»Dios lo perdonó y lo nombró rey de la Tierra y líder de los siete ángeles encargados del Universo. Como Dios era una figura excesivamente distante y Melek Tauus era su ángel principal en la Tierra, nuestros antepasados consideraron que era más lógico rendirle culto a Él.
—Una tradición interesante —reconoció Ubach, mientras se acariciaba la barba.
—Está recogida aquí. —Y el jeque señaló un libro—. Es el Libro de las Revelaciones que escribió nuestro líder espiritual Adi Bin Musafir. En él se recoge el relato que revela el origen, las costumbres, los símbolos, las prácticas religiosas y la persecución a la que hemos estado sometidos durante siglos.
—¿Y qué define su doctrina?
—No somos dualistas.
—¿Qué quiere decir? Explíquese, por favor —le pidió Ubach.
—Verá, no creemos en el Bien y el Mal, en el sentido judeocristiano. —El jeque yazidí hizo una pausa que aprovechó para analizar la inexpresiva cara del monje. Ubach estaba tan perplejo que su fisonomía ya no reflejaba ninguna emoción—. Para nosotros —dijo retomando su disertación—, la existencia del espíritu del Mal es incompatible con las doctrinas de la predestinación y de la omnipotencia de Dios. Porque si el Mal existiera independientemente de Dios, Dios no sería todopoderoso.
—¿A ver si lo entiendo? —se preguntó retóricamente Ubach—. Me está diciendo… —empezó a responder— que está de acuerdo con la máxima que afirma que «El Mal existe para que el Bien brille más y mejor»?
—Más o menos. El Bien y el Mal son relativos, son complementarios porque el uno sin el otro no tiene sentido. Y la creencia de que el Mal sea perjudicial es sólo una percepción subjetiva.
—Si aceptamos el principio de que el mundo se mueve según la voluntad divina, o sea, que Dios hace lo que quiere, a su manera, porque ésa es su forma de obrar, y que sus hijos, es decir, los hombres, tenemos que adoptarlo y seguirlo para obtener su reino, llegaremos a la conclusión siguiente. —Ubach cogió aire para expresar lo que iba a decir—: Aquello que los humanos llamamos Bien será todo lo que está de acuerdo con la voluntad divina, a favor de la evolución del Universo, y que lo impulsa hacia la perfección. Por el contrario, el Mal será todo aquello que retrase o impida la realización de la voluntad divina y, por tanto, frene la evolución. El Bien es lo que conduce a la evolución hacia la divinidad; el Mal es lo que hace retroceder la evolución y retrasa la marcha.
—Pero el Mal no tiene que ser necesariamente perjudicial —le apuntó el yazidí—, y nosotros somos la prueba de ello. —Remachó su puntualización abriendo los brazos para mostrar el templo como lugar de reunión de la comunidad—. Ahora bien, si se nos quiere silenciar o si se nos quiere presentar ante el mundo como algo que no somos para favorecer otras creencias, ¿qué podemos hacer? —preguntó a Ubach con un gesto a medio camino entre la incredulidad y la disconformidad—. Mire, abuna, yo seguiré liderando mi comunidad como lo he hecho siempre tal y como me enseñaron mis predecesores, y lo haré con orgullo y con la conciencia muy tranquila. Y ahora, debe disculparme, hay asuntos que reclaman mi presencia.
—Por supuesto, pero antes de irse, ¿le importaría que sacara una fotografía de usted con los demás? —pidió Ubach.
El jeque dio su aprobación asintiendo con la cabeza. Mientras el padre Ubach sacaba la Kodak de la bolsa pudo ser testigo de cómo a una orden del jeque todo su séquito se agrupaba a su alrededor. Era casi como si la corte de aquel reyezuelo, descendiente directo del fundador de la secta, el jeque Adi, fuese a rendirle tributo.
A su izquierda se situaron los pirs, dos hombres que descendían directamente de los primeros discípulos del jeque Adi. Llevaban la cabeza tocada con un pañuelo rojo y vestían unas casacas de color caqui, atadas con unas cartucheras que servían más de cinturón que para llevar municiones: había más espacios vacíos que balas. Al otro lado, a la derecha, se colocaron los faquires o karabash, quienes velaban por el orden en el convento. Su pose seria conjuntaba con el hábito largo y negro que les llegaba a los pies. El turbante de fieltro negro les daba una imagen todavía más siniestra.
Los músicos y bailarines aportaban la nota de color: los kawals, que llevaban los instrumentos con los que tocaban en los festivales y rituales, y los kocaks, los bailarines que actuaban en la tumba del jeque Adi. Charlaban de manera despreocupada y Ubach tuvo que llamarles la atención.
—Señores, señores —les avisó—. Deberían callarse un instante, o saldrán con la boca abierta y los ojos cerrados… ¿Pueden mirar hacia aquí, por favor?
Después de aquella advertencia, todos se arreglaron y posaron. Uno se colocó bien el turbante, otro se apretó la cartuchera, uno de los bailarines se sacudió la camisa y el músico abrazó su instrumento, una especie de violín con un mango pequeño que salía de un cuerpo redondeado donde había tres cuerdas. El jeque se alisó la túnica, se ajustó el turbante y se ciñó el cinturón. El faquir repitió prácticamente los mismos movimientos. Ubach se puso la cámara delante de los ojos, los encuadró mientras uno de los pirs aprovechaba los últimos momentos para ponerse la mano derecha a la altura del corazón.
—No se muevan y… —Se oyó un clic—. Muy bien… Haré otra por si acaso. —Otro clic—. De acuerdo, señores, ya está todo. ¡Muchas gracias!
La estampa estaba ya inmortalizada, pero aquellos hombres se quedaron todavía un poco más allí, rectos, mirando al horizonte, como si fuesen conscientes de que no sólo habían capturado su imagen para siempre, sino también su alma. Ubach se acercó al faquir Hassan y le dio cinco rupias como donativo para el santuario y por las molestias. Se despidieron y volvieron a ponerse de camino hacia Bagdad. Habrían podido llegar a Faluya, donde, en teoría, la familia del padre Bakos los esperaba, pero unos pocos kilómetros antes de Ramada se quedaron sin gasolina. La falta de previsión del chófer, de Djamil, tuvo la culpa y se vieron obligados a quedarse a dormir en Ramadi. Al día siguiente, con el depósito lleno, recorrieron los escasos kilómetros que los separaban de Faluya. Allí fue donde el padre Bakos y su familia pudieron reencontrarse, y juntos cruzaron la orilla oriental del Éufrates por encima de un puente de barcas para llegar a la orilla del Tigris, donde ante ellos se abrió la puerta de la paz: Bagdad.
Tras llegar a Bagdad, el regalo de Dios o, según el califa Al Mansur, la ciudad, la casa de la paz, le dio la bienvenida un bosque de minaretes de los centenares de mezquitas. No era el Bagdad de
Las mil y una noches
, pero seguía siendo una importante encrucijada de caminos donde coincidían las grandes vías de Arabia, India, Mesopotamia y gran parte de Persia. A ella llegaban una gran diversidad de mercancías, que, desde allí, salían hacia otros destinos. Y eso se traducía en una fisonomía exuberante; era innegable el bello reflejo de la riqueza y el buen gusto en el arte de construir mezquitas modernas y esbeltas. Sus minaretes y sus cúpulas se elevaban hacia el cielo. Encontrar alguna presencia cristiana era más difícil. No obstante, con mucha timidez, algún campanario coronado con una cruz se atrevía a asomar entre aquel mar de medias lunas.
Mientras Ubach observaba la panorámica de la ciudad, Bakos le habló sobre Bagdad.
—Es una de las pocas ciudades musulmanas donde los cristianos no han sufrido nunca la persecución de sus eternos enemigos.
—¿De verdad?
—Desde la época de los califas hasta hoy, ha reinado una gran tolerancia. —Bakos hizo una pausa para pensar en lo que tenía que decir—. Pondría la mano en el fuego y no me quemaría. Es más…, me atrevería a decirle, abuna Ubach, que, excepto en casos puntuales, los suníes y chiíes aquí no conocen el odio religioso.
Entraron por una de las puertas de la ciudad mientras tomaban una gran avenida. Era la calle principal, la más amplia, una de las dos que absorbía el tráfico de vehículos y que cruzaba el río en paralelo. Tras abandonarla, se adentraron por callejuelas estrechas y laberínticas que conducían al palacio episcopal. Fue pisando aquellas calles del centro de la ciudad vieja donde Ubach pudo hacerse una composición de lugar de la ciudad a la que acababa de llegar. Se mezclaron entre una multitud de personas que cualquiera habría dicho que acababan de salir de la Torre de Babel: kurdo, indio, beduino, armenio, sirio, caldeo, persa, griego, hebreo, latín, árabe. Una sinfonía de lenguas. Todos se lanzaban a las balconadas y a los bazares interminables llenos de tiendas y comercios con todo tipo de género. Mientras intentaban abrirse paso entre aquella muchedumbre, Ubach se quedó admirado al observar que no se oía ni un grito, ni una disputa.
—Padre Bakos, ahora entiendo lo que decía: la concordia en la que viven todos los habitantes de Bagdad la hace merecedora del nombre de Dar es Salam, «mansión de paz».
Las primeras calles que cruzaron, llenas de suciedad y de piedras, se iban estrechando y se retorcían cubiertas por una bóveda negra, bajo la cual se convertían en una alcantarilla pestilente y oscura, que recordaban al intestino de una fiera salvaje. Por suerte, inmediatamente después llegaron a calles bañadas por la luz del día, que los guió hasta la puerta misma de la residencia del señor arzobispo, es decir, del palacio episcopal, que era una casa familiar más. En ella, había un patio cuadrado, alrededor del cual se levantaba el resto de la vivienda: los bajos y el piso superior. En los bajos, buena parte de los cuales reposaba sobre las bóvedas del sótano, estaban la cocina, la despensa, el comedor y las habitaciones del servicio. En el piso superior, se alineaban las celdas de los clérigos y de algún huésped; en una de esas celdas, muy sencilla y con una ventana que daba a la calle de la iglesia, se instaló el padre Ubach. El servicio del arzobispo, reducido a una mínima expresión, se limitaba a tres shemmas, diáconos que servían como criados. Un cocinero, un sacristán, que también se encargaba de la limpieza de la casa, y un hares, que fue quien los recibió en el umbral de la puerta. El hares era una especie de guardián o guardaespaldas del Excelentísimo y Reverendísimo Señor Arzobispo.
Con la porra en ristre, el hares, revestido de la autoridad que le concedía el arma, se ocupaba de abrir paso al arzobispo entre la multitud cuando éste salía en visita oficial. Si no, se encargaba de la seguridad del palacio. Era un hombre adusto, de complexión, gesto y carácter fuerte y robusto, un poco arisco y que, por el cargo que ocupaba, resultaba antipático; con el padre Ubach fue más amable y solícito que con el padre Bakos, a quien conocía de otras ocasiones en las que había estado allí. Fue él quien se encargó de recibirlos y de disculpar al arzobispo, que estaba oficiando un entierro.
—Bienvenidos a Bagdad en nombre de monseñor Dalal —empezó el hares—. Les ruega que lo disculpen pero, por motivo de una defunción en nuestra parroquia, no podrá atenderlos hasta después de la celebración de las exequias.
Los religiosos entendieron la situación. De camino a sus dependencias, Bakos aprovechó para explicar a Ubach una de las costumbres de los sirios de aquella región.
—Si un sacerdote o un laico cualquiera se muere, la tradición indica que hay que cubrir el ataúd con una tela más o menos preciosa, según las posibilidades de la familia. Y si la tela es buena y tiene cierto valor, suele usarse para confeccionar una casulla que vestirá el sacerdote que se encargue de celebrar la liturgia de una misa en sufragio del difunto.
—Desconocía esa tradición y me parece muy bonita —dijo el padre Ubach mientras subía los peldaños que los llevaban a sus habitaciones.
Una vez instalados en el palacio, el padre Bakos atendió a su familia, que lo había acompañado desde Faluya, y Ubach aprovechó por la tarde para distraerse e ir a dar una vuelta por la ciudad.
—Tenga cuidado, abuna —le advirtió el hares—. Si quiere puedo acompañarlo hasta la orilla del Tigris… —se ofreció mientras apoyaba la mano derecha sobre la empuñadura de la porra que llevaba ceñida a la cintura—. Nunca se sabe con qué se puede encontrar.
—Muchas gracias, pero no se preocupe, estimado hares. No veo por qué iba a sufrir ningún contratiempo —le agradeció Ubach.
—Usted mismo, pero vaya con cuidado, y no se fíe de nada ni de nadie —volvió a prevenirle el hares, mientras se retorcía la punta del bigote negro que le nacía del labio superior y que le daba un aire autoritario y marcial. Imponía su autoridad a los demás y ejercía su cargo, su poder, sin permitir ninguna oposición.
Tras agradecer al hares su consideración, Ubach salió sin rumbo fijo, con la voluntad de absorber todo lo que Bagdad le ofreciese, sin dejarse influir por las advertencias del guardia del palacio.
Aunque le costó adentrarse en aquel laberinto de calles y callejuelas, sin darse cuenta el padre Ubach fue a parar a un espacio abierto que le permitió ver el esplendor, la magnificencia de una gran mezquita con cuatro cúpulas y, según contó, seis minaretes, todo ello cubierto de oro. Brillaba, resplandecía, destellaba e incluso hacía daño a la vista. Era la gran mezquita chií de Kadimain y, a juzgar por el revuelo que había alrededor del templo, se preparaba una gorda. De entrada, a Ubach le llamó la atención un grupo de musulmanes que estaban sentados en círculo alrededor de un individuo que llevaba la cabeza cubierta con un turbante fenomenal de color azul oscuro. Sus miradas se cruzaron; la del persa era sospechosa. Estaba ocupado escribiendo talismanes en un papel para venderlos a los chiíes que acudirían al templo. Las personas piadosas y de buena voluntad compraban aquellos talismanes, que se colgaban en la ropa, en los muebles, al cuello o en el umbral de las puertas en los hogares…, donde fuera, y después de pagar lo que pidieran para no ser víctimas del Mal. Por su cara de pillo y gracias a sus lecturas y estudios —aquél era un oficio que ya se practicaba en tiempos bíblicos—, Ubach entendió que se encontraba ante un individuo que quería recrear la imagen de un caldeo que vendía sus hechizos en la Babilonia bíblica, sentado al lado de la Torre de Babel. Después de todo, caldeo, en la acepción antigua de la palabra, era sinónimo de astrólogo, brujo o mago. No obstante, algunos practicaban la magia blanca y otros la negra; estos últimos se aprovechaban de las bajas pasiones para cometer actos de brujería, condenados por la autoridades. Todavía no podía aventurarse a calificar la magia de aquel brujo en ejercicio, pero no tardaría mucho en saberlo. Mientras tanto, se sumó al resto del grupo, que seguía atento lo que hacía el caldeo a un chico que, arrodillado ante él, recibía una letanía de mentiras. Era una retahíla de palabras que pretendían ser encantamientos y que el brujo enmascaraba con cánticos, mientras desgranaba una especie de rosario, al que llamaban másbaha, para revestirlo de solemnidad. Tras acabar con el sortilegio, le lanzó un puñado de pronósticos de la buena ventura, y el interesado en la consulta de brujería levantó la cabeza, le besó la mano y, después de darle unas monedas, se incorporó y se fue con una sonrisa estampada en los labios.