Read El arqueólogo Online

Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (10 page)

BOOK: El arqueólogo
10.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Que Dios le bendiga… —consiguió decir.

—¿Está bien, padre? —preguntó Id al belga.

Vandervorst asintió con un leve golpe de cabeza porque no tenía fuerzas para hablar. Sin embargo, se esforzó por preguntar:

—¿Y Bonaventura?

No había ni rastro del padre Ubach en aquellas aguas desatadas.

Saleh y Suleiman lo habían visto todo desde su atalaya, tocada por los vientos pero resguardada de las crecidas repentinas de agua. Saleh soltó unos cuantos juramentos pensando en la terquedad del monje y corrió hacia el camello. Se subió y lo azuzó para que se lanzase montaña abajo. El recorrido que haría el uadi era imprevisible, pero cuanta más ventaja tuviera sobre aquella corriente de agua impetuosa y caprichosa, más posibilidades tendría de rescatar al monje, si podía ser, sano y salvo. Avanzó hasta un punto en que el torrente hacía una revuelta. Recordaba que a sólo unas zancadas de camello de allí estaba la gran piedra de Hajar el Marash. Había muchas plantas y arbustos alrededor de la piedra, y un imponente nido de águilas. Era una piedra muy grande y legendaria para los beduinos. Según explicaban los ancianos, allí había muerto una gran águila de cabeza blanca, un animal considerado sagrado. Saleh esperaba llegar y poder encontrar la ayuda de una de aquellas venerables aves que con una pose arrogante solían estar impertérritas encima de la roca. El cabal del uadi por aquel lugar no era tan profundo y pudo distinguir en el agua marrón una sombra oscura, un bulto arrastrado por la fuerza del agua. «¡El padre Ubach!», pensó Saleh. Se fijó en dónde estaba una de las águilas, cogió la cuerda y se metió la mano dentro del zurrón. Los dedos nerviosos se paseaban por el interior de la bolsa, palpando el fondo y las paredes de piel, pero no había ni rastro de lo que buscaba. Finalmente lo encontró en un rincón. De dentro de la bolsa, sacó un trozo de carne seca que había sobrado de la cena y que le habría servido de almuerzo acompañado de un mendrugo de qurç. Lo ató a un cabo de la cuerda, hizo un triple movimiento de rotación rápida sobre su cabeza y, con la fuerza centrífuga que había conseguido haciendo girar tres veces la cuerda, logró lanzar el extremo con los trozos de pan y carne atados con la fuerza y puntería adecuadas para que impactase en aquella sombra negra que bajaba por el torrente y que resultaba ser la espalda del padre Ubach. Al mismo tiempo que la cuerda giraba sobre su cabeza y antes de lanzarla al agua, Saleh miró al águila para hacerle un silbido.

—¡Fiuuuu! ¡Fiuuuu!

El ave reaccionó al segundo silbido. Soltó las uñas afiladas con que se agarraba a la roca, desplegó las alas —que una vez extendidas y por un momento consiguieron tapar el sol— y después de volar el rato necesario para dominar la situación, se lanzó en picado sobre aquella presa que le señalaba el beduino marcada por la cuerda y el pan sobre el agua. El águila se lanzó en picado sobre el trozo de qurç envuelto en carne y, de rebote, sus poderosas uñas agarraron al padre Ubach. Saleh sabía que las fuertes uñas del águila podían aguantar muchos kilos de peso, pero estaba seguro de que el peso muerto que suponía el cuerpo del padre Ubach y la ropa mojada harían que el águila soltara aquel pesado fardo.

Dicho y hecho. Una vez que lo sacó del agua, se deshizo de él rápidamente. De hecho, el gran peso que tenían que soportar sus garras la desestabilizó y no había podido levantar el vuelo. Ante eso, el ave soltó un grito desgarrado y prefirió soltarlo. El cuerpo del padre Ubach hizo un ruido sordo cuando impactó contra el suelo de piedras y arena, y rodó unos metros hasta que quedó tendido con los brazos en cruz como si fuera un cristo crucificado.

Saleh se apresuró a acudir en su ayuda, al mismo tiempo que llegaban el padre Vandervorst, Id, Suleiman y Djayel. El sacerdote belga se arrodilló al lado del monje para comprobar si tenía pulso palpándole el cuello. Para más seguridad acercó la oreja al tórax del padre Ubach y oyó un débil latido de corazón.

—¡Está vivo, está vivo! —anunció excitado.

Los beduinos esbozaron una tímida sonrisa, pero su mirada era de incertidumbre. Vandervorst recolocó a Ubach, lo tumbó boca arriba y con los brazos pegados al cuerpo para hacerle expulsar el agua que contuviesen los pulmones y a empezar a hacerle la respiración artificial. Con una mano nerviosa, Vandervorst localizó el lugar de compresión para aplicar el masaje, justo en la mitad inferior del esternón, en la zona central del pecho. Empezó aplicando la base de la mano izquierda en esta zona, y poniendo la derecha encima, entrecruzando los dedos y evitando que tocasen el pecho de Bonaventura. Mientras rezaba un padrenuestro, iba comprimiendo hacia abajo el esternón a buen ritmo. El belga sabía que cada cinco masajes tenía que intercalar dos insuflaciones.

Se agachó para introducir, soplando, aire en los pulmones de un padre Ubach asfixiado para excitar su respiración y favorecer que expulsase el agua que se había tragado.

Al cabo de un rato de friegas, golpes, presiones y bocanadas de aire, Ubach tosió, escupió una bocanada de agua y Vandervorst lo colocó en posición lateral para estar más seguro. Volvió a nacer y dio gracias a Dios y, sobre todo, al padre Vandervorst, que lo había arrancado de las zarpas de la muerte.

—Gracias, Joseph… —susurró.

—No hables, Ventura. Tienes que recuperar el aliento y respirar de manera normal. Y si quieres darle las gracias a alguien, dáselas a Dios y, sobre todo, a Saleh, que se las ha ingeniado para sacarte del agua con la complicidad de un águila.

Ubach sonrió, volvió a toser —todavía le quedaba un poco de agua que tenía que expulsar—, miró al beduino que estaba al lado del padre belga y asintió con un par de cabezadas. En aquel momento, se acordó de aquel versículo de Salmos 91,4 que hacía referencia a la reina de las aves que hacía su nido en los estribos de las montañas de aquel valle sagrado: «Te abrigará con sus plumas, encontrarás refugio bajo sus alas». Y pensó que eran palabras sabias, cargadas de razón.

Las minas de los faraones

El ruido de una voladura retumbó por las grietas de las paredes basálticas. El gran estrépito se amplificó por efecto de los inmensos bloques de granito y basalto que sostenía el camino de aquel ancho torrente que se adentraba por la arenisca y que les daba la bienvenida.

—Virgen santa, ¿qué ha sido eso? —preguntó sobresaltado el monje, que tuvo que tirar de las riendas para calmar a su camello.

Ubach paseó la mirada por aquel panorama sobrecogedor y encantador buscando la causa. Iluminado por rayos de un sol rojizo, a punto de esconderse bajo el horizonte, el contraste del negro del basalto con el rosa del granito más aquella aureola de bronce otorgaban al vadi Magara, la gran cueva, la gruta imponente, un nombre muy adecuado; Magara quería decir «caverna». Y, de hecho, allí se alzaba una montaña llena de cuevas y minas que escondían grandes tesoros, probablemente las más antiguas del mundo, explotadas por diversas dinastías de faraones.

Otra descarga potente hizo trizas aquella visión idílica que Ubach tenía delante.

—¿Esto son las minas? —preguntó Ubach a Saleh.

—Sí, padre —contestó compungido el beduino.

—Pero estaba seguro de que ya no estaban activas y que nadie las explotaba.

—Y así es.

—¿Y entonces? ¿No será lo que creo? —dijo desconfiado.

—Sí, abuna, son saqueadores. Británicos. Arrancan las pocas inscripciones que quedan grabadas en las paredes de las cuevas y se llevan las piedras preciosas de color verde que engendra el interior de estas montañas…

Y una tercera detonación acabó de convencer a Bonaventura de que había que hacer algo. Si la mano destructora del tiempo con el flagelo de los vientos, las lluvias y las tormentas parecía que hubiese respetado los monumentos de aquella antigua civilización, no estaba dispuesto a consentir que un coetáneo de su civilización, por llamarlo de algún modo, pues era evidente que no tenía ni pizca, destruyese aquellos tesoros conservados durante siglos. Ubach no podía soportar el expolio.

Sin esperar a que se agachasen los camellos, resbalándose de la grupa hacia el cuello de la bestia, y dando después una voltereta, Ubach saltó al suelo. Con la Kodak en las manos hizo una señal a Saleh.

—¿Me acompañas? —le preguntó sin esperar la respuesta del beduino mientras subía montaña arriba.

El camellero lo siguió, pero el padre Vandervorst alzó la voz para advertir a su compañero de caravana:

—Bonaventura, ten cuidado, que esos personajes no tienen escrúpulos.

—Lo tendré en cuenta, Joseph, descuida —le respondió subiendo por la pendiente.

Con cuatro resoplidos llegó a la primera entrada a una de las cuevas que accedía a las minas. La desilusión se plasmó en la cara del monje. Las paredes de aquella primera excavación hecha de manera natural y que, antiguamente, habían acogido inscripciones grabadas por los faraones estaban totalmente desfiguradas. Se veía el rastro de la expoliación por todas partes. Fragmentos molidos y hechos trizas por el suelo. Paredes arañadas, abiertas, reventadas, vejadas, despojadas de todo lo que habían contenido, ya fuese por la acción de los picos y los mazos o por deflagraciones de dinamita. Sin embargo, Ubach no era el único que estaba desolado.

—Benengeli, benengeli, benengeli! —repitió hasta tres veces Saleh.

El beduino clavaba los ojos en aquellas paredes con una mirada llena de odio. Ubach lo riñó:

—Saleh, no digas eso. No te sirve de nada insultarlos diciéndoles que son hijos de bastardos o de sangre impura. Sus padres no tienen ninguna culpa, y estoy seguro de que ellos son unos ignorantes que, cegados por el dinero, no saben lo que hacen.

—¿Y entonces qué hacemos, abuna? ¿Nos quedamos aquí, cruzados de brazos, viendo cómo se llevan lo que no les pertenece?

—No, Saleh, no asistiremos impasibles a esta barbarie. Por eso he querido subir a hablar con ellos.

—¿Hablar? —gritó exasperado el beduino—. ¡Yo acabaría con los problemas mucho antes!

—Sí, ya me imagino cómo acabarías tú, Saleh, pero ésa no es la solución.

«¡Bum!».

No sólo oyeron esa explosión mucho más cerca que las otras, sino que podían estar casi seguros de que había sido mucho más potente. Temblaron algunas paredes de la galería donde se encontraban y se desprendió algún paño de pared. Decididos a detener a los saqueadores, Ubach y Saleh siguieron el rumor de las voces y el repicar de las herramientas. Al cabo de unos metros, encontraron un espacio a cielo abierto, pero dentro del entramado de la cueva grande vieron que se alzaba un campamento con cuatro tiendas esmirriadas, cajas apiladas a un lado y un montón de escombros en otra. Tenían enfrente a los que perpetraban sin miramientos aquellos actos vandálicos con el consentimiento tácito, pasivo, de la población autóctona, que no se oponía porque suponía dinero para sacar adelante a la familia.

Había todo un grupo de beduinos a las órdenes de un inglés que sonreía mirando el puñado de turquesas que examinaba entre las manos.

—Dios lo guarde —saludó el padre Ubach desde arriba, y se dispuso a bajar sin miramientos, saltando decidido por una pendiente rocosa hasta llegar al pequeño campamento.

Sorprendido, el inglés se puso en guardia desenfundando un revólver que llevaba atado a la cintura y apuntó hacia la dirección por donde bajaban el monje y el beduino.

—Oh, no, no dispare —pidió Ubach levantando las manos—. No vamos armados.

—¿Quiénes son? ¿Qué quieren? —preguntó el inglés, amenazador, sin dejar de apuntarles y arrugando las cejas y el bigote que le oscurecía la cara ligeramente manchada de polvo por los pequeños desprendimientos que provocaban sus detonaciones.

—Me llamo Bonaventura Ubach, soy monje y arqueólogo. Nos dirigimos al Sinaí y al oír sus, cómo lo diría, gritos de alegría, nos hemos preguntado qué hacen aquí.

—Nada que sea de su incumbencia, padre —lo interrumpió bruscamente el inglés. Los beduinos habían dejado de trabajar y seguían la discusión con las herramientas en las manos—. ¡Más les valdría volver por donde han venido, si no quieren buscarse problemas! ¿Me entienden? —Y blandió la pistola apuntando indistintamente a Ubach y a Saleh.

El monje se fijó en una mesa que había fuera de aquellas tiendas y en un puñado de piedras preciosas.

Había un montón de colores verde manzana y azul cielo.

El inglés lo vio y volvió a advertirle:

—Ni se le ocurra dar un paso hacia la mesita, padre, a menos que quiera ir al cielo de golpe, sin pasar por el Sinaí. —El inglés volvía a dar señales de empezar a enfadarse y de que aquello podía acabar mal.

—No, descuide, no me acercaré —le dijo Ubach, que parecía no inmutarse nada por el peligro que corrían él y Saleh. Tenía que demostrar entereza ante aquel individuo, pero la procesión iba por dentro—. Desde aquí ya veo que son turquesas, las mismas piedras que se utilizaron para levantar los imperios de dinastías de faraones tan poderosos como Keops, Amenemhat III y IV o Tutmosis III. Lo que no sé es si usted conoce la historia de estas piedras.

—Esa historia me importa un comino. No me venga con cuentos. Ya se lo he dicho, será mejor que usted y su camellero vuelvan por donde han venido, y sigan su camino hasta el Sinaí, si no quiere arrepentirse. —Y sacudió el cañón del revólver que agarraba con fuerza.

—Oh, no, no, ya nos vamos. No obstante, antes querría que supiera que estas turquesas, al poco de extraerlas de su hábitat natural, pierden el color, el brillo.

—¿A qué se refiere?

—Hombre, pues que una vez que las saque de aquí, las lleve al puerto más cercano, las cargue y las envíe al mercado de Londres, no las aceptarán porque habrán perdido su valor. ¿Me entiende? Yo se lo digo porque podría ahorrarse hacer todos estos destrozos, puesto que al final no sacará ningún provecho, no conseguirá ningún beneficio.

—¿Y qué sabe un monje como usted de piedras preciosas?

—Sí, tiene razón, efectivamente no sé nada de piedras preciosas —reconoció Ubach—. Sin embargo, ya le he dicho que sé un poco de historia, y sé lo que le pasó a un compatriota suyo, porque… usted es británico, ¿verdad?

—¡Eso no es asunto suyo!

—De acuerdo. Le decía que un compatriota suyo, un tal MacDonald, que se ganaba la vida más o menos de la misma manera, pasó por estas minas unos años antes que usted y su equipo. —Y señaló a los beduinos, que, vestidos con túnicas sucias y viejas, esperaban para seguir trabajando—. Con unos resultados… —E hizo una pausa con la que consiguió que el inglés le prestase atención.

BOOK: El arqueólogo
10.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

English Trifle by Josi S. Kilpack
Dead River by Cyn Balog
Cobra by Frederick Forsyth
Cry For the Baron by John Creasey
Against All Odds: My Story by Norris, Chuck, Norris, Abraham, Chuck, Ken, Abraham, Ken; Norris, Chuck, Norris, Abraham, Chuck, Ken, Abraham, Ken; Norris, Chuck, Norris, Abraham, Chuck, Ken, Abraham, Ken; Norris, Chuck, Norris, Abraham, Chuck, Ken, Abraham, Ken
Call of the Heart by Barbara Cartland
Anne Barbour by A Pressing Engagement
Hush by Jess Wygle