Cuando el chico se acercó a la asamblea que lo juzgaba y vio aquella luz roja que desprendía la cuchara por su alta temperatura, palideció, tragó saliva y, tembloroso, cogió la cuchara como pudo, porque tenía las manos atadas, para llevársela a la boca. Ubach pensó que no aguantaría y que el chico confesaría antes de lamer la cuchara, como suponía que debían de hacer la mayoría de los acusados sometidos a aquella prueba. Sorprendido ante la actitud valiente del chico, Ubach vio cómo la cuchara desaparecía de su vista y se hundía en la boca del chico. Una acción que repitió hasta tres veces y que hacía daño y producía angustia sólo de verla. A la tercera, el chico soltó la cuchara, que rebotó contra una de las piedras que rodeaba el fuego, y a punto estuvo de escaldar la pierna de unos de los hombres del tribunal. Con las manos —porque era evidente que no podía articular palabra— reclamaba una taza de agua. Le ofrecieron una enseguida. No se la tragó; sólo hizo unas gárgaras para refrescarse las paredes bucales, los dientes y la lengua y, una vez aliviada la boca, escupió. Al cabo de unos minutos, Ubach fue testigo de un hecho excepcional. El mubesha y otro de los miembros de la asamblea se levantaron del círculo que formaban alrededor del fuego, se acercaron al chico y le hicieron abrir la boca. Primero uno y después el otro la inspeccionaron. No tardaron mucho en dictar sentencia.
—¡El fuego no engaña! ¡Te puedes ir! —anunció el mubesha.
No hubo ninguna reacción por parte del resto de la asamblea, que acató la resolución que había marcado el fuego. Liberaron al chico, que todavía iba atado de pies y manos, y huyó corriendo hacia las tiendas.
El mubesha se acercó a Ubach y le dijo:
—Ése es un hombre libre.
—Sí, pero ¿cómo lo ha sabido?
—El fuego no engaña —volvió a repetir el líder de la asamblea—. Después de haberse metido la cuchara y haberla lamido tres veces, no le ha producido ninguna herida ni llaga en la boca. Eso es una señal inequívoca de que decía la verdad, y de que nosotros estábamos equivocados. Y ahora, estaremos encantados de matar un camello y compartirlo con usted y con los miembros de vuestra caravana.
—Oh, se lo agradezco, pero no será necesario. Tenemos comida y…
—No puede elegir, debemos recibir a cualquier persona que llegue a nuestras tiendas como se merece, así lo dice la ley del desierto.
Ubach pensó que le producía más satisfacción comprender a los hombres y las razones que los empujaban a cometer sus acciones que condenarlos por sus actos.
—Uaaauu!
El grito de Suleiman interrumpió de repente el silencio y resonó seco en el desierto. Así resumió el joven beduino lo que sentía al ver por primera vez la perla del Sinaí, el uadi de Feiran. Le habían dicho que era el más maravilloso, el más largo, el más variado y el más poético de toda la península. Al entrar a lomos de sus dóciles camellos, todo el mundo se quedó boquiabierto por la grandiosidad y la majestuosidad del paisaje que ya se intuía desde la entrada. Los flancos del valle se acercaban y estrangulaban un camino donde se multiplicaban las matas y los arbustos, junto con las diferentes tonalidades de granito que teñían las rocas de las paredes.
Granito blanco, rojo, color ceniza, pórfido… El caleidoscopio cromático era de una belleza tan extraordinaria que a Ubach le costaba encontrar las palabras para describirlo en su diario de viaje.
En el fondo, el único color que dominaba con un fuerte contraste era el azul del cielo y las crestas irregularmente dentadas de una montaña de leyenda: El Benat, la montaña de las chicas. Resulta que dos chicas beduinas no se pudieron casar con los jóvenes que amaban y al verse obligadas a aceptar pretendientes que no eran de su gusto, antes de violentar su corazón con un amor no correspondido, prefirieron huir y esconderse en aquella montaña, donde murieron de hambre.
Excepto Id, que tenía familia, los camelleros, inducidos por su juventud, echaron a volar la imaginación con historias lisonjeras sobre estas u otras chicas a lo largo de la travesía por aquel uadi, que bien habría podido ser el escenario de algunos de los relatos de Las mil y una noches. Durante casi una hora se pasearon por los deliciosos jardines, dignos del Edén. El torrente daba paso a una serie de plantaciones de trigo, tabaco, sandías y pepinos bajo la sombra de majestuosas palmeras, cruzando carrizales y pisando una gruesa alfombra de lastón, menta y otras hierbas aromáticas. Un bosque de tamarindos gruesos, altos y espesos, que tan sólo dejaban pasar unos delgados rayos de luz, engullía aquella vegetación verde y lozana.
Las ramas de las palmeras y los tamarindos se entrecruzaban sin orden ni concierto, con total libertad; reinaba una exuberante anarquía que habría hecho las delicias de cualquier jardinero.
El camino pasaba por debajo de ese tálamo, y el camello de Ubach abría el paso de la caravana. Al principio, se podía avanzar sin dificultad, y como las ramas que molestaban eran delgadas, podían doblarse sin esfuerzo; pero conforme se adentraban más, se toparon con tamarindos con troncos de casi un metro de diámetro y con unas ramas que no cedían tan fácilmente. Unos cuantos golpes de cabeza y de cuello del hábil camello que marcaba el paso les permitieron vencer los obstáculos naturales; no obstante, al poco de que el animal separara las ramas para pasar, volvían a oponer resistencia, azotando con malicia el pecho del monje. En un acto reflejo, Ubach tiró de las riendas del camello para detenerlo un momento y poder apartar las ramas, pero el animal no entendió que tenía que detenerse, sino que interpretó ese tirón como una señal para echarse a correr, y así lo hizo. Soltó un bramido y salió como alma que lleva el diablo de aquel laberinto de palmeras. El resultado fue que las ramas tiraron al monje del camello.
—Ya Mariam el adra! ¡Virgen Santa de Montserrat! —gritó Ubach al notar que perdía el equilibrio y la verticalidad.
Al principio, pensó que era una suerte que se le hubieran quedado atrapados los pies en los estribos de la cuerda, porque así no se caería, pero inmediatamente se dio cuenta con horror de que esa opción era todavía peor. Así, el animal corría como un desesperado, con Ubach colgando cabeza abajo y con las piernas hacia arriba, entre sus patas traseras. El monje pasaba a unos dedos de los troncos robustos de los tamarindos, y a no más de medio palmo de los guijarros que cubrían el lecho del torrente seco. Sólo podía rezar para que el camello continuase en línea recta. Un simple cambio de rumbo repentino del animal, y el movimiento pendular que describía lo habría llevado a una muerte segura, ya fuera abriéndose la cabeza como una sandía contra un árbol o estampado contra el lecho pedregoso del torrente. Por suerte, el ángel de la guarda del biblista volvió a salvarlo. Un providencial Saleh, que había visto el balanceo y las sacudidas que sufría el padre Ubach mientras iba colgado de mala manera de su montura, azuzó a su camello hasta atrapar al animal desbocado. Tiró de la cuerda para frenarlo y después tendió el brazo a Ubach para ayudarlo a recuperar la posición y la dignidad sobre la joroba del camello, que ahora estaba ya mucho más tranquilo.
—¿Está usted bien, padre? —le preguntó el beduino.
—Sí, Saleh —contestó el monje.
No sabía cuánto tiempo había estado boca abajo, pero se le había subido la sangre a la cabeza y ya no estaba rojo, sino morado como un dátil.
—Ha tenido suerte.
—¿Suerte?
—Sí, su camello es el más alto de los que llevamos en la caravana. Ha salvado la vida gracias a eso, y a que usted es más bien pequeño.
Ubach miró hacia atrás para hacerse una idea del tramo que había recorrido colgado del camello y se quedó sorprendido. Se llevó las manos a la cabeza cuando dirigió la vista al bosque espeso de tamarindos y arbustos con ramas retorcidas, y troncos que sobresalían de la espesa vegetación. No llegaba a comprender cómo no había salido peor parado.
—¡Virgen santa! He vuelto a nacer —exclamó.
—Desde luego —le reconoció Vandervorst.
Las patas alargadas de los camellos se hundían en la arena blanda que cubría el suelo, e incluso los camelleros que iban a pie caminaban con dificultad porque la arena les llegaba hasta la mitad de los tobillos. Apenas se habían adentrado en aquel prodigio de la naturaleza cuando una melodía musical y unos gritos de fiesta los sorprendieron. A pocas zancadas, se levantaba un campamento de tiendas negras. Ubach sabía que los beduinos llamaban a las tiendas beit sha’ar, «casas de piel». El motivo era simple: estaban hechas, sobre todo, de pelo de cabra y de camello. La tela de piel de cabra utilizada para estas tiendas era porosa cuando estaba seca; pero con las primeras lluvias, el tejido se apretaba y se volvía impermeable.
Los árabes beduinos viven juntos, como un clan. Y ahora se acercaban a un campamento donde se intuía que vivía más de una familia. Las tiendas no se arracimaban, sino que estaban colocadas formando un gran círculo. De hecho, era un gran redil, ya que en su interior los rebaños de cabras o corderos estaban bien protegidos. Como había muchas tiendas, enseguida pasaron por delante de las que estaban más alejadas del centro del ruido y del griterío. Desde lo alto del camello pudieron apreciar que se trataba de tiendas eminentemente familiares de pelo de macho cabrío, basto y grueso, que servía para mantener a los habitantes al abrigo del viento frío y mantener el interior seco. En verano, los lados de la tienda se remangaban, se levantaban y servían para dar sombra. Generalmente eran tiendas bajas, rectangulares, pero enormemente prácticas. Los lados se podían enrollar para dejar entrar la brisa o cerrarse herméticamente cuando llovía o para resguardarse de las tormentas de arena. Se aguantaban con palos y las extremidades de la tela de la tienda se desplegaban con cuerdas atadas a unas estacas hundidas en la tierra.
Empezaron a cruzar el campamento, que parecía un pueblecito levantado en medio del desierto, hasta llegar a la altura de una tienda en cuya entrada había una lanza grande clavada en el suelo, que representaba el emblema de la autoridad del propietario.
Los recibió un muchacho hecho un manojo de nervios.
—¡Sean bienvenidos! —les dijo, con voz chillona, un chico larguirucho y vivaracho—. Dejen los camellos y los regalos en aquella tienda de allá —ordenó a los beduinos que Saleh conducía, mientras señalaba una tienda negra que quedaba un poco alejada del resto del campamento.
Estaba claro que el niño los había tomado por invitados a la boda que se celebraba allí. No se atrevieron a sacarlo de su error.
—No se entretengan y vuelvan enseguida para coger una buen posición: el hagalla está a punto de empezar. —Y se fue corriendo hacia la tienda más grande, que les había indicado.
Era la tienda del jefe o del jeque, donde se celebraba la ceremonia. Siguiendo las indicaciones de aquel intrépido zagal, bajaron de los camellos y los dejaron ir para que pudiesen pastar a su aire. Id se ofreció para quedarse a vigilar sus pertenencias.
—Vayan, vayan ustedes —les dijo a la vez haciendo aspavientos con las manos, como si espantara moscas.
Ubach, Vandervorst, Suleiman, Djayel y Saleh se apresuraron a llegar a una tienda muy concurrida y abarrotada de personas que estaban sentadas por el suelo alfombrado del recinto, subidas a las cuerdas que tiraban de las velas, de los postes o encima de los sacos de grano. Cualquier lugar era bueno para acomodarse y no perderse ni un segundo de lo que estaba a punto de empezar. Las lámparas de aceite que arderían durante toda la noche desprendían una luz que envolvía la escena de una aureola que Ubach habría definido como bíblica.
—El hagalla es una de las danzas más antiguas de nuestro pueblo —susurró Saleh—. Una danza que se realiza antes de celebrar la boda. Es muy divertida. Fíjese, esos hombres que se están poniendo en fila son los kefafin. Se están preparando para cantar y dar palmas.
—¿Sin música? —preguntó Ubach.
—Sí, al principio no hay música, más adelante se sumarán las panderetas, los laúdes y la percusión. Pero ahora, los hombres animan a la chica a bailar sólo con sus cánticos y con el ritmo que marcan dando palmas. Miren, ésa es la hagalla —apuntó Saleh señalando a una joven vestida con una túnica larga que apareció con la cabeza y la cara tapadas con un velo. La danza giraba alrededor de la chica, que tomaba el nombre del baile.
—¿Es la novia? —Ubach se interesó por aquella chica que había acaparado todas las miradas de la muchedumbre arremolinada bajo aquella tienda.
—Sí, es la futura esposa, que se protege con un velo para respetar su honor y el de su familia.
La joven empezó a mover las caderas al ritmo que marcaban los hombres haciendo un movimiento de oscilación con todo el cuerpo, y caminaba con pasos pequeños por delante de la fila de hombres que la animaban aplaudiendo y cantando. Los brazaletes que llevaba en las muñecas y que le llegaban hasta la mitad de los dos antebrazos, los del cuello, los de alrededor de la cabeza y el de los tobillos empezaron a tintinear.
—¿Qué dicen exactamente esos cantos? —quiso saber Ubach.
A pesar de tener un nivel de árabe excelente, le costaba entender ciertas expresiones de tribus del desierto, por mucho que comprendiera el significado global del mensaje.
—La letra habla de la vida de la chica. Le dicen cómo es, lo mucho que ha crecido y que muy pronto será una mujer preciosa, una esposa y madre maravillosa, y que el hombre que se casa con ella es muy afortunado.
—¿El novio está entre ese grupo de hombres que le cantan? —Ubach le preguntó al observar que todos los hombres que formaban parte de aquel grupo iban vestidos igual: con unas túnicas blancas imponentes e impolutas.
—Sí, ahora sabremos quién es —respondió con expectación Saleh.
Mientras tanto, la bailarina, con un pañuelo y un bastón en las manos, continuaba danzando delante de los hombres, envuelta por los tintineos nerviosos de sus brazaletes y la cancioncilla pegadiza de aquella muchedumbre.
Entonces, se detuvo delante de uno de los hombres. Lo cogió del brazo y bailó un rato.
—¿Es ése? —preguntó Ubach.
—No lo sé, depende.
—¿Depende de qué?
—De si la chica le ofrece uno de los brazaletes que lleva.
La hagalla bailaba con uno de los hombres, pero sólo durante un rato; después hizo lo mismo con todos y cada uno de los miembros del grupo.
Saleh le explicó el significado de ese baile.