El arqueólogo (32 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

BOOK: El arqueólogo
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—Y después de esta quema controlada, ¿qué más vais a hacer?

—Las palmeras muy afectadas o muertas se tienen que arrancar y quemar para evitar que los picudos adultos salgan y sigan propagándose… Y después tendremos que aplicar unos tratamientos químicos sobre el ojo de la palmera y las heridas de poda.

—¿Y eso qué supone?

—Eso implica, como mínimo, dos años sin recoger ni un solo dátil. Durante el primer año, tendremos que asegurarnos de que la palmera está sana, y el segundo servirá para que el árbol se recupere y vuelva a dar frutos. Dos cosechas perdidas. Es la ruina.

Paseando la vista por los campos devastados, Ubach no pudo evitar pensar en las diez plagas bíblicas y rezó por el hermano del padre Bakos. Porque si bien aquéllas las provocó Dios para inducir un cambio en la actitud del faraón para que dejase marchar a los judíos de Egipto, en el caso que tenía ante sí, no lo entendía. No llegaba a comprender el porqué de aquellas calamidades, que echaban a perder el trabajo de los hombres después de tantos años de esfuerzos invertidos para nada, malogrados por un escarabajo caprichoso. Ubach estaba convencido de que no podía ser fruto de la casualidad.

La piedra más antigua de Babilonia

Ur de Caldea, la patria de Abraham, esperaba al padre Ubach para mostrarle todo su esplendor. Previamente, no obstante, tanto él y el padre Bakos como el arzobispo Dalal, en compañía del imprescindible e inseparable abrecaminos de monseñor, habían decidido entrar en el territorio de los sabeos, los mandeos, llamados cristianos de san Juan Bautista. Ese pueblo, que dominaba el arte de la platería, vivía en Nasiria, en el margen derecho del Éufrates, y eran descendientes de los súbditos del reino casita, uno de los linajes más antiguos de Babilonia. Sus creencias, sus usos y costumbres eran una amalgama de paganismo, islamismo y cristianismo: creen en el influjo de los astros, ayunan en el ramadán y tienen una eucaristía y una confesión muy parecida a la cristiana.

No obstante, se distinguen especialmente como discípulos del Bautista por su obsesión por lavarse para purificarse. Tienen que repetir como mínimo la ablución una vez a la semana. Por eso, no les extrañó encontrar al jeque en la orilla del río en plena ceremonia bautismal. Ubach no pudo evitar pensar en san Juan Bautista dentro del Jordán, instando a los judíos a arrepentirse de sus pecados con aquel «Convertíos porque ha llegado el Reino del Cielo… Yo os bautizo en agua para la conversión». En aquella ocasión, no obstante, eran los fieles seguidores del Bautista, los sabeos, quienes habían conservado ese ritual tal y como se hacía antiguamente. Ubach estaba emocionado de poder oír en la lengua mandea, derivada del arameo, y muy parecida al sirio, la fórmula del bautismo: «Quedas bautizado con el bautismo de los tres: Alá, Manda y Yahio (Juan); que tu bautismo te salvaguarde del Mal».

La ceremonia consistió en que el bautizado, vestido con una túnica blanca, hizo una triple inmersión completa, dio tres sorbos al agua y le cubrieron la cabeza con una corona de murta. Salió del agua y, una vez a la orilla del río, le ungieron la frente con aceite y cogió, como si fuera una comunión normal, un trozo de pan.

Cuando hubo acabado la ceremonia, el jeque se cambió la ropa y los recibió en una de las muchas casas sombreadas por palmeras y hechas de barro, en una expresión de pobreza del patriarca superior de los sabeos. Les ofreció café y cigarrillos, pero lo que más los sorprendió fue el contenido de una bandeja que presidía la mesa. Había una montaña de langostas y saltamontes cocinados, que rebosaba del recipiente. Nadie se atrevía a tocarlos, a pesar de que todo el mundo sabía que se trataba de un alimento muy valorado en aquella zona. Ubach pensó que las Sagradas Escrituras aseguraban que san Juan Bautista se alimentaba de langostas de las especies solam, jargol y jagab.

El jeque de los sabeos era un hombre bajito que infundía respeto, y los invitó a probarlos. Cogió uno de aquellos saltamontes por las patas con dos dedos, y se dispuso a comérselo. Le dio un mordisco y el insecto frito crujió. La barba frondosa que se le comía las facciones, en la que sólo sobresalía una mirada triste y melancólica, se le movía mientras masticaba aquella exquisitez, compartida con sus invitados. Ubach y el padre Bakos hicieron los honores y lo siguieron sin apenas convencimiento. Alargaron una mano hacia la bandeja, pero no pudieron evitar hacer una mueca de asco al acercarse el insecto a la boca. Una mueca que se les borró de la cara en el mismo instante que empezaron a masticarlo y a notar su sabor. ¡Quién les habría dicho que un saltamontes podía llegar a excitar su paladar!

Tras recuperarse de la sorpresa inicial, la conversación giró en torno al viaje de Ubach, y a cómo había seguido primero los pasos de Moisés por el Sinaí, y después los de Abraham por las regiones que aparecían en el Génesis. No obstante, Ubach quiso saber qué tipo de trabajo realizaba en aquella comunidad.

—Mi principal ocupación… —respondió el jeque sabeo después de dar una larga calada— es custodiar con gran celo los libros didácticos y rituales de nuestra secta, que copio continuamente para que nuestros adeptos puedan usarlos.

—Conozco su lengua, que es prima hermana de la siria y por eso me interesaría poder adquirir alguno. ¿Podría venderme algún ejemplar? —pidió el monje.

—Eso es imposible, pero si le parece bien puedo copiarle una docena de páginas y hacérselas llegar a Bagdad, al palacio del arzobispo.

Hablando, mientras les reconocía que le aburrían los mahometanos y que sentía simpatía por los cristianos, a los que consideraba casi hermanos por la gran devoción que sentían hacia san Juan Bautista, la conversación derivó hacia otros temas. El jeque les explicó que en los talleres de los carpinteros se construía la mayoría de las barcas que navegaban por el Éufrates y que su industria primordial era la orfebrería.

Ubach asintió y aprovechó para confesarle una de sus adquisiciones.

—Tiene razón, en Bagdad compré en un taller de plata regentado por un maestro sabeo una cucharita y una estrella de plata doradas para la celebración de la misa siria que, cuando vuelva a Montserrat, formarán parte de la colección del Museo Bíblico.

Y en aquel momento el jeque arqueó las cejas y sacó a colación la piedra.

—Lo llevaré a casa de una persona que le enseñará una piedra que, con toda seguridad, es la piedra más antigua de Babilonia.

Ubach abrió tanto los ojos que parecía que se le iban a salir de las cuencas.

—Lo acompañaré con mucho gusto.

A pocos metros de la residencia del líder espiritual de los sabeos, el jeque y Ubach entraron en una casa de barro. Lo hicieron pasar a una habitación separada del resto.

—Espéreme aquí, que ahora vuelvo —le dijo el jeque.

Ubach todavía no había tenido tiempo de acabar de repasar lo que daba de sí el pequeño compartimento estanco donde lo habían dejado cuando, detrás de la cortina de rayas rojas y negras, apareció el jeque con otro individuo. Llevaba en los brazos un fardo de un volumen irregular. Poco a poco, y de manera misteriosa, fue desenvolviendo el fardo, que había dejado encima de la mesita que presidía la habitación.

Cuando deshizo el fardo, quedó al descubierto un fragmento bastante grande de lo que había sido un kudurru. Era una estela de piedra con unos grabados de las imágenes de los dioses que se mencionaban en el texto. Normalmente tenía forma rectangular o fálica, con la parte superior redondeada. Precisamente esa forma era la que despuntaba entre los pliegues del fardo.

—¿Puedo cogerla? —pidió Ubach, mientras extendía los brazos para recibir aquella pieza.

—Adelante —concedió el jeque de los sabeos mientras seguía con su explicación—. Ya debe de saber que los kudurrus se usaban como registro de la propiedad de un terreno, como registro de la concesión de privilegios o para registrar la solución de alguna disputa o litigio. En la antigua Babilonia, durante la dinastía casita, se empezó a utilizar y, gracias a la eficacia de este sistema, se continuó durante siglos y siglos.

Ubach iba asintiendo con la cabeza a las explicaciones que le ofrecía el jeque mientras estudiaba aquella pieza que tenía en las manos y que lo unía con una compleja civilización antigua.

—Tengo entendido que han sobrevivido muy pocas muestras del arte de los casitas… Así que ésta debe de ser casi una pieza única, ¿verdad?

—Así es, en efecto. Este fragmento con las cláusulas grabadas y las maldiciones esculpidas, al lado de las imágenes de los dioses que intercedían en la transacción, podría ser suyo por diez libras esterlinas —determinó el jeque.

Ubach sabía que tenía ante sí una pieza única y codiciada por museos de todo el mundo, desde el Louvre hasta el nacional de Irak. Eran piezas que ofrecían mucha información de la época. En los kudurrus se inscribían textos, signos, símbolos y figuras, que describían el porqué de su ubicación y que constituían documentos importantes para arqueólogos e historiadores. Tenía en sus manos el precedente del código de Hammurabi, uno de los ejemplares de kudurru más conocidos del mundo.

—Estimado jeque, le daría diez libras esterlinas si el kudurru estuviera entero, pero estamos hablando de un fragmento y, dado que le falta un buen trozo, ¿qué le parece si lo dejamos en cuatro?

—¡Ni pensarlo! ¿Qué se ha creído? ¿Ha perdido el juicio? ¡Es una pieza única y debe pagarme lo que vale! —aseguraba gritando al cielo.

—De acuerdo. —Ubach aceptó los gritos que daba aquel sabeo y cambió de táctica—. Usted es el dueño de esta pieza y tiene todo el derecho a pedir lo que considere oportuno, lo que sea más justo según usted. A usted le corresponde decidir qué hará con ella. Lo entiendo, lo respeto y lo acepto. Retiro mi oferta para que pueda ofrecérsela a un comprador mejor que yo. De todos modos le estoy muy agradecido —y dedicó una pequeña reverencia al jeque de los sabeos— por haber pensado en mí y por haberme ofrecido la posibilidad de adquirir el kudurru.

Dicho esto, Ubach salió de la habitación y dejó allí a los dos hombres. Cruzó la cortina y, mientras se dirigía al exterior de la casa, oyó tras de sí reproches, como si alguien censurase el comportamiento de otro. En efecto, Ubach apenas se equivocaba. Todavía no hacía ni dos minutos que estaba fuera de la casa cuando oyó que lo llamaban. Era el jeque de los sabeos con el kudurru envuelto. Le dijo que aceptaba en nombre de su propietario las cuatro libras esterlinas que Ubach estaba dispuesto a pagar. No obstante, la sorpresa no se quedó ahí.

Unos pocos días después, en el palacio episcopal de Bagdad donde se alojaba Ubach, ocurrió lo siguiente:

—Abuna, tiene visita —anunció un miembro del personal de palacio.

—¿Una visita? ¿Quién quiere verme y por qué? —preguntó confuso Ubach.

—Dice que viene de parte del jeque de los sabeos —le respondió el sirviente.

El monje no salía de su asombro, pero se olía algo.

—Lo recibiré. Dile que pase a la biblioteca —sugirió Ubach, y se encaminó a la imponente sala forrada de estanterías con volúmenes que ansiaba poder leer. Obras escritas en arameo, en árabe, en sirio, en griego sobre los temas que Ubach estudiaba. Había cogido el lomo de un original que recogía los rituales más antiguos de las misas sirias cuando oyó una voz a su espalda que lo saludó a la manera cristiana.

—Dios lo guarde, abuna.

Ubach se giró para devolverle el saludo y comprobó que su intuición era correcta. Ante él estaba clavado en el suelo y con expresión grave el sabeo que había aceptado a la fuerza la oferta del monje para comprar el kudurru, empujado u obligado por el jeque.

—Que Dios lo guarde a usted también. ¿Qué lo trae a palacio?

—Debe devolverme la piedra —exigió a Ubach—. Y si no me la devuelve, tiene que pagarme, como mínimo, las diez esterlinas que le había pedido. Sólo accedí a vendérsela porque el jeque insistió…

El árabe continuó con su retahíla de exigencias, pero Ubach le contestó que lo sentía mucho, pero que era demasiado tarde.

—Lo siento, pero no hay nada que pueda hacer. —Y abrió los brazos y se encogió de hombros en señal de impotencia—. El fragmento de kudurru ya ha partido hacia Europa. —Y Ubach dijo al sabeo—: Existe un proverbio árabe que definiría muy bien lo que le ha pasado. Dice que hay cuatro cosas que no vuelven nunca: una bala disparada, una palabra dada, un tiempo pasado y una ocasión desaprovechada. Usted la tuvo y la dejó pasar.

El sabeo reconoció que Ubach tenía razón y se marchó con las manos vacías.

Sir Leonard Woolley o la maldición babilónica

Bagdad había sido su centro de operaciones. Desde allí, el padre Ubach había ido quemando etapas de su periplo yendo y viniendo en un mismo día —cosa casi imposible— o haciendo una salida de dos o tres días. Y la última expedición, acompañado del padre Bakos, de monseñor Dalal y su hares, fue a la antigua Babilonia. Si Bagdad era la puerta de la paz, Babilonia era la puerta de Dios, según la traducción de la palabra original sumeria.

Babilonia, la perla de los reinos, la joya, el orgullo de los dioses, la Sodoma y Gomorra que Dios no destruyó. Nunca más la habitarán ni poblarán en los siglos venideros. El árabe no plantará su tienda, ni servirá de cercado a los pastores. Será el corral de los animales del desierto, los búhos llenarán sus casas, los avestruces vivirán en ellas, los sátiros danzarán, las hienas vivirán en sus castillos, los chacales, en sus palacios lujosos. Está a punto de llegar su hora, su día no tardará.

Aquél era el oráculo sobre Babilonia que recibió Isaías, hijo de Amón. El padre Ubach lo releyó al entrar por la puerta de Ishtar, una de las ocho que llevaba directamente hacia el interior de las ruinas de la que había sido una ciudad única. Desde las baldosas de color azul con la que habían construido aquella puerta tan imponente, dragones, toros y leones los miraban, unas criaturas que al padre Ubach le provocaron espanto y admiración al mismo tiempo. El padre Bakos tampoco se quedó indiferente ante aquellas representaciones. Sólo monseñor Dalal y su inseparable e imperturbable siervo parecían no inmutarse ante lo que acababan de ver. El monje esperaba que aquella maldición que profetizó Isaías ya no estuviera vigente y no afectase a sus planes. Lo que el padre Ubach no imaginaba era que los planes de otra persona sí se verían afectados, y de forma muy grave.

Babilonia estaba bajo una maldición después de ser el blanco de las iras de Dios porque Nabucodonosor, el segundo rey del imperio, había esclavizado al pueblo de Dios, los israelitas. Cuando Nabucodonosor asedió Jerusalén, destruyó el templo y se llevó a muchos prisioneros, la mayoría israelitas. Al hacerlo, perpetuaba la tradición de deportar pueblos a Babilonia para hacerlos trabajar en la construcción de la gran muralla de la capital, de su palacio, de templos paganos y otras construcciones. Ese proceder supuso la sentencia de muerte para la ciudad.

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