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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (8 page)

BOOK: El arqueólogo
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Era la hora de cenar. Se encontró al padre Vandervorst ordenando las provisiones.

—Padre Ubach, ¿qué quieres para cenar? —le preguntó.

—Cualquier cosa, Joseph.

—Había pensado en una comida liviana. ¿Qué te parece si abrimos una cajita de rosbif y lo acompañamos con un puñado de olivas, y un par de galletas de postre? —le propuso el belga.

—Me parece buena opción —aceptó el biblista—. ¿Y nuestros camelleros qué comen?

—Qurç y dátiles. Están allí. —Alargó el brazo para señalar a sus tres beduinos. Estaban sentados debajo de una palmera, delante de una cazuela de bronce y un montón de ceniza humeante.

—¿Y cómo se las arreglarán con el agua y la harina para hacerse el pan?

—Se apañarán con esa cazuela pequeña y el jillé.

—¿Jillé? —preguntó el monje.

—Sí, padre Ubach, el jillé es excremento de camello.

Ubach levantó las cejas por encima de las gafas redondas y dejó de masticar un par de olivas que se había metido en la boca.

—Id se ha ocupado de hacer una masa con el agua y la harina en la cazuelita. Mientras tanto, Djayel y Saleh se ocupaban de encender un fuego con unas ramitas finas y un poco de este carbón animal que ha traído Suleiman. El fuego ahora ya se ha reducido a ceniza, y sólo quedan encendidas las brasas de jillé. Cuando Id ha dejado la masa homogénea y plana, como si fuera una torta redonda, y sin usar ningún otro objeto, la ha colocado encima de estas brasas, procurando separar la mitad, de manera que hubiera brasas por encima y por debajo de la masa, y quedase bien cocida. ¿Me entiendes? —Ubach seguía las explicaciones que le detallaba Vandervorst con la vista puesta en aquel horno improvisado y asintió con la cabeza. Estaba fascinado.

—Ahora deben de estar a punto de apartarla del fuego y repartirla —le avanzó Vandervorst.

Antes de que pasaran siquiera dos minutos, Id, con mucho cuidado, separó la torta de las brasas con un palito de mimbre. Tenía una corteza que se había adherido a la superficie y que la haría más crujiente. Le quitó las piedrecitas y el resto de brasas que se le hubieran podido pegar. El qurç, el pan de los beduinos, ya estaba cocido. Empezaron a repartir raciones generosas entre los comensales de aquella comida sencilla y frugal que, caliente y crujiente, saboreaban como si no hubiera bocado más delicioso.

Saleh se dio cuenta de que los dos monjes lo miraban y los invitó:

—¿Quieren un trocito? —Y les mostró la torta—. Vengan. ¡Ya verán lo bueno que está el pan! —les prometió.

Ubach no se lo pensó dos veces. Se levantó y se fue a compartir el qurç. Se sentó al lado de las brasas, junto a los beduinos, mientras cogía el trozo que le ofrecía Saleh.

—¡Qué le aproveche, padre! —le desearon el camellero y el resto de beduinos, que le sonreían mientras masticaban un pan dorado y blando que había alimentado a varias generaciones de habitantes del desierto.

—¡Gracias! —dijo Ubach antes de darle un mordisco a un pan que se imaginaba muy similar al que los israelitas debieron de cocer bajo la ceniza, tal y como había leído en el Éxodo.

Quien parecía disfrutar de verdad era el joven Suleiman. Era un gusto verlo comer. Tuvieron incluso que avisarlo:

—¡Chico, come despacio, no sea que te atragantes! —comentó entre risas Id.

El padre Vandervorst fue a buscar la cajita de rosbif, las olivas y las galletas y compartieron la mesa como buenos hermanos. Cuando casi habían digerido la cena, se les acercaron algunos de los beduinos del oasis y charlaron un rato.

Uno de ellos sacó una flauta del bolsillo e improvisó una melodía. Otro no tardó en tocar con ritmo la cazuelita y, después, un tercero se sumó con una tonadilla que se iba intensificando. De repente, se puso la mano detrás de la oreja y, subiendo el tono, empezó a cantar a gritos, como si hubiera entrado en trance, sin desafinar en absoluto. Era como si el espíritu del oasis se expresase a través de aquella voz prodigiosa. Después se hizo el silencio. La luna emergía sobre el palmeral y, en la quietud de aquella luz estrellada, Saleh explicó a Ubach el sentido de aquella canción:

—Hace muchos años, los suficientes como para que se haya olvidado el motivo del enfado, un badawi negro se escondió en un huerto para huir de su amo, que lo había amenazado de muerte. De día, el beduino negro se escondía entre los matojos, y cuando oscurecía, se untaba el cuerpo con aceite de oliva para resbalar como un pez al que intentaban atrapar. Muy pronto, no tardó en correr el rumor de que de noche, en el huerto, había un duende. De noche, nadie se atrevía a aventurarse por allí, excepto una chica, que de madrugada regalaba comida y besos al beduino. Un buen día, la chica más bella del lugar desapareció para siempre. Todos aseguraban que el duende negro se la había comido. El huerto se llenó de maleza. Todavía hoy hay personas que aseguran que en las noches sin luna se oyen los suspiros del amor y las risas de los dos enamorados, que, subidos a una palmera, se ríen del desgraciado que se atreve a acercarse al huerto maldito. Es una historia muy bonita, ¿no cree, padre?

—Sí, Saleh, es muy bonita —contestó el monje.

Y mirando la luna, que ya no estaba llena, sino a punto de dejarlos a oscuras y, por tanto, con una noche cerrada sin luna, no pudo contenerse y le preguntó a Saleh:

—¿Tú crees en esas historias?

El padre Ubach sabía que la mayoría de los beduinos, a pesar de que fuesen musulmanes suníes, seguían manteniendo creencias ancestrales en espíritus o genios, como el que acababa de presentarle Saleh.

—¿Igual que usted debe de creer en las que se explican en ese libro que siempre está hojeando?

Ubach sonrió y asintió con la cabeza.

—Buenas noches, Saleh.

—Buenas noches, padre.

Los ojos de Lía

De todas sus obsesiones, Ubach no podía olvidarse de una: las fotografías. El padre Vandervorst estaba amargado porque para conseguir una sola fotografía les obligaba a dar unos rodeos en el itinerario marcado y dar unos tumbos agotadores, pero en cualquier caso, el padre Ubach afirmaba que eran necesarios, ya que gracias a su constancia y perseverancia conseguía su objetivo, que no era otro que capturar con su Kodak un momento, un objeto o una persona. Más de una vez, y más de dos, el sacerdote belga estuvo a punto de mandarlo al diablo, dejarlo plantado y volverse a Jerusalén. No obstante, el día que conoció a la hija del alcalde de Kafrinji, una aldea de cuatro casas que se levantaba en medio de la nada, la percepción del padre Vandervorst cambió. El cambio que experimentó fue tan importante que quizás su fe no se tambaleó, pero sí su vocación, que llevaba ya tiempo debilitándose. Se trataba del caso de las dos mujeres de Jacob. Los textos que consultaba el padre Ubach le decían que Rebeca era bella de cara y que, en cambio, Lía tenía una belleza diferente gracias a sus ojos finos y delgados, un rasgo difícil de encontrar en chicas de aquellas regiones. Cuando llegaron a Kafrinji, su suerte cambió. La caravana necesitaba detenerse para que los animales pudiesen beber, comer y descansar, exactamente lo mismo que necesitaban los dos religiosos y los beduinos. El mujtar, el alcalde del lugar, salió a recibirlos.

—Salam aleikum —se dirigió a él Ubach.

—Aleikum as-salam —le respondió la autoridad local.

—Necesitamos pasar la noche en su pueblo. ¿Tiene algún inconveniente?

—¡En absoluto! —exclamó el alcalde, y no se contuvo al inquirir—. Os he visto desde el tejado de casa, y me preguntaba quiénes sois, de dónde venís y hacia dónde vais.

Ubach satisfizo la curiosidad de aquel hombrecillo enclenque, que no llegaba a tener la altura que le tocaría, y que, por su manera de hablarle, parecía haberle caído en gracia, porque le faltó tiempo para ordenar a un chiquillo que corriese al corral a sacrificar un ejemplar de su gallinero para cenar. Hizo matar y cocinar un pollo en honor a aquellos sacerdotes que se habían detenido en su pueblo.

A mitad de la cena, ya habían hablado de todo y de nada, y el mujtar les habló de su familia.

—Tengo tres hijos y dos hijas, y han crecido mucho.

—Que Alá los bendiga y los conserve mucho tiempo a su lado mientras viva.

—Ay, no puedo quejarme. Alá se ha mostrado muy bondadoso conmigo y con mis hijos. Todos están bien y trabajan, pero…

—¿Qué quiere decir con este pero? ¿Qué le pasa?

—Una de mis hijas lleva tiempo enferma de los ojos.

—¿Qué le pasa? ¿No ve bien?

—¡No, ve lo suficiente! —Y junto con la exclamación hizo un gesto como de espantar una mosca—. Lo que pasa es que los tiene siempre medio cerrados. —El mujtar entrecerró los ojos para que el padre Ubach se hiciera una idea—. Y se queja de que a veces le duelen.

Lo que acababa de oír despertó al monje, que hasta ese momento estaba amodorrado porque la conversación no parecía llegar a ninguna parte. Ubach aprovechó la revelación de la primera autoridad de Kafrinji para su trabajo de campo. Y le hizo la siguiente observación:

—Lo que dice viene de Alá. Él otorga la salud y la enfermedad a quien quiere y cuando le place. Querer adivinar los motivos de esta conducta de Alá sería algo que reprueba su religión musulmana, como también la mía cristiana. A nosotros, débiles criaturas suyas, nos toca loarlo constantemente y adorar sus designios y acatarlos con resignación —concluyó.

—¡Ah! Los sacerdotes, como ustedes, tienen fama de médicos, ¿creen que podrían curármela?… —imploró casi el alcalde al padre Ubach.

—¡Oh, no! Dios me libre. Yo no tengo nada de médico. Los pocos medicamentos que llevo en el zurrón… —Se llevó la mano al morral que llevaba colgado en bandolera y enumeró el contenido—: Aspirina, tintura de yodo, amoniaco, pastillas desinfectantes…, ninguno de estos remedios es adecuado para la enfermedad de su hija. Ahora bien —dijo el padre Ubach llegando al punto que le interesaba—, si me lo permite, le puedo hacer una propuesta.

—¿Una propuesta? —respondió el mujtar con una nueva pregunta—. Hable, le escucho.

—Mire, después de cenar, iremos a dormir, y mañana por la mañana, cuando el sol empiece a levantarse, iré a ver a la chica, le examinaré los ojos y, si hay síntomas de una enfermedad, tomaré nota, haré una fotografía y llevaré ambas cosas a un oculista que conozco en Jerusalén. Después, le comunicaré el diagnóstico y el dictamen del médico y, todavía más, si es necesario le enviaré el remedio que prescriba. ¿Qué me dice?

—¡Uy, no, no! Eso nunca. Jamás le permitiré que fotografíe a mi hija —dijo el mujtar llevándose las manos a la cabeza—. Mi hija es una mujer y usted ya sabe que ese tipo de cosas… —El hombre parecía acongojado ante la propuesta del monje, que claramente le parecía descabellada.

—Sí, ya lo sé, y me hago cargo, pero también sé que la necesidad no responde a leyes. Si de verdad quiere que su hija se cure, no veo más opción. Le aconsejo que mire para otro lado y que piense que semejante sacrificio se verá recompensado cuando su querida hija recupere la salud —argumentó un persuasivo Ubach.

—¡No, no! —seguía negando el mujtar, sin parar de dar vueltas sobre sí mismo—. No, no… Eso no puede ser, tiene que entenderme.

—Muy bien, muy bien —cedió Ubach—. Vayámonos a dormir y que la noche y las estrellas lo iluminen. —Con ese deseo se despidió hasta el día siguiente.

Empezaba a aclarar y el primer rayo de sol insolente se atrevía a calentar la arena que se había enfriado durante la noche, cuando un susurro despertó al padre Ubach.

Conseguía salir de su somnolencia al ritmo de las plegarias matinales que muy cerca realizaba el alcalde acompañado de su hija. A Ubach le pareció ver en aquel rostro de ojos pequeños la cara de Lía.

—¡Buenos días, mujtar! —saludó Ubach con una sonrisa de oreja a oreja—. Parece que la noche ha sido buena consejera.

El hombre asintió con la cabeza, apesadumbrado. Miró a su hija y después dirigió la mirada hacia aquel monje que se rascaba la barba, se calaba las gafas y sacaba de su zurrón una máquina de fotos.

—No se preocupe, no daré ni un paso si no es en su presencia y compañía. No pienso acercarle las manos y, por supuesto, no la tocaré. La examinaré a distancia, y también le haré la foto a distancia. La revelaré y, tal y como le he dicho, según las indicaciones del oculista, le enviaré el remedio adecuado.

—¡Eres de lo que no hay! —le recriminó el padre Vandervorst—. Has tenido que salirte con la tuya, aun disgustando a ese pobre hombre que…

—¿Que qué? —protestó Ubach—. Joseph, no hemos hecho nada malo. Él ha dado su consentimiento, ella ha obedecido a su padre, yo tengo la fotografía y de aquí a unos días, recibirán el medicamento. ¿Puedes decirme dónde está el problema? ¡Yo no he engañado al mujtar!

El padre Vandervorst no acababa de estar de acuerdo con los métodos que el padre Ubach aplicaba para salirse con la suya, pues, para su gusto, eran demasiado persuasivos.

Eran las ocho de la mañana y el sol ya estaba muy alto. Se habían despedido afectuosamente del mujtar y de su familia, con el compromiso de hacerles llegar la cura. De nuevo, estaban subidos en los camellos. El padre Ubach lucía una sonrisa de satisfacción porque sabía que dentro de la cámara de fotos se llevaba los ojos de Lía.

Bandoleros, piedras en el camino

Estuvo a punto de pagar muy cara su osadía.

El padre Ubach quería volver de nuevo por el sur del mar Muerto, pero su intención era dar un rodeo mucho mayor que en el viaje de ida.

Eso lo obligaba a meterse en sitios que probablemente no habría pisado ningún europeo. Después de coger las provisiones necesarias —Ubach solía llevar en la mochila pan seco, olivas, higos secos, chocolate, huevos duros, carne cocida si pensaba que podría conservarse, y algunas onzas de comino o té para poder mezclar con agua—, se puso en marcha. El itinerario los llevaba por una vía poco transitada que rodeaba un acantilado cautivador, pero de una belleza salvaje. Fueron por el lado izquierdo, y al cabo de una hora larga de bajada llegaron al lecho seco del torrente.

Era mediodía y después de una plácida travesía, en una curva de la torrentera, un estruendo repentino los sorprendió. Parecía que un montón de rocas cayeran montaña abajo.

—¡Virgen de Montserrat! —gritó el monje, que instintivamente hizo el gesto de resguardarse de una lluvia de piedras.

El monje, sin embargo, palideció cuando vio la causa de aquel desprendimiento. Dos beduinos tapados hasta los ojos y con fusiles a la espalda les cerraban el paso mientras les lanzaban con furia puñados de piedras.

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