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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (9 page)

BOOK: El arqueólogo
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—¿Qué hacéis y quiénes sois los que os atrevéis a impedirnos el paso en un camino libre? —les espetó el padre Ubach, armándose de valor.

La respuesta fue contundente: más piedras que Ubach y sus beduinos tuvieron que esquivar como pudieron. Por suerte aquellos ladronzuelos tenían tan mala puntería que todos los proyectiles pasaron de largo de sus teóricos objetivos.

—¿Pero qué hacéis? ¿Acaso no sabéis que este hombre a quien agredís es un cónsul? —les advirtió uno de los camelleros.

A pesar de lo grave de la situación, el padre Ubach no pudo reprimir una sonrisa porque, al verse de repente revestido con una autoridad y dignidad que no le correspondían, se irguió en su montura para infundir más respeto a aquel par de bandidos. Sin embargo, ni una cosa ni otra tuvieron los efectos esperados en aquel par. Saludaron al recién nombrado cónsul con otra ráfaga de piedras, mientras uno de ellos dirigía el fusil hacia el monje, hasta tocarlo con el largo cañón.

Cuando sintió el arma fría en la piel, Ubach consideró inútil cualquier resistencia y se rindió.

—Podéis coger todo lo que llevamos, incluido el dinero —decía sumiso el padre Ubach mientras les enseñaba las alforjas.

Los beduinos no aceptaron su ofrecimiento, y para mayor congoja del padre Ubach y sus camelleros, un tercer malhechor apareció por detrás y obligó al monje a bajarse del camello, sin dejar de encañonarlo en ningún momento. La idea de morir en medio del desierto cruzó el pensamiento de Ubach como un rayo.

«No quieren dinero, quieren matarme», pensó el biblista, que se notaba las axilas y el hábito empapados de sudor.

Mientras tanto, habían hecho bajar también al padre Vandervorst y a golpes de culata desviaban a los camellos del camino y los guiaban montaña adentro.

«¿Dónde nos llevan?», se preguntaba Ubach, e interrogaba con ojos desorbitados a los camelleros y al padre Vandervorst, que estaban también apabullados mientras seguían el sendero por donde los guiaban los bandoleros. «¿Nos secuestran? ¿Pedirán un rescate? ¿O nos matarán?». El padre Ubach estaba desbordado y en aquellas circunstancias empezó a prepararse para morir. Empezó a rezar.

En el repliegue más aterrador de la montaña, en una parte donde no tocaba el suelo, detuvieron la caravana. En aquella tétrica umbría que hacía que los escalofríos se adueñaran de sus cuerpos, uno de los bandidos sacó una daga y se la acercó al cuello por debajo de la barba. Notó la frialdad de la hoja y que el pulso se le aceleraba.

—Si te mueves, te corto el cuello —lo amenazó el bandolero que lo tenía inmovilizado. Mientras tanto, los otros dos se lanzaron sobre las provisiones y los paquetes que transportaban los camellos.

Uno de los camelleros, el jovencito Suleiman, lloraba, mientras otro de sus compañeros, Saleh, respondía a las preguntas de uno de los criminales con aparente serenidad.

—¿Qué es esto?

—Comida de cristianos.

—¡Puf! —Y con un gesto de asco cogió las latas de conserva y las estrelló contra la roca.

A continuación, revisó el resto de pertenencias de los dos religiosos.

Revolvieron y manosearon todo lo que encontraron, incluida la máquina fotográfica, de la que sacaron la película y los clichés, rasgaron las libretas de notas, y como vieron que no había nada que les sirviera, lo tiraron todo al suelo y contra las paredes del acantilado, que eran testigos mudos de aquel expolio.

—¿Qué vamos a hacer con este hombre?

Ubach notó que uno de los captores hablaba de él.

—Quitémosle la ropa —propuso el otro—. Podemos llevar ese vestido negro a nuestras mujeres.

Saleh intervino para intentar convencerlos de que estaban a punto de cometer un error.

—¡No lo hagáis! —les alertó el camellero—. ¿No veis que se nota mucho que su ropa —continuó, señalando el hábito del padre Ubach— no está hecha de nuestros tejidos? —Los bandoleros miraron a Saleh con desconfianza—. ¡Sí, hombre, sí! Venid y tocadla, comprobadlo vosotros mismos. Si alguien os viese con este tipo de ropa, podría comprometeros en cualquier momento. ¿De dónde diréis que la habéis sacado, del mercado? —les preguntó Saleh—. No os creerá nadie. Daos cuenta de que él es un jeque que viaja de parte del Gobierno. Si le pasase algo, las consecuencias para vosotros y vuestra tribu serían terribles. ¿Por qué no me hacéis caso? Coged lo que queráis y dejadnos ir.

Los ladrones se miraron y se dijeron algo en su dialecto que ni siquiera Saleh era capaz de entender. El que amenazaba al padre Ubach, puñal en mano, lo registró y le quitó los binóculos, el reloj, el dinero e, incluso, una caja de cerillas. Unos instantes después se fueron corriendo montaña arriba.

«¡Se van! ¡Nos dejan ir!», pensó Ubach.

Estaba claro que las explicaciones de Saleh los había convencido y que, por miedo a que los sorprendieran, abandonaron la idea de matarlos y llevarse su ropa.

—¡Gracias, Saleh! —Y el biblista se abrazó a su camellero, consciente de que su intercesión seguramente les había salvado la vida. Mientras tanto, el padre Vandervorst, Id, Suleiman y Djayel se apresuraron a recoger sus pertenencias, las metieron en los fardos de cualquier manera, se subieron a los camellos y salieron de aquel rincón en dirección a Madaba. Fueron a denunciar el asalto y el robo a las autoridades, e incluso cuatro soldados se dedicaron durante un par de días a rastrear la zona. No había ni rastro de los bandidos. Sólo fueron capaces de encontrar al padre de uno de ellos, a quien, como represalia, le confiscaron un caballo y dos vacas. Incomprensible. Sin embargo, Ubach comprendió que los soldados del desierto eran, en cierto modo, como los beduinos, y entre lobos no se muerden.

El valle de las águilas

Si continuerit aquas, omnia siccabuntur; et si emiserit eas subvertent terram
, dice un texto de las Escrituras. «Si retiene las aguas, todo se secará; pero si las deja libres, devastarán la tierra».

El padre Ubach había leído aquellas palabras de Job muchas veces, pero hasta aquel día no llegó a comprender todo su sentido.

El grito de la reina de las aves, de un águila que planeaba cerca de ellos, hizo que Bonaventura Ubach levantase la mirada hacia el cielo.

—¿Sabe que un águila conoce cuándo se prepara una tormenta mucho antes de que empiece? —preguntó Saleh al monje.

—No, no lo sabía —contestó éste arqueando las cejas sorprendido.

—El águila vuela hasta un lugar lo bastante alto como para esperar los vientos que se aproximan —explicaba Saleh señalando un ejemplar que batía sus poderosas alas lejos de la caravana—. Y cuando estalla la tormenta, coloca las alas de manera que el viento la lleve por encima de ella. Mientras la tormenta causa estragos y destrozos por debajo, el águila vuela por encima majestuosa y despreocupada del desbarajuste que puede producirse en el suelo.

—Entonces, aunque la presienta, ¿el águila no escapa de la tormenta? —quiso saber el monje.

—Ni se escapa ni tampoco se queda atrapada en ella —aclaró el beduino—. El águila simplemente usa la fuerza de la tormenta para poder ser todavía más fuerte y subir más y volar más alto. Se levanta gracias a los vientos que lleva la perturbación. Aprovecha las fuerzas de la naturaleza.

Los movimientos del águila eran un presagio de tormenta. Mientras hacían los preparativos del viaje, pensaron en todo menos en la posibilidad de que en aquella región les pudiese llover en pleno mes de abril.

Cruzando la imponente sierra de Raha, las nubes que los vientos del día anterior les habían llevado de buena mañana dejaron caer un néctar delicioso sobre aquellas estepas estériles y extensas, que pasaron de ser blanquecinas bajo los rayos del sol abrasador a volverse de color chocolate. Una lluvia fina, que los iba calando y los obligaba a abrigarse con capas y pañuelos, parecía ir en aumento y no tener ganas de parar, sino todo lo contrario. A los camellos les costaba más avanzar, conforme la lluvia se intensificaba. Los beduinos, a pesar de estar acostumbrados a las demostraciones de la naturaleza en medio del desierto, ponían cara de asustados. El temor de los dos religiosos era qué harían cuando llegase la noche si seguía lloviendo. No tenían nada para refugiarse, ni un triste plástico con que improvisar una tienda. Las panzas de unos nubarrones grises y azul oscuro rozaban los estribos de una sierra escarpada, empujados por el viento. Más abajo los seguía un cerro aislado que, con la cima un poco ondulada y los dos lados que caían a plomo sobre el llano, parecía una muela. La cortina de agua se iba espesando y caía llenando los lechos resecos de los uadis y de los torrentes. Ese bien de Dios era el que ayudaba a explicar que una región en teoría yerma, llana, arenosa y polvorienta, pudiese acoger espacios verdes con granados, higueras y almendros. Las pezuñas de los camellos y las sandalias de los beduinos se hundían cada vez más en un fango que convertía el camino en una senda lenta y pesada.

—Padre Ubach, no sé si podremos continuar si sigue lloviendo así —anunció Saleh.

El monje levantó la vista hacia el cielo y le pareció entrever que la extensión compacta de nubes empezaba a rasgarse.

—Busquemos algún rellano del terreno, un refugio donde podamos montar el campamento. —Mientras Ubach hacía esta propuesta, aquel grupo de beduinos que iba detrás de ellos ya se estaba asentando en un rellano, junto al torrente seco, medio a cubierto de las inclemencias del viento gracias a las ramas de unos tamarindos esmirriados. Descargaron los sacos y las botas y se sentaron.

—De ninguna manera —respondió tajante y firme Saleh mirando alternativamente al padre Ubach y a aquel grupo de viajeros—. Aunque estemos más expuestos a los vientos, acamparemos allí arriba. —Señaló una de las partes altas del terreno. Y añadió—: Si llueve mucho sobre las montañas, el agua puede bajar esta noche en tromba por el torrente. Tenga en cuenta, padre, que el golpe de agua sería tan rápido que no tendríamos tiempo ni de recoger las cosas: su fuerza nos arrastraría.

—Saleh, ¿de verdad crees que es tan peligroso? —le preguntó el monje, que creía que el beduino exageraba—. Allá arriba, con los aullidos del viento, no habrá quien pegue ojo. Seguro que hay algún pliegue resguardado en este inmenso arenal donde podamos medio acomodarnos. Mira a esos beduinos… —Y le señaló aquel pequeño campamento improvisado que acababa de establecerse cerca de donde ellos discutían.

De repente, a Ubach le pareció comprender por qué su beduino no quería hacer noche allí.

—Saleh, ¿puedo saber por qué no quieres acampar aquí? ¿Es por ellos? —Y el monje señaló al grupo de beduinos.

—No, padre, no. No tiene nada que ver con ellos. Tiene que creerme: es peligroso dormir en el cauce del torrente o cerca de la orilla. Aunque ahora está más seco y árido que el mismo desierto, no podemos fiarnos.

—Pero, Saleh, aquellos hombres son beduinos como tú, y no tienen reticencia en pasar la noche aquí.

—Que hagan lo que quieran. Yo me voy a acampar allá arriba. No le puedo obligar, padre. La decisión es suya. Mañana, al amanecer, retomaremos la marcha hacia el Sinaí. Buenas noches.

Lo dejó con la palabra en la boca porque tiró de las riendas de su camello. Suleiman lo siguió ante la perplejidad de Vandervorst, Id y Djayel. Se dirigieron a un estribo bastante pronunciado al lado del uadi donde se preparaban para pasar la noche un grupo de mozos, dos beduinos y dos religiosos. El cansancio pudo casi al instante con los integrantes de las dos caravanas. Después de bajarse de los camellos, se distribuyeron por el campamento improvisado. Fueron tomando posiciones alrededor de una hoguera que Id y Djayel se encargaron de encender.

A continuación, se taparon y se acurrucaron bien debajo de las mantas, pañuelos y capas esperando que saliera el primer rayo de sol.

Aunque las nubes parecían empezar a rasgarse, se arrepintieron de su gesto. No acababan de abrirse, al contrario, se hicieron cada vez más grandes y la profecía de Saleh se cumplió.

El agua que había caído en la sierra fue colándose por los torrentes que encontraba secos y sedientos, que no ofrecían ningún tipo de resistencia y que daban la bienvenida a aquellos brazos de agua que amenazaban con llegar hasta el rincón más seco y polvoriento. La fuerza del agua aumentaba todavía más con ayuda de la lluvia que había empezado a caer. La suma de toda esa agua provocó una avalancha de agua con una fuerza imparable que aumentaba el lecho de los uadis y torrentes, tragándose todo lo que encontraba a su paso. Cuando Ubach y Vandervorst se dieron cuenta de que no era un sueño, que la pesadilla era muy real, fue tarde para reaccionar. El cabal de aquella corriente de agua endemoniada ya había borrado de la superficie el campamento vecino y ellos eran los próximos. Los camellos se habían desatado y corrían por el desierto como llevados por el diablo, y los dos religiosos y los dos beduinos, entre tragos de agua turbia, se esforzaban con grandes brazadas por mantenerse a flote y encontrar algún trasto al que agarrarse, alguna caja, alguna rama, cualquier cosa lo bastante sólida para aferrarse a la vida. Nada. Era inútil luchar contra la fuerza desatada de la naturaleza. Ubach desistió y no opuso resistencia.

«Si ésta es la voluntad de Dios, que así sea», pensó, y se dejó revolcar por las aguas que se lo tragaban. Id y Djayel consiguieron aferrarse a la rama de un arbusto raquítico que fue lo bastante fuerte para aguantar el peso de ambos hombres, que resoplaban, ya salvados, al lado del torrente que se desbordaba. Empujado por el agua, pasó por delante suyo el padre Vandervorst, que intentaba pedir ayuda en vano:

—¡Socog… arrrgggg! —Mientras intentaba abrir la boca para pedirles ayuda, se tragó una bocanada de agua mezclada con arena que lo medio sumergió en aquellas aguas turbias.

El aturdimiento por lo que acababan de ver habría podido perturbar sus sentidos y haberles hecho perder la serenidad, sin embargo, al contrario, armados de valor, los dos beduinos reaccionaron como un solo hombre y lanzaron una rama lo bastante robusta para que el sacerdote belga pudiese agarrarse.

Tuvieron tanta mala suerte que, en el primer intento, Djayel resbaló por el lodo que se formaba en la ribera y acabó golpeando a Vandervorst en la cabeza con la rama que le tendía, hundiéndolo así un poco más en el uadi. Corriendo en paralelo al torrente embravecido, el joven beduino hizo un segundo intento y la sagrada providencia permitió que en el momento en que medio cuerpo de Vandervorst volvía a emerger de las aguas, el camellero le mostrase la rama y el religioso se cogiese con las pocas y escasas fuerzas que le quedaban. Id corrió hacia donde estaba Djayel intentando salvar el cuerpo ajado del padre Vandervorst.

BOOK: El arqueólogo
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