—Deprisa, tráiganme la pólvora y un cuchillo al rojo vivo. No perdamos la calma, ¡pero tampoco podemos perder ni un segundo! —gritó arrodillándose al lado de la cama de Leonard Woolley. El arqueólogo sangraba por la nariz, jadeaba, sudaba y, con mirada extraviada, empezaba a delirar—. Tranquilo, sir Leonard. —Ubach intentó calmarlo—. No se preocupe, saldrá de ésta.
En cierta ocasión, el padre Ubach había leído el libro del británico Francis Galton en que daba consejos y advertencias para viajeros osados y fisgones, a los que podríamos llamar exploradores. Entre otras cosas, explicaba las maneras de proceder si a alguien le mordía una serpiente venenosa. Ubach recordaba vagamente haber leído aquel capítulo y fue actuando según le iba dictando la memoria. Cuando le llevaron las herramientas, quemó la herida con pólvora; a continuación, extirpó la carne infectada con un cuchillo y tuvo que darse prisa para chamuscar la zona alrededor de la mordedura del reptil con la punta del cuchillo, que anteriormente había estado expuesto al fuego ardiente. Se veía bastante bien el punto donde la bestia le había clavado los colmillos para inocularle el veneno.
Las arterias estaban por debajo de la zona afectada y, por tanto, podía extirpar sin miedo tanta carne como pudiese pellizcar con los dedos. Tras realizar ese proceso a la luz de un quinqué, Ubach tuvo que concentrarse para aplicar toda su energía e intentar evitar que Woolley cayese en un sueño profundo, fruto del veneno, pero que podía ser la antesala del sueño eterno. Consiguieron mantenerlo despierto y monseñor Dalal estuvo de acuerdo en que lo más urgente era llevarlo a un hospital. No obstante, el más cercano estaba en Bagdad.
—¡Qué venga con nosotros! —propuso el arzobispo.
—Sí, será lo mejor, aunque corremos el riesgo de que muera de camino —sugirió rápidamente el padre Bakos.
—Tiene razón, padre, pero da igual, es un riesgo que debemos correr. Al fin y al cabo, si tiene que morir, ¿qué más da que sea aquí o dentro de un coche en medio de ninguna parte? —preguntó Ubach—. Es evidente que sir Leonard no puede decidirlo, pero tengo la impresión de que le gustaría vivir.
—¿Y todas las piezas que han recogido? —preguntó monseñor Dalal.
—De momento, tendrán que quedarse aquí —aseguró Ubach.
Cuando oyó eso, el hares sonrió. Se había salido con la suya. No sólo nadie había echado de menos al beduino que había matado, sino que, vigilando a Ubach, había impedido el expolio —había conseguido detenerlo, como mínimo, momentáneamente— de aquel sir británico de piezas fundamentales para su cultura. Sin duda, había sido providencial encontrar un nido de serpientes justo en el lugar hasta el que había arrastrado el cadáver de uno de los vigilantes. Después, sólo había tenido que enseñar al reptil el camino que lo llevaría hasta Woolley.
—Si conseguimos que sir Leonard se recupere, ya volverá para enviarlas. ¡Mientras tanto, que las custodien los beduinos! —ordenó Ubach, que intentaba incorporar al arqueólogo—. Ayúdenme, por favor.
Entre tres beduinos lo trasladaron desde el interior de la tienda hasta el coche. Mientras lo trasladaban hacia el coche, envuelto en una manta porque Woolley temblaba por las temperaturas de la noche en el desierto y porque la fiebre empezaba a manifestarse, Ubach tuvo una revelación. Sin saber por qué, se le ocurrió que quizás Dios había castigado con la temible pero nunca probada maldición de Babilonia las ansias y las intenciones poco honestas de sir Leonard. Esa duda lo corroyó durante todo el camino, es decir, durante las casi tres horas en coche que separaban Bagdad de Babilonia.
Cuando el día empezaba a apuntar, cruzaron el puente sobre el Tigris y los primeros rayos de sol les dieron la bienvenida, mientras caían sobre las cúpulas más altas de Bagdad. Ubach temía que Woolley no pudiese volver a ver nunca más ese sol, pero tenían que intentarlo. Al llegar al palacio episcopal, todo el mundo se movilizó y, mientras unos salían a buscar al médico, los otros acondicionaban una estancia para alojar en él al arqueólogo moribundo, que no respondía a ningún estímulo. Las primeras curas de urgencia aplicadas por el padre Ubach no parecían haber surtido efecto alguno.
Mientras esperaban al médico, uno de los frailes del palacio episcopal llevó al enfermo unas gasas calientes y húmedas, que parecían una cataplasma, untadas con culantrillo, un helecho que aplicado sobre la piel ejercía un efecto calmante y antiinflamatorio. Ubach esperaba haberle extraído todo el veneno, pero era muy probable que una pequeña cantidad hubiera llegado al torrente sanguíneo, lo cual, unido a que la herida se había infectado, parecía indicar que a Woolley le quedaban pocas horas de vida.
Mientras esperaban a que llegara el médico, un caldeo que solía merodear por el palacio del arzobispo entró en las dependencias del episcopado, porque aquel alboroto había despertado su curiosidad.
—¿Qué pasa? —preguntó a uno de los criados del palacio.
—Han traído a un inglés moribundo por una mordedura de cobra negra. —Y el chico desapareció por el patio.
El caldeo llegó hasta la sala donde el inglés recibía todas las atenciones. Entonces, el padre Ubach lo reconoció. Era el brujo a quien había visto pronunciar hechizos protectores, encantamientos, y a quien había comprado la primera tarde que salió a dar una vuelta por la ciudad. Desesperado, se acercó a él.
—¿No conoce algún hechizo contra el veneno de las serpientes que pueda curarlo? —preguntó Ubach señalando la cama donde sir Leonard yacía inmóvil, jadeando levemente.
—Sí —respondió lacónico el caldeo—. No es exactamente un hechizo, es una pócima. El veneno de una fiera de la naturaleza debe combatirse con las mismas armas, es decir, con hierbas y frutos del bosque.
—De acuerdo…, pero ¿podría prepararlo?
—Necesito muchos ingredientes.
—¡Padre Bakos, venga aquí enseguida! —gritó con urgencia el padre Ubach—. Entérese de qué necesita este hombre y tráigaselo tan deprisa como pueda.
Mientras tanto, el hermano había retirado la cataplasma y secaba la zona de la mordedura con hojas de salvia. Según la creencia popular, ya desde los tiempos de los romanos la veían como una planta salvadora. No en vano de ahí provenía la palabra salvia, del latín salvare, y por eso se la consideraba una hierba sagrada. La salvia, por tanto, era también un buen antídoto para las mordeduras de serpiente. El padre Bakos volvió acompañado de otro padre alto y delgado.
—Es el herbolario del palacio, él le proporcionará todo lo que necesite.
El caldeo susurró unas palabras al padre encargado de la herboristería, que asentía con la cabeza para dar a entender que disponía de todo lo que necesitaba. Debía actuar contrarreloj, el médico no daba señales de vida y Woolley tampoco.
El herbolario cumplió con su trabajo y entregó todos los ingredientes al caldeo. La fórmula elaboradísima para el brebaje requería quince ingredientes según la receta original. Una mezcla a base de miel, vino, pasas, chufas, resina, mirra, el polvo de las hojas lilas de la jacarandá, seseli, lentisco, brea, junco oloroso, el fruto chafado de la acedera, enebro, cardamomo y ácoro.
—¿Y esta poción tiene algún nombre? —preguntó el herbolario mientras el caldeo procedía a combinar todos y cada uno de los elementos de aquel remedio natural en el que todos tenían puestas sus esperanzas.
—¡Sí, desde luego! —reconoció el caldeo—. La inventaron los egipcios y se bebía como una infusión. Se llama kyfi y, aunque no era un ungüento sagrado, tenía propiedades curativas. En otros tiempos, lo ingería quien había sufrido una mordedura de serpiente… —hizo una pausa mientras lanzaba el polvo de hojas de jacarandá— y se curaba. Yo mismo lo he visto —sentenció.
Una vez elaborada la infusión, el caldeo se la dio al padre Ubach, que se encargó de dársela a cucharadas a sir Leonard, obligándolo a abrir la boca; se aseguraba de que se la tragara y de que no le chorreara por la comisura de los labios. A pesar de los nervios y de la angustia, el padre Ubach consiguió con paciencia que se bebiera toda la poción.
Entonces, sólo podían hacer dos cosas: esperar y rezar. Eso es lo que el padre Ubach, el padre Bakos y el resto de padres del palacio episcopal, con el arzobispo a la cabeza, se dispusieron a hacer. El caldeo lo miraba desde lejos, con cara de escepticismo y esperando que su medicina diese algún resultado.
Tras acabar con las plegarias, un lamento, un gemido, devolvió a los monjes a la realidad. Era Woolley que volvía al reino de los vivos, después de haberse paseado peligrosamente por las orillas de la ribera del otro reino, el de los muertos.
—¡Virgen Santa de Montserrat! —exclamó Ubach—. Ha funcionado. —Y mirando al caldeo le reconoció—: No puedo decir que sea un milagro porque no creo que Dios nuestro señor haya intervenido…
—¡Ha sido la sabiduría de la madre naturaleza! Ha contrarrestado los desajustes, los desequilibrios que había causado aquel puñetero animal —dijo el caldeo—. Con razón está maldito y condenado a arrastrarse toda la vida por el suelo.
—Permítame que le agradezca sus esfuerzos —ofreció monseñor Dalal al caldeo.
—Aceptaré encantado —replicó el mago.
—Acompáñeme a mi despacho y le pagaré como se merece.
Ubach y Bakos tuvieron que ayudar a Woolley a incorporarse porque estaba todavía muy débil, pero sentado allí en la cama, tuvo fuerzas suficientes para agradecer a los religiosos que le hubiesen salvado la vida.
—Gracias por haberme arrancado de las zarpas de la muerte… —Soltó un largo suspiro.
—Oh, no, sir Leonard, nosotros no hemos hecho casi nada. Ha sido el caldeo. —Y señaló al hombre que salía de la habitación acompañando al arzobispo.
El arqueólogo abrió un poco más los ojos, pero sólo veía una figura borrosa que se alejaba, aunque acertó a decir:
—Sólo ellos saben cómo combatir la maldición de Babilonia. —Y Woolley se volvió a tumbar, justo cuando el médico asomaba la cabeza por la puerta y daba una excusa. Los shemmas del arzobispo sacaron al facultativo de la estancia para reprenderlo a gritos. Su presencia ya no hacía falta, no era necesaria. Ubach partía al cabo de dos días hacia El Cairo y todavía dejó a Woolley convaleciente. Aquellos días en la antigua Mesopotamia y Babilonia habían sido muy intensos y provechosos en todos los sentidos. Justo la mañana que el monje se despedía de monseñor Dalal y de todo el mundo que había conocido en el palacio episcopal, el padre Ubach echó de menos al hares. No estaba allí. Había salido para enviar un telegrama urgente a El Cairo.
Reginald Engelbach era el jefe del servicio de antigüedades del Alto Egipto y conservador en jefe del Museo de El Cairo, cargo que alternaba con su colega Gustave Lefèbvre. Aquella distribución de cargos era la visión explícita de que los dos imperios, el Reino Unido y Francia, se repartían el maná que les ofrecía la colonia exuberante: Egipto. Mister Engelbach era un hombre al que todos los arqueólogos querían ver, ya fuera para pedirle permisos para excavar, ya para negociar alguna venta. Y Bonaventura Ubach no era una excepción.
Volvía hacia el museo, despreocupado, saboreando un cigarrillo, silbando y cantando algunas de las tonadas que habían sonado en el recital de un cantante famoso. Las veladas de Abol Ela Mohamed y de un virtuoso del laúd, Amin Al Mahdy Beh, tenían mucha fama y Engelbach disfrutaba del privilegio de asistir a menudo, convidado por el procurador británico. Eran dos músicos que años más tarde descubrirían el talento de una joven de ojos almendrados con una voz que guiaría la música de aquel país, la que después se convertiría en la gran diva de la música árabe: Um Kulthum.
Llegaba tarde, pero no lo sabía. No era consciente de que estaba faltando a una de la virtudes más conocidas de los británicos. Sencillamente, no recordaba que tenía una reunión.
Entró en el vestíbulo del museo y el vigilante le refrescó la memoria.
—Mister Engelbach, tiene una visita que le espera arriba —le indicó señalando las escaleras que se dirigían hacia el primer piso.
—¿Una visita? ¿Ahora, a estas horas? —respondió extrañado Engelbach mirando el reloj de cadena que sacó del bolsillo de los pantalones. Se rascó la punta de la nariz con la uña del dedo índice y al cabo de unos instantes el centelleo de sus ojos lo reubicaron—. Chico, qué cabeza tengo. ¡Se me había pasado por alto! ¡Gracias, Hamid! —dijo Engelbach, que de golpe recordó la cita mientras se dirigía hacia su despacho subiendo los escalones de dos en dos.
Al llegar se encontró con un religioso occidental que al verlo se levantó de la silla con actitud afable.
—Buenas noches y discúlpeme. Reginald Engelbach. —Y le alargó la mano para saludarlo.
—Buenas noches. Soy el padre Bonaventura Ubach —respondió con una sonrisa el monje, que notaba la sacudida firme de la mano del inglés.
—Pase, por favor. —Le abrió la puerta del despacho y Ubach entró—. Lo siento mucho, de verdad, tendrá que perdonarme. ¿Hace mucho que espera? —Y se quitó el sombrero de un plumazo y lo lanzó a uno de los ganchos del colgador que había detrás de la puerta—. Mientras se sienta, ¿le puedo ofrecer algo de beber? —se deshacía en atenciones y disculpas.
—Un poco de té, por favor, gracias —pidió Ubach—. Tengo que reconocer que debe de hacer un par de horas cumplidas. —En realidad hacía más tiempo, pero Ubach no creyó que fuera oportuno reprochárselo; no ahora, quizá más adelante.
—Insisto, padre, acepte mis disculpas, no suele pasar, pero hoy… —El inglés se deshacía en disculpas.
—No se preocupe —concedió, y pensó que aquel retraso podría acabar jugando a su favor.
—¿En qué puedo ayudarlo? —quiso saber el jefe de antigüedades.
—Supongo que recibió mi carta en la que le solicitaba ver una serie de objetos con la posibilidad de adquirir algunos para el Museo Bíblico de Montserrat.
—Ahora no la recuerdo —contestó arrugando la nariz, y arrugando también la frente comenzó a revolver los papeles que se amontonaban en un rincón de la mesa. Abrió un par de cartapacios y tampoco conseguía encontrarla.
Finalmente, en el primer cajón, en una carpeta de color marrón, dio con ella.
—¡Aquí la tengo! —Y la enseñó triunfante—. A ver… —Metió la mano en el bolsillo del chaleco, sacó el monóculo y se lo puso en el ojo derecho para examinar el contenido de la carta de Ubach—. Sí, sí, sí… —La releyó por encima y en diagonal—. Sí, sí, sí…, me acuerdo de ella —reconoció levantando la vista del papel y dirigiéndose al monje—. Será difícil. No creo que sea posible. ¿Sabe qué ocurre?, que a pesar de que nuestro fondo es muy amplio, recibo muchas peticiones y no las podemos atender todas. Debe hacerse cargo. No podemos vender a cualquier comprador. No se ofenda. Usted ya me entiende, ¿no?