—¡Mehmet! —gritó el jeque.
Del interior de la tienda salió un hombre que se puso a sus órdenes.
—¿Señor?
—Procura que no le falte de nada.
—Sí, señor. —Y le hizo una reverencia con la cabeza mientras se dirigía al joven fugitivo.
—¿Me acompañas?
Los dos hombres se alejaron, la multitud empezó a dispersarse y Ubach, que conocía algunas costumbres beduinas, admitió que aquélla se le escapaba. Sin embargo, no dudó en preguntar a Saleh.
—No conocía ese código —reconoció—. Es una mezcla de generosidad y honor.
—Así es, abuna. Cualquier viajero que llegue a la tienda del más rico o a la del más pobre de los árabes beduinos sabe que será bien recibido y alimentado durante tres días antes de que alguien le pregunte quién es y qué quiere.
—Y supongo que violar estas leyes de hospitalidad será una gran deshonra.
—No sólo eso. Según esta ley no escrita, que todos los beduinos conocen, todo el mundo tiene derecho a ser protegido mientras permanezca en sus tiendas.
—¿Y la familia de la chica y los que lo persiguen? —quiso saber Ubach.
—Los perseguidores tendrán que respetar la inviolabilidad del hogar beduino. En caso contrario, podrían originar conflictos y peleas que podrían derivar en enfrentamientos graves entre tribus. No conozco ningún caso, pero sé que los beduinos somos un pueblo de tradiciones, y las tradiciones —aseguró Saleh— hay que respetarlas.
Antes de irse, se entretuvieron un rato más en el campamento. Ubach estaba preparando su equipaje, sus cajas y paquetes, recogía sus pertenencias y repasaba mentalmente la escena que acababa de presenciar cuando notó que le daban golpecitos en la espalda. Se giró y se sorprendió al descubrir quién lo llamaba.
—Abuna, déjeme ir con usted —le pidió el chico que tan sólo unos momentos antes había pedido resguardo y cobijo al jefe del campamento, y que había desaparecido con uno de los sirvientes del jeque en el interior de la tienda.
—¿Cómo dices? —respondió perplejo el padre Ubach.
—Por piedad, se lo ruego. —Y volvió a arrodillarse en un gesto calcado al que había hecho antes al apelar al código de hospitalidad ante el jeque—. He visto que estaban a punto de irse y por eso, en cuanto me he librado de aquel sirviente, he venido corriendo porque no sabía si todavía lo encontraría, o si ya estaría fuera.
—Lo siento mucho, chico, pero no puedes venir con nosotros —respondió Ubach con contundencia.
—Pero, abuna, déjeme que lo acompañe como mínimo hasta el Sinaí, después ya me espabilaré. Porque supongo que van hacia allí, ¿no?
—Sí, así es —el monje confirmó su suposición.
—Necesito que me acepte en su caravana. Es una cuestión de vida o muerte.
—Pero, chico, no lo entiendo —le respondió en un tono seco y agrio Ubach—. Ha pasado sólo un momento, todos hemos presenciado tu llegada, tu historia conmovedora y tu petición. Te la han aceptado y puedes quedarte aquí tres días, ¿y ahora te quieres ir? —le preguntó Ubach levantando las cejas por encima de los vidrios redondos de sus gafas—. ¿Qué sentido tiene todo eso? ¿Puedes explicármelo?
—Si me permite unirme a su caravana, abuna, ganaré tiempo. Así, cuando mis perseguidores entren en el campamento dentro de tres días, yo les llevaré mucha ventaja. Además, ¿qué voy a hacer después, cuando ya haya expirado el tiempo que me concede el código de hospitalidad, completamente solo por el desierto? No sobreviviré.
—Ah, ya entiendo. Quieres despistar a tus perseguidores. Y cuando llegues al Sinaí, ¿qué piensas hacer?
—No lo sé, abuna, ya se me ocurrirá algo, o me ofreceré para trabajar de porteador o de mozo de cuerda para alguna de las caravanas que se detengan a los pies de la Montaña Sagrada —explicó el chico con la cabeza agachada bajo la atenta mirada del monje.
Respiró profundamente y pensó que no podía negarse. Su obligación era ayudar a quien se lo pidiese. Si no lo hacía, tendría toda su vida el cargo de conciencia de no haberlo ayudado y le perseguiría el remordimiento de no haber prestado auxilio a una persona que lo necesitaba.
—Está bien, puedes venir con nosotros, pero tendrás que ir a pie, junto a los beduinos; no hay suficientes monturas para todos.
—¡Qué Dios lo bendiga, abuna, muchas gracias! —Y empezó a darle besos, primero en las polvorientas sandalias y luego en las manos.
—Levántate, chico, levántate. No hace falta… —le pidió con insistencia Ubach—. Nos vamos enseguida. —Y Ubach llamó al resto de la caravana para explicarles la novedad—. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Mahmud —pronunció su nombre con una sonrisa de satisfacción.
Mientras tanto, al otro lado del amplísimo oasis de Feiran, estaban acampados los beduinos que, como ellos, iban a la Montaña Sagrada. Su paso era mucho más pesado: sin camellos, a pie y cargados como mulas, se disponían a coger fuerzas. Uno de los beduinos, sin embargo, se dio cuenta de que uno de sus compañeros, el que se había unido al grupo en Puerto Tawfik, ya no se encontraba con el resto del grupo. Parecía que se lo hubiese tragado la tierra.
El Sinaí es como la montaña de Montserrat. Un macizo de rocas de granito anaranjado, bastante aislado de los profundos y salvajes torrentes. Grandioso, sublime y encantador. El Sinaí se presenta sin repisas, ni contrafuertes, con los lados redondeados surcados de precipicios y peñascales; coronado con almenas gigantescas, agujas y picos como si fuese una gran fortaleza, un castillo inexpugnable levantado en medio de la extensa llanura de Ar Raha. Ése era el espectáculo que la naturaleza les brindaba y que se habían detenido a contemplar los hombres de la caravana bíblica.
—Es la montaña de la revelación, la Montaña Santa, la Montaña de la Ley, la Montaña de Moisés. Es la montaña escogida por Dios para establecer la alianza perpetua con su pueblo. Desde aquella tribuna gigantesca, el Eterno legislador promulgó su Ley.
Ubach hablaba a la montaña, embelesado y en éxtasis. Contemplaba aquel macizo que se levantaba elevado y vertical en medio de aquella llanura donde, desde cualquiera de sus rincones, se podía ver la cima cubierta de espesa niebla y, de vez en cuando, los resplandores deslumbrantes de los rayos que caían.
Para subir hasta la cima de la montaña, donde, según la tradición, Moisés recibió las Tablas de la Ley, Ubach y el resto de la caravana cruzaron toda la llanura al compás indolente del balanceo de los camellos en dirección a los pies del imponente macizo, donde estaba el monasterio de Santa Catalina.
Cruzaron una salceda frondosa, después bordearon los márgenes de unos huertos y jardines. Almendros, higueras y otros árboles frutales crecían junto a las filas de cipreses, siempre presentes al lado de un convento griego. Después de cruzar un pequeño torrente seco, pedregoso y arenoso, empezaron a subir por una rampa corta que los condujo a una gran portalada. Era curioso ver allí a un grupo de árabes, sentados al lado de sus camellos, o pegados a las paredes del convento. Se levantaron y se acercaron para recibir a los camelleros. Los saludaron con una marcada inclinación y después se fundieron en un caluroso abrazo, acompañado de un beso.
—Que la paz sea contigo —se decían unos a otros mientras se extendían los gestos de alegría y efusividad entre todos los beduinos congregados delante de las puertas del monasterio, que estaban cerradas.
Después de los saludos, Saleh hizo agachar a los camellos con la ayuda de Suleiman; e Id y Djayel llamaron a la puerta. Mientras esperaban a que el monje portero apareciera, sucedió un hecho que Ubach no creía posible presenciar. La escena se desarrollaba a unos metros de donde ellos esperaban, iba acompañada de los gritos de las personas que accedían al monasterio como se hacía antiguamente. Ubach y Vandervorst se miraron y pudieron leerse el pensamiento, que el belga verbalizó:
—Espero que nosotros podamos entrar por esta puerta —dijo señalando la que tenía, cerrada, delante de él— y no por aquélla.
Con el dedo señaló una ventana estrecha que había en mitad de la fachada de la parte oriental de la muralla. Justamente por allí, haciendo cabriolas y ejercicios de gimnasia y equilibrismo, entraban los monjes al monasterio en otros tiempos. Hubo una época en que la única puerta del monasterio estaba tapiada y se abría sólo cuando venía el patriarca de Constantinopla. Había que entrar por una ventana alta de las murallas. Aquella costumbre que creían abolida estaba sucediendo ante sus ojos. Uno a uno, izaban a los peregrinos por una cuerda de la que tiraban desde arriba un par de monjes forzudos y robustos. Ubach pensó que había que ser realmente valiente, porque los peregrinos podían ser de constitución delgada y débil, como el padre Vandervorst, o bien ser personas con buena salud, como Id, su camellero. El espectáculo provocaba cierto jaleo entre los beduinos que seguían la subida; también entre los suyos, que silbaban y daban palmas con las manos. El jaleo se detuvo de golpe por unos gritos de consternación. Los gritos aumentaron porque uno de los beduinos al que estaban subiendo perdió el equilibrio y quedó colgando a medio camino. No podía seguir ni hacia arriba ni hacia abajo.
—¡Virgen de Montserrat! —Y el padre Ubach se santiguó.
—¿Pero por qué no se esperan a que nos abran la puerta y entramos todos juntos? —preguntó Vandervorst.
Id, Djayel, Suleiman y Saleh acudieron corriendo al lugar de los hechos. Los monjes que esperaban arriba al beduino intentaban animarlo, pero los gritos de angustia de sus compañeros de abajo podían más en el ánimo de aquél, agotado por realizar un esfuerzo al que no estaba acostumbrado. Le sudaban las manos y tenía los brazos y las manos agarrotados. En un momento de debilidad resbaló y se precipitó por la pared de la muralla con tan mala suerte que cayó boca abajo, se dio con la cabeza en el suelo y se la abrió. La conmoción entre los beduinos y el resto de caravanas de peregrinos fue mayúscula. Justo en aquel instante un ruido de cerrojo, sordo y profundo, distrajo a Ubach de la trágica escena que acababan de contemplar. El monje portero salía a abrirles, casi sin inmutarse por lo que pasaba en la fachada oriental de la muralla.
—¿No vamos a ayudar a ese hombre herido de muerte?
—No se preocupen, es muy frecuente; no es un camino seguro, pero… —reconoció el monje encogiéndose de hombros.
—¿Pero cómo? ¿Por qué lo permiten? ¿No son sus propios monjes los que lanzan la cuerda desde la ventana? Que la cierren y se evitarán desgracias como éstas —propuso Ubach.
—Mire, padre, más vale que lo deje —le advirtió el portero—. Ya lo intentamos y fue inútil. Por poco asaltan las murallas del convento.
—¿Por qué?
—Porque siguen la tradición y no quieren renunciar a ella —dijo con una pose de indignación—. Siempre han entrado así y seguirán haciéndolo.
Ubach y Vandervorst meneaban la cabeza sin entender nada. Pero no había nada que pudieran hacer, sólo les quedaba aceptar —y eso hacían— que los beduinos estaban decididos a perpetuar la tradición de su pueblo, que, igual que el suyo, también seguía y respetaba las celebraciones y manifestaciones de los antepasados.
—La comunidad está a punto de acabar de cenar; los recibirá el archimandrita Macarios —les dijo el monje portero.
—Traemos una recomendación del Excelentísimo y Reverendísimo Señor Arzobispo del Sinaí —dijo Ubach, entregándole un sobre polvoriento que llevaba dentro del morral.
El monje portero lo observó con atención y, después, con gran afabilidad, los invitó a entrar. Se disponían a cruzar la puerta, pero no pudieron evitar echar una ojeada hacia el lugar donde se había caído el hombre de cabeza. Lamentaciones y plegarias era lo único que oían del gentío —dentro del cual también se encontraban sus camelleros— que se concentraba alrededor del cuerpo sin vida de aquel beduino.
La intensidad de las lamentaciones y de las plegarias era tan alta que los acompañaron incluso después de cruzar dos puertas macizas más, que, a pesar de estar reforzadas con hierro, igual que la primera, apenas estaban separadas por un par de metros. A Ubach no le preocupaba tanto el ruido del exterior como no haber hecho nada ni por la vida ni por el alma de aquel pobre beduino. No obstante, después intentó convencerse de que tampoco habría podido hacer nada ni por la primera ni, mucho menos, por la segunda.
Subieron por la rampa estrecha de un pasadizo totalmente enlosado que llevaba a la parte delantera de la basílica. Después de girar a mano izquierda y subir unas escaleras siguiendo al monje portero, llegaron a una sala pequeña, un recibidor amueblado al estilo oriental.
—Xemmás Macarios los recibirá enseguida —les anunció el monje portero—. Mientras lo esperan, puedo ofrecerles unos refrescos, siguiendo la costumbre de los conventos griegos, que les ayudarán a recuperar fuerzas.
Tras pronunciar esas palabras, aparecieron en la estancia un par de monjes con dos bandejas. En una había unos vasos de agua fresca en fila, con su copita de aguardiente correspondiente, y unos vasos llenos de glico, una especie de mermelada, con unas cucharitas. Vandervorst lo miró con curiosidad y le preguntó con la mirada: «¿Cómo se come esto?». Ubach sonrió, cogió una de las cucharitas y le indicó con un gesto que lo imitase. Hundió la cucharita en uno de los vasos para sacar un poco de glico, se la metió en la boca y, después de tragárselo, se aclaró la boca con unos tragos de agua fresca; a continuación levantó la copita de aguardiente. Vandervorst imitó todos y cada uno de los movimientos que había hecho Ubach, que ya se servía de la segunda bandeja, donde había un poco de café cargado y azucarado que acabó de ayudarlos a recobrar fuerzas.
Estaban acabándose el café cuando apareció el archimandrita. Una vez hechas las inclinaciones y las reverencias oportunas, la conversación giró en torno a su procedencia, el motivo del viaje y poca cosa más. Los monjes los condujeron a la zona de huéspedes, el xenodochion, una habitación obligada en todo monasterio griego que servía para acoger a los forasteros, ya fuesen peregrinos, viajeros o estudiosos. Era una galería larga con una balaustrada de madera, colgada en la parte más alta del flanco norte del monasterio, donde se abrían de un lado a otro diferentes puertas intercaladas con ventanas. Una daba luz a la cocina; la otra, al refectorio; las otras tres o cuatro, a las celdas. Con paredes blanqueadas y techo de madera, sin ser lujosas ni elegantes, las celdas tenían todo lo necesario e imprescindible, a saber: una cama, una silla, un clavo que servía para colgar la ropa, un lavabo, una mesita y, encima de ésta, colgado de la pared, un icono griego de la Madre de Dios. Del techo pendía una lámpara que llegaba hasta delante de la imagen y, como quemaba durante toda la noche, la mantenía iluminada, lo que daba a la habitación un aire de misticismo profundo. Tras dar gracias a Dios por haber llegado sanos y salvos hasta el pie de la Montaña Sagrada, Ubach se quedó dormido. Y durmió toda la noche como un tronco, lo que no era de extrañar después de tantos días —o más bien, de tantas noches— durmiendo al raso con el suelo como colchón y una piedra como almohada.