de un precipicio indómito, le daba una posición inmejorable para cualquier propósito. Bastión por excelencia de los cruzados, Kérak fue el magnífico baluarte defensivo de los cristianos antes de los musulmanes.

Subiendo por las montañas, consiguieron llegar a la entrada de la ciudad. Como era una plaza turca, los soldados que los custodiaban habían espoleado a sus caballos y se habían adelantado para anunciar a la autoridad local su llegada. Los recibieron como si fueran altos dignatarios. Una vez hechos los honores y cuando estaban ya sentados en una sala bien ventilada y con un té en las manos, empezaron a hablar. Como ya era costumbre, pues había ocurrido en más ocasiones, Ubach hablaba de sus desplazamientos por aquellas tierras y explicaba el motivo del viaje y, rápidamente, salió en la conversación su deseo de visitar la fortaleza. Las sonrisas y los buenos gestos que hasta aquel momento habían presidido la recepción se esfumaron. El trato exquisito y el catálogo de buenas maneras que les había dispensado el nuevo mutessarrif de la ciudad dieron paso a un gesto serio. Dejó la taza en la mesita, se levantó y, dirigiéndose a Ubach con una contundencia nada diplomática pero muy sincera, le dijo:

—No, no, no entrará. —El nuevo mutessarrif se lo advirtió con firmeza—. Es peligroso.

Hacía pocos días que Constantinopla lo había enviado a Kérak y quería evitar problemas.

—¿Qué peligro puede haber en una de las fortalezas más inexpugnables del mundo? —preguntó con curiosidad Ubach—. ¿Qué amenaza o contingencia puede haber en un recinto que ha pasado a la historia, precisamente, por su ejemplar seguridad, imposible de subyugar y conquistar? —cuestionó Ubach, que no entendía qué peligros entrañaba la visita de aquella atalaya excepcional.

—Es una historia que viene de lejos.

—Por favor, explíquenosla —pidió Ubach.

—Tiene sus orígenes en la época en que la iglesia del castillo fue la sede del arzobispado. Desde que los cristianos fueron expulsados, quisimos recuperar el control para hacer un buen uso, pero hay un problema.

—¿Cuál? —preguntó con curiosidad Ubach.

—Allí vive un hombre, un cristiano. Se niega con todas sus fuerzas a abandonar el castillo. Defiende la sede del arzobispado como si fuera a haber actividad y culto, como solía haber antes —dijo el mutessarrif arrugando la frente, visiblemente preocupado.

—Pero aquello es una fortificación inmensa para que la pueda gobernar un solo hombre —exclamó extrañado el monje.

—No, ya le digo que él domina la iglesia y las galerías que rodean la antigua capilla, el resto del castillo es nuestro. Sin embargo, ¿entiende ahora por qué no se puede acercar?

—Estimado mutessarrif —dijo Ubach en un tono conciliador—, olvida un detalle que, a mi entender, es un valor añadido. ¿Se olvida acaso de que soy cristiano, y de que, quizá, por esa razón, no sólo me permita acercarme, sino también incluso acceder al interior del recinto?

—No, no, no quiero ni pensarlo.

—Pues valdría la pena que dedicara un momento a pensarlo —le exigió Ubach—. ¿Qué quiere que haga? —Y Ubach extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Rezamos al mismo Dios, y tenemos las mismas creencias. ¿De qué tiene miedo? —Y él mismo se respondió—: ¿Cree usted que me abrirá la cabeza lanzándome un puñado de piedras? Piénselo un momento y verá que tengo razón, amigo mutessarrif.

Lo que decía el monje era sensato y tenía razón: ambos eran cristianos y el mutessarrif pensó que quizás entre cristianos se entenderían. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Guiñó los ojos, y mientras volvía a abrirlos, sin dejar de mirar al padre Ubach, lo veía cada vez más claro.

—De acuerdo, le doy permiso para subir a la fortaleza, pero… —y levantó el dedo índice de la mano izquierda— si pasa cualquier cosa, será bajo su total responsabilidad, ¿de acuerdo? —añadió el gobernador.

Ubach esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.

—¡Entendido, mutessarrif!

El reto de entrevistarse con aquel antiguo resistente todavía le daba más ganas de subir por aquellos montículos escarpados que se levantaban a los pies de la imponente construcción medieval. Mientras subía por las rocas que habían sido testigos de crueles derramamientos de sangre, tanto árabe como cristiana, Ubach levantaba la cabeza para observar la silueta alargada por las torres y la muralla desdentada que rodeaba la temida fortaleza. Visto desde abajo, aquel monumento era todavía más impactante; Ubach estaba seguro de que no había ningún otro en toda Palestina, ni fuera de ella, que pudiese ofrecer una idea más completa de lo que eran los castillos de la Edad Media. Cuando puso el pie en la pasarela que lo salvaba de caer en el foso que aislaba la plaza fortificada, lo recibió una bandada de cuervos que se le lanzó encima. Sus graznidos, unos gritos estridentes que le trepanaban los oídos, estuvieron a punto de desequilibrar al padre Ubach y hacerlo rodar pendiente abajo.

—¡Virgen Santa de Montserrat, menudo recibimiento! —exclamó mientras entraba en el patio del castillo. Se levantó un aire frío que silbaba entre los merlones de las torres y que helaba la sangre incluso al caballero más valiente que cruzase aquellos muros, ahora roídos por el paso del tiempo. Se paseó por las caballerizas y por las galerías, entró a las salas, a los dormitorios, almacenes y depósitos, hasta que llegó a pocos metros de las puertas de la capilla.

El batiente izquierdo de la puerta principal estaba abierto. Ubach no vaciló ni un momento y entró. Se le cayó el alma a los pies cuando paseó la vista por aquel espacio que en otros tiempos había sido una iglesia. Estaba en un lamentable estado ruinoso. De no ser por el altar mayor, una pieza —ahora medio derruida— en forma de mesa sobre la que se había celebrado la eucaristía, y por el haz de luz que entraba por el ojo de buey, no se habría distinguido de las otras salas que había visitado el padre Ubach. No había nadie, pero en un rincón de aquella pequeña iglesia se distinguía el rastro de presencia humana por los restos de una hoguera. Un puñado de piedras rodeaba un montón de ceniza y de leños humeantes. Ubach se acercó y vio, a un lado, un lecho y, en el otro, un montón de ropa apilada de cualquier manera.

—¿Quién es usted y qué hace fisgando entre mis pertenencias? —Una voz grave resonó entre los muros del otrora recinto sagrado.

Ubach se giró y dedicó una sonrisa al hombre que tenía a una media docena de pasos. Era alto, con los cabellos largos y blancos. Los ojos pequeños y negros con los que miraba a Ubach contrastaban con la blancura de la barba que enmarcaba su rostro. Iba ataviado con una prenda de saco de color marrón oscuro y unas sandalias. Nada más. Ubach se quedó mirándolo, pero el hombre también le dio un repaso de arriba abajo. Cuando vio que aquel intruso llevaba un hábito de monje, se tranquilizó, pero enseguida desconfió y volvió a preguntar en un tono ensordecedor:

—¿Quién es usted y qué hace aquí?

—¡Hola! —saludó amistosamente Ubach y se presentó—: Me llamo Bonaventura Ubach, soy arqueólogo y monje benedictino de Montserrat.

—¿Y qué se le ha perdido por aquí, en el país de Moab?

—¡Buena pregunta! —Volvió a sonreír—. Ahora mismo, lo único que he perdido ha sido el rastro del pueblo de Israel, que, guiado por Moisés, estaba a punto de llegar a la Tierra Prometida.

—¡No me tome el pelo! —le advirtió acercándose el dedo índice a la punta de la nariz—. No me importa que lleve ese hábito, no es una armadura, así que no evitará que le dé una paliza —dijo amenazándolo con el garrote que llevaba en la mano derecha y que blandía nervioso.

BOOK: El arqueólogo
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