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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (3 page)

BOOK: El arqueólogo
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El padre abad Josep Deàs tenía en cuenta la formación que durante aquellos últimos años Ubach había recibido en la Escuela Bíblica de Jerusalén, donde había estudiado un curso de lengua siria, con el padre Savignac, uno de árabe elemental con el padre Janssen y otro de arqueología bíblica con el padre Abel.

No obstante, sobre todo se había dedicado a profundizar en su conocimiento de las Sagradas Escrituras con el padre Dhorme, así como en la práctica de explicar el significado de los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento e interpretarlos de manera crítica, es decir, se había especializado en exégesis bíblica.

—Soy todo oídos, hermano —dijo el abad invitándolo a exponer su planteamiento.

—Gracias, Reverendísimo Dom —dijo Ubach, e inició su argumentación—. A un hombre moderno que se ponga a leer la Biblia, le asaltarán, ya desde las primeras páginas, una serie de preguntas para las que no siempre podrá encontrar fácilmente una respuesta. El lector quiere saber, entre otras cosas, en qué lugar se sitúan geográficamente los hechos narrados, en qué época ocurrieron y qué relación existe entre los hombres que desfilan por las páginas de las Sagradas Escrituras y los hechos que conocemos como historia universal. Además, quiere saber, y esta pregunta es mucho más urgente y mucho más difícil de responder, qué se oculta bajo los extraños relatos bíblicos, tan alejados de nuestra mentalidad moderna… Es innegable que muchas páginas de la Biblia desconciertan absolutamente al lector. Sólo se puede dar una explicación adecuada a muchos textos si se ponen en relación con el terreno donde nacieron.

»Para entender la Biblia, hay que conocer la historia, las costumbres, las formas de vida de los países por donde transcurre, su geografía… No basta con estudiarlo en un libro. La naturaleza de un país se refleja necesariamente en su historia, que, a su vez, es hija de la propia naturaleza en buena parte, y por eso hay que buscar la armonía, el equilibrio entre ambas. Eso no lo es todo en la Biblia, pero sí es una parte importante, la corteza que hay que apartar para ver y conocer bien la obra divina.

—Me parece que ya le entiendo —dijo el abad—. Le interesa adquirir un conocimiento experimental del país bíblico, y para ello querrá recorrer y pisar las regiones relacionadas con las Sagradas Escrituras. En definitiva, quiere investigar directamente, in situ, el pasado de las tierras benditas de los profetas, de los apóstoles, de Jesús y María. ¿Lo he entendido bien? —preguntó el abad.

—¡Exacto, Reverendísimo Dom, exacto! —contestó entusiasmado Ubach al ver que el abad lo había entendido a la primera—. Advierto que comprende la necesidad de ver para poder entender mejor y, sobre todo, para asimilar. —Ubach quería plasmar todo lo que descubriera en un libro en catalán e ilustrado que facilitara la comprensión del mensaje. Elaborar una Biblia ilustrada—. Quiero recorrer el camino de Moisés y Abraham, y conocer aquellas tierras, desde Egipto a Mesopotamia, para profundizar en todos los capítulos. Estudiar el folclore de las regiones para aportar alguna aclaración a determinadas escenas, familiarizarme con el habla para no perderme ni un detalle ni una palabra de los textos sagrados. De hecho, estos años no sólo he estudiado árabe, sino también griego, para poder traducir del original el Nuevo Testamento. También he aprendido sirio, que es muy parecido al arameo, la variante popular del hebreo en la que está escrito el Antiguo Testamento. Además, me gustaría intentar reunir una colección de objetos que ayuden a visualizar el recorrido y que podrían formar parte de un pequeño museo bíblico que podríamos montar aquí, en alguna sala del monasterio, al amparo de la montaña sagrada y bajo la mirada atenta de nuestra Virgen Bruna.

El padre Ubach detuvo un momento su argumentación y constató que el abad seguía sus palabras con una sonrisa en la boca, y moviendo la cabeza para animarlo a seguir con su acertada exposición.

—Toda la información que reúna nos servirá para elaborar unos mapas que acompañarán a la Biblia ilustrada y que ayudarán a ubicar los hechos en un marco geográfico e histórico, de manera que, situados en su ambiente, los personajes bíblicos se hagan más reales y su mensaje llegue más vivo y poderoso a nuestros lectores. En los últimos años, Reverendísimo Dom, abundantes hallazgos arqueológicos han permitido conocer mejor las viejas civilizaciones milenarias, sus normas de vida, sus comportamientos y los códigos morales por los que se regían las personas que fueron contemporáneas de los personajes de la Biblia. Así, resultará mucho más sencillo comparar afirmaciones bíblicas con las ideologías de aquel tiempo, y las viejas figuras bíblicas dejarán de ser sombras oscuras que desfilan silenciosamente sobre un contorno impreciso y difuso, para volverse claras y nítidas a la luz de la historia.

—No debemos perder de vista en ningún momento que estamos hablando de un texto religioso —lo interrumpió el abad—. Las Sagradas Escrituras persiguen un objetivo fundamental: difundir un mensaje religioso. Pretenden explicar la historia de Dios con los hombres, lo que Dios ha hecho, lo que les ha dado y lo que les exige a cambio.

—Precisamente para que nadie olvide eso debemos hacer este trabajo, Reverendísimo Dom… Dejando bien claro este objetivo y explicando la intención de los escritores bíblicos, conseguiremos que se entienda la voluntad que reside en las páginas de las Escrituras. Al texto sagrado le falta una dimensión real, el contexto del texto y sus orígenes. Por eso estoy convencido —y ahora veía que también lo estaba el abad Deàs— de que el contacto con la tierra y entender la mentalidad de Oriente será clave para conseguirlo.

—También es imprescindible advertir que, desde el origen de las leyendas israelitas y del Antiguo Oriente que constituyen el sustrato de la Biblia, sin olvidar el Apocalipsis, han pasado miles de años —quiso puntualizar el padre abad—. Durante este tiempo Dios se ha ido revelando de una manera más clara y precisa hasta culminar la revelación total y plena que es Jesucristo. Las leyes primitivas de la Biblia tienen una moral rudimentaria que repugna a nuestra sensibilidad actual: la ley de la venganza o del talión, el amor al prójimo reducido sólo a los de la propia tribu, las normas sobre las mujeres prisioneras, el divorcio, la poligamia… Dios ha ido acomodándose a la capacidad ética y mental del género humano. Pretender lo contrario sería atentar contra las leyes fundamentales de la naturaleza…

—Empieza a acercarse a mi razonamiento —le reconoció Ubach—. Cuantos más elementos tengamos para interpretar aquellos tiempos, más posibilidades tendremos de que se entienda el mensaje. Por eso le pido que me dé permiso para formarme como biblista y así poder crear la Biblia de Montserrat y, de paso, fundar el Museo Bíblico.

El abad se levantó y le dio su bendición.

—Por cierto, ¿no pensará realizar ese periplo solo? —quiso saber el abad Deàs.

—No, padre abad, un joven sacerdote belga, compañero de estudios en la Escuela de Jerusalén, el padre Joseph Vandervorst, me acompañará.

—Que Dios Nuestro Señor y la Madre de Dios los protejan —le dijo.

Al abad Josep Deàs le parecía muy oportuna la idea de Bonaventura Ubach. Desde hacía años, participaba en una corriente cultural que alentaba el renacer de Montserrat con una fuerza creativa y expansionista que daría la posibilidad a Ubach no sólo de ampliar estos conocimientos bíblicos, sino de ofrecérselos a todo el mundo. El abad Deàs le dio vía libre porque estaba imbuido del catalanismo cultural del momento, inspirado por el renacimiento catalán que se tradujo en una expansión de Montserrat. Lo tenía muy claro porque el ambiente de la época, el ambiente de fuerza creativa, lo conducía en aquella dirección. Por este motivo y por la convicción que le transmitió el padre Ubach. No por casualidad, casi en el mismo momento, aparecieron también monjes con ese espíritu renacentista y de apertura de miras. El padre Albareda se puso a estudiar la historia de la regla benedictina en todo el mundo. El padre Tobella fue a comprar todos los volúmenes que, no muchos años después, llenarían el fondo bibliográfico de la Biblioteca de Montserrat. El padre Sunyol empezó a estudiar los manuscritos del canto gregoriano y sus orígenes. Era un movimiento imparable hacia el conocimiento. Las gestiones para superar los gastos del viaje no supusieron problema alguno. Mientras esperaba que le llegara la cantidad de diez mil pesetas que el consejo abacial había decidido darle, Ubach consiguió reunir dinero, propio y de amigos, para iniciar su periplo bíblico.

Entre dos aguas

La sirena dio la señal de levar anclas y el barco, balanceándose de babor a estribor, empezó a alejarse de las costas de Jaffa. En el mismo momento en que zarpaban, el sol partía también hacia su poniente y la animación que hasta entonces había acompañado a los pasajeros iba decayendo. Abatidos y cabizbajos, bajaban uno tras otro hacia los camarotes. Vandervorst se quedó a fumar en cubierta y Ubach decidió ir a dar una vuelta para ver las dependencias de L’Étoile. Era un barco lujoso, con camarotes, comedores, salas y compartimentos de primera, segunda y tercera clase. No obstante, los dos religiosos viajaban en cuarta. Antes de volver a sus sencillos compartimentos, Ubach acabó su recorrido con una visita a la capilla —con el Santísimo dentro del sagrario— que ocupaba la popa de la nave.

Encontró a sus compañeros de clase —había comprado un billete de cuarta de puente, y sin derecho a comida— instalados sobre sus tapices y alfombras; conversaban, miraban y leían el Corán. Cuando el vaivén de las olas se atenuó y el sol empezaba a ponerse, se levantaron para recitar de cara a La Meca las oraciones reglamentarias de su ley. Ubach no quiso quedarse atrás en cuanto a fervor religioso, y poniéndose de cara a Jerusalén empezó con las palabras de las completas del oficio monástico: Jube, Domine, benedicere. Noctem quietam et finem perfectum…, que fue recitando igual que ellos, en voz alta hasta el final. Después de cumplir con sus deberes religiosos, llegó el momento de cenar. Todo el mundo sacó de sus bolsas dátiles, pepinos, pan y otros alimentos acompañados de té o café.

—¿Quiere acompañarnos, padre? —le preguntó uno de los árabes con quien Ubach había conversado unas horas antes durante unos minutos.

—Le agradezco la invitación, pero tengo todo lo que necesito —le contestó Ubach en un perfecto árabe mientras le enseñaba unas rebanadas de pan, un trozo de queso, un puñado de olivas y una bolsita de peras que había comprado en el mercado.

El monje se retiró a su rincón para comer tranquilo, pero manteniendo su atención en la conversación de aquel grupo de árabes.

—Hâda massihi tamam, radjul tàyeb —oyó que decían sobre él: «Este hombre es un buen cristiano, es bondadoso. Ofrezcámosle una taza de té».

Y uno de los jóvenes del grupo le acercó un vaso con cuidada cortesía para que lo cogiera.

—Tafàddal —le dijo: «Tenga».

—Lo acepto con mucho gusto —le respondió—. No querría que pensarais que antes, cuando me habéis invitado a cenar, pretendía evitar vuestra compañía, pues no era así en absoluto. Todos somos hijos de Alá, vuestro Dios y también el mío. Vosotros y yo creemos en Él y en una retribución futura, el cielo para los buenos y el infierno para los malvados y los rebeldes. Por tanto, preocupaos por querer a Alá, cumplid exactamente los preceptos morales de vuestra religión, vivid como buenos hermanos y confiemos en Alá, que es infinitamente bueno y misericordioso.

—Muy bien, sí, estamos de acuerdo, pero usted cree en el señor Issa, o Jesús, como lo llaman ustedes —aclaró el musulmán—. Nosotros también lo veneramos como profeta, pero no lo consideramos Dios.

—Es cierto que los cristianos creemos que es Dios, y con total seguridad. Y algunos están incluso dispuestos a verter sangre, incluida la propia, para obligar a aceptar esa creencia. Ahora, supongo que igual que yo no os he hecho ningún reproche porque creáis en Mahoma, el mayor de vuestros profetas, vosotros tampoco me consideraréis un enemigo porque crea en la divinidad de Jesús, o Issa, como lo llamáis vosotros.

—No, no, de ninguna manera —reconocieron los árabes—. Desde que nos saludamos, no ha mostrado aversión, ni se ha negado a hablar con nosotros; de hecho, todos lo hemos considerado como un hermano, por eso le ofrecemos compartir el té con nosotros.

—Como veis, pese a algunos puntos comunes, entre vuestra religión y la mía hay algunas discrepancias esenciales. Una es, por ejemplo, la que uno de vosotros apuntaba sobre la divinidad de Issa. Vosotros no creéis en ella, pero yo sí. Si discutiéramos sobre eso, y yo quisiera defender mi creencia, sería necesario, sin renegar en ningún momento de vuestro Corán, libro que respeto porque contiene cosas muy buenas —reconoció Ubach—, que escuchaseis sin prejuicio lo que dicen nuestras Escrituras, el Evangelio, y por encima de todo que una gracia y una luz sobrenaturales de Alá os iluminasen para comprenderlas, cosa que Él sólo concede a quien le complace. Por ahora, sólo os pediría una cosa, y espero que no me la neguéis.

—Usted dirá —dijo solícito uno del grupo.

—Pedid todos los días a Alá que os permita conocer la verdad, su voluntad respecto a vosotros, y que os dé la fuerza y el coraje de cumplirla siempre.

El grupo de árabes apreció la petición del monje porque vieron que no le interesaba convertirlos a su religión. Les conmovió que apelara a su condición de buenos hombres, independientemente de la religión o fe que profesasen. Ubach lo hizo porque sabía que, al fin y al cabo, tanto lo que predicaba Alá como lo que predicaba Jesús se resumía en un único propósito: «Haz el bien tal y como te gustaría que hiciesen contigo».

Y después de haber navegado entre dos aguas, pero teniendo muy claro en qué orilla estaba anclado, Ubach se fue a dormir.

Las cartas del arzobispo

El Cairo, abril de 1910

—¿Llevan armas? —preguntó el funcionario del Ministerio de la Guerra.

Los dos monjes se miraron con sorpresa, y el padre Vandervorst se encargó de contestar:

—Solo llevamos un revólver, pero no pretendemos hacer ningún daño a los beduinos, a menos que nos ataquen primero, y Dios nos guarde de tener que hacerlo —se apresuró a aclarar enseguida el belga—. Llevamos el revólver para poder exteriorizar nuestra alegría con algunas salvas, cuando lleguemos a la cima de la Montaña Santa.

Cuando el padre Vandervorst acabó, guiñó el ojo al padre Ubach, aprovechando que el secretario tenía la cabeza agachada, mientras escribía lo que acababa de oír.

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