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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (6 page)

BOOK: El arqueólogo
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Cuando el cuadro ya estaba lleno de color, por la puerta del vagón apareció un copto vestido con gorra y un uniforme de color amarillo oscuro y gritó:

—Tadkare, tadkare!

Todo el mundo se llevó la mano al pecho porque era el momento de enseñar el billete al revisor. Todos cumplieron con aquel trámite con más o menos celeridad a excepción de un pasajero. El padre Ubach se fijó en un chico canijo. Se había acurrucado en un rincón del compartimento para intentar pasar desapercibido al revisor; en definitiva, trataba de evitar al cobrador, lo evitaba.

Sin embargo, el encuentro era ineluctable. Las largas piernas uniformadas del copto se plantaron delante del chico, que estaba sentado con la espalda contra la pared del vagón, rodeándose las piernas con los brazos, como si no quisiera verlo, pero notando la presencia autoritaria del cobrador.

—¡Billete! —gritó.

El chico no se movió.

—¡Billete! —volvió a gritar el uniformado, acompañando sus palabras con una patada en el muslo del chico acurrucado.

El chico sacó la cara de entre las piernas. Era oscura y la tenía muy sucia, y sus ojos eran negros y redondos, limpios y brillantes, pero estaban llenos de pánico y miedo. Un mechón de cabellos, también negros, le caía por la frente y dejaba entrever una cicatriz.

—No tengo, señor —contestó.

—Entonces tendrás que bajar, venga.

Lo cogió del brazo con la intención de arrastrarlo hacia la puerta. El chico, no obstante, no se movía.

—¡Levántate o te doy! —le amenazó el cobrador, empuñando una porra que llevaba ligada a la cintura.

—No, señor, por favor, no me pegue, se lo ruego —dijo el niño lloriqueando, a la vez que se protegía con los brazos de la posible agresión.

El revisor no podía perder más tiempo y lo agarró por el brazo, lo levantó de un tirón y lo condujo a empujones hasta la salida.

—¡No te pares! ¡Venga, largo, fuera! —le ordenó.

El chico, no obstante, se detuvo porque en dirección contraria llegaba un joven religioso, pequeño y enjuto, que le sonreía tras una barba espesa y unas gafas de vidrios redondos, que rodeaban unos ojos pequeños y vivos. Su figura reducida contrastaba con la energía que desprendía gracias a su fuerza interna. Vestido con un hábito oscuro y con la cabeza envuelta con una kufiyya, un gran pañuelo de algodón de color crudo, y fijado con un egal, una cuerda muy gruesa hecha con pelos de cabra, a prueba de los vientos más huracanados.

Era el padre Ubach, que se dirigió al copto para pagar el billete del chico hasta Suez.

En aquel momento, un silbido rasgó el aire irrespirable del compartimento, seguido de una sacudida que anunciaba que el tren empezaba a correr sobre los raíles.

Los beduinos del procurador

Beduino viene del árabe badawi, un término que quiere decir «habitante del desierto». Algunos de ellos esperaban al padre Bonaventura Ubach y al padre Joseph Vandervorst en Suez para empezar el periplo que los llevaría en una primera etapa hasta el Sinaí haciendo una serie de paradas técnicas. En cuanto llegaron a Suez, en el lado occidental de la desembocadura del canal en el mar Rojo, se dirigieron hacia Puerto Tawfik, donde estaba la residencia de los padres franciscanos que habían aceptado hospedarles. A mitad de camino, se les acercó un monje.

—¡Dios los guarde! ¡Bienvenidos a Suez! Soy el padre Thiebault. Usted debe de ser el padre Ubach, y usted, el padre Vandervorst —anunció efusivamente un monje que se abalanzó sobre ellos para darles una cálida bienvenida. El padre Thiebault sería su guía y cicerone durante su corta estancia, el tiempo justo para arreglar los papeles con el procurador del Sinaí para los camellos y los beduinos.

—Gracias, hermano. Sí, somos nosotros en persona —certificó el monje de Montserrat—. Es usted muy amable al acogernos en su casa —añadió con un gesto de gratitud.

—En absoluto. Faltaría más, pero muchas gracias por sus palabras —dijo el religioso, que les cogió las maletas—. Con su permiso. —Y al mismo tiempo apareció un hombre, un criado que lo acompañaba, y que los ayudó a llevarlas hasta el coche—. ¿Qué tal el viaje? ¿Han disfrutado de las vistas? —preguntó Thiebault mientras guardaba el equipaje de los dos monjes.

—¡Ah, desde luego, hemos tenido unas panorámicas excelentes! —respondió Ubach, que no había podido sacar ninguna fotografía en el lago Timsá porque la vía no bordeaba su frondosa ribera, sino que pasaba por en medio del arenoso y aridísimo desierto—. Las aguas verdosas de los lagos Amargos, los bosques de palmeras y las plantaciones de algodón que hemos visto al acercarnos a Suez no son comparables a las vistas de la gran Bubastis, la que fue la ciudad de los grandes faraones. Todos, desde Kefren y Keops pasando por Ramsés II, absolutamente todos se propusieron hacerla célebre mediante el grandioso templo que edificaron allí, consagrado a la diosa Bastet. Ciertamente, hemos aprovechado mucho el trayecto —reconoció Ubach.

Mientras el padre Thiebault y el criado cargaban sus pertenencias en el coche, Ubach y Vandervorst no pudieron evitar mirar a un grupo de hombres y camellos que estaban bajo un toldo, esperando. «De aquéllos tendrán que salir los camelleros que nos acompañen», pensó Ubach; sin embargo, nada más lejos de la realidad. No se imaginaba que le negarían la posibilidad de llevarse camellos y beduinos.

Caminaban plácidamente por la calle principal de Puerto Tawfik, la avenida Helena. Sombreada por árboles y palmeras, la avenida era la arteria principal donde latía toda la vida de aquella pequeña isla europea colocada en medio de un mundo árabe en la punta del mar Rojo. Era una pequeña porción de tierra rodeada de agua y construida artificialmente a partir de las grandes cantidades de arena y tierra extraídas durante la construcción del canal y unida a Suez por un dique por donde pasaban una carretera y el tren.

—Viven ustedes en un lugar muy bonito, a diferencia de la fea y repulsiva Suez —apreció en un ataque de sinceridad Ubach, que no ocultó la impresión pobre y desagradable que la visión de la ciudad del canal le había causado.

—Gracias, hermano —reconoció el padre Thiebault—. La verdad es que doy gracias a Dios de poder servirlo en este rincón de Tierra Santa. Es una región muy interesante, no sólo porque sea una encrucijada de caminos y religiones, sino también por su fisonomía.

—¿Qué quiere decir?

—A ciertas horas, las pronunciadas mareas inundan buena parte de la tierra, a veces llegan a alcanzar los dos y tres metros de altura. Cuando bajan, se queda seca y despejada, y es tan cómodo pasar que los trabajadores y peatones la usan como atajo para ir desde la costa a la isla de Puerto Tawfik, y al revés.

—Es curioso —apuntó el padre Ubach—. Ahora que lo dice, recuerdo que algunos racionalistas recurren a este fenómeno para dar una explicación puramente natural del paso de los israelitas por el mar Rojo.

—Efectivamente, quien no cree suele apelar a este fenómeno para poner en duda el extraordinario gesto de Moisés de dividir las aguas. Todo depende de cómo se interprete —apuntó el padre Thiebault, que añadió—: Cruzar este mar cerrado que separa Egipto de la península del Sinaí y de Arabia es una metáfora del bautismo. A través del agua, el pueblo se liberaba de la tiranía de Satanás y del pecado; los israelitas pasaron las aguas del mar Rojo para dirigirse a la Tierra Prometida, del mismo modo que el cristiano inicia el camino de la salvación a través del bautismo.

Siguieron hablando sobre las Sagradas Escrituras y sobre el proyecto que tenía entre manos el padre Ubach hasta que llegaron a la parroquia de Santa Helena, donde el padre Ubach y el padre Vandervorst se alojaron en la pequeña residencia que el padre Thiebault les había cedido generosamente.

Una vez instalados, decidieron volver a Suez para hacer una visita al procurador. Querían resolver lo antes posible las cuestiones prácticas del viaje al Sinaí: los camellos, los beduinos y el precio. De hecho, para eso tenían que entregar la segunda carta firmada por el arzobispo, la que estaba dirigida al procurador. Ya se habían ganado la confianza de Porfirio Logothetes y ahora tenían que conseguir la simpatía de Nathaniel, compañero de la Iglesia grecocismática. No en vano habían avisado a Ubach de que si quería hacer un viaje al Sinaí con garantías de éxito, debía plegarse a la voluntad de los griegos, a los que irónicamente llamaban príncipes del país. Ellos lo decidían todo. No sólo señalaban y escogían los camellos que necesitarían —como ya habían comprobado en su entrevista con el arzobispo—, sino que también escogían quién guiaría la caravana. Los griegos también decidían qué jebeliyé serían los afortunados de acompañar a los viajeros. A los camelleros miembros de esta tribu también los llamaban montañeses. Eran descendientes de los cien esclavos valacos que el emperador Justiniano envió al Sinaí para que protegiesen a los monjes del monasterio de la Montaña Sagrada de las incursiones de los beduinos.

Cuando llegaron a su destino y después de cumplir con los saludos y ceremonias habituales, entregaron al procurador la carta del arzobispo Logothetes.

—No hay camellos —dijo lacónicamente después de leer la misiva mientras se arreglaba con ambas manos echadas hacia atrás su trenza de cabellos, que fue metiendo dentro del kalluze.

—¿Es que no ha recibido una carta nuestra que le escribimos desde Jerusalén para que tuviese la bondad de prepararnos lo que fuese necesario?

—No he recibido nada, lo siento —respondió seco y serio—. Y ahora, si me disculpan —dijo haciendo un gesto de displicencia—, tengo que dejarles, me esperan. Vuelvan mañana a las diez de la mañana, y veremos si se puede hacer algo para conseguir unos camellos.

Los dejó con la palabra en la boca y con un enfado y unas caras de contrariedad considerables.

El día siguiente, a las nueve y media esperaban ya en casa del procurador, pero éste no se presentó hasta las diez, tal como les había dicho. La sorpresa fue mayúscula.

—¿Les apetece un café? —les ofreció el procurador mientras ordenaba a un criado que les sirviese un par de tazas—. Hasta esta tarde no sabré nada definitivo sobre sus camellos.

—¿Y eso a qué se debe? —preguntó Ubach removiéndose incómodo en la silla.

—La comunicación con la costa de Asia está interrumpida desde de la pasada noche porque se han roto unos hilos. Esta tarde intentaremos sacar algo en claro.

Tras entablar una conversación mínima, la justa para acabarse el café, los dos religiosos se despidieron del griego hasta la tarde.

Una vez en la calle, y sentados delante de uno de los bancos de piedra que bordeaban el alegre paseo marítimo de Puerto Tawfik, el padre Ubach preguntó a su compañero belga:

—Joseph, ¿no te da la impresión de que nos toman el pelo?

—Sí, creo que sí, hermano. Están abusando de nuestra santa paciencia.

—¿Me lo parece a mí o el procurador pretende que le soltemos dinero para que resuelva el tema? No es normal que se haga de rogar tanto, y menos después de ver beduinos y camellos en cuanto bajamos del tren.

El padre Vandervorst asentía con la cabeza y le daba la razón.

—De esta tarde no pasa. No nos podemos permitir perder más tiempo.

—¿Piensas ofrecerle alguna cantidad de dinero?

—¡No! No pensaba en eso. Además, ¿qué dinero? Tenemos el dinero justo para el viaje, Joseph. Lo amenazaremos con mandar un telegrama al arzobispo y a nuestros cónsules respectivos para exponerles la situación y a ver cómo reacciona.

Mientras tanto, se dedicaron a contemplar los barcos que, subiendo o bajando por el canal, desfilaban majestuosos a pocos metros de distancia de los dos monjes. Ahora pasaba un vapor holandés, después el correo de las Indias, más tarde un carbonero inglés, uno de la Transatlántica española, un coloso alemán con cuatro o cinco puentes repletos de viajeros… Así se despejaron y se olvidaron de los dolores de cabeza que les provocaba la desidia del procurador.

Gracias a la incompetencia de la que debía ser la autoridad competente de Suez, todo el mundo sabía qué les pasaba y no paraban de encontrarse con beduinos de diferentes tribus que les ofrecían amablemente sus servicios y sus camellos para hacer el viaje; pero como no eran jebeliyé, rechazaban sus propuestas. Estaban en manos de los griegos y no tenían más salida. Sólo la paciencia les permitiría vencer las dificultades.

—De acuerdo —proclamó el procurador levantando la vista de la carta que acababa de leer como si fuese la primera vez que lo hacía—. El arzobispo me dice que tienen que coger tres camellos con sus respectivos beduinos hasta llegar al Sinaí y que después para volver necesitarán un guía, un dalil. ¿Es correcto?

—Así es —asintieron ambos con la cabeza, sin entender nada.

—Acompáñenme, les mostraré las monturas y los camelleros.

Los invitó a pasar al patio de la procuraduría para pasar revista a los camelleros, la mayoría beduinos jóvenes que se ganaban la vida yendo de un lado a otro por las tierras de sus antepasados, y les enseñó cuáles serían los suyos.

—Saleh es un chico de unos veintitrés años. Descendiente de la tribu beduina de los jebeliyé, que, como los tiaha y twara, emigraron a la península del Sinaí; es un buen elemento. No es ni jeque ni dalil, pero no cabe duda de que tiene capacidad para ser un guía de caravana. Sin embargo, tengo que hacerles una advertencia: es un pedigüeño nato. Les puede molestar durante todo el viaje pidiéndoles propinas por cualquier cosa. Mi consejo es que se impongan y le hagan ver que ese comportamiento no es adecuado para alguien que quiere ser tratado como un guía aunque sus conocimientos sean extensos. Es un vicio que adquirió hace unos meses cuando servía en el café de su tío en El Cairo.

Delgado, de estatura media, aspecto feroz y ojos de pícaro, les dirigió una mirada en la que Ubach captó una mezcla de rencor y desprecio.

El procurador seguía con las presentaciones:

—Id es un camellero veterano. Tiene cuarenta y cinco años y su aspecto consumido se debe, como dice él mismo, al exceso de trabajo que ha arrastrado durante su vida. —El hombre, regordete y con más pelo en la cara que cabello en la cabeza, les dirigió una sonrisa cómplice y se encogió de hombros como para decirles: «Acabaré el día reventado, pero mi experiencia os conviene»—. Aunque le cuesta recuperarse al final de la jornada, apenas habla y come muy poco. Vive aquí en Suez con su mujer y sus dos hijos. Le interesa subir al Sinaí para visitar a unos sobrinos que están viviendo allí.

BOOK: El arqueólogo
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