»Y finalmente les presento a Djayel. Tiene la misma edad que Saleh, pero son la noche y el día. Nadie diría que no ha nacido en el ambiente de una aristocracia refinada, sino bajo las pieles negras de las tiendas beduinas. Es gentil, respetuoso y siempre va limpio. —Aquel día llevaba una túnica de seda ceñida con un cinturón de piel fina y en la cabeza llevaba una kufiyya y un egal elegantísimos—. Es un hombre muy atento. Es decir, que enseguida tumbará al camello en el suelo para facilitarles la bajada si tienen que hacer cualquier cosa.
—De acuerdo, padre Nathaniel.
Pero el procurador interrumpió al padre Ubach:
—Permítanme que les sugiera llevarse a Suleiman. —Y señaló a un chiquillo enclenque que salió de detrás de uno de los camellos para sorpresa de los dos monjes—. Sí, es el más joven. No tiene ni diez años, pero su padre quiere que empiece a aprender el sudor que cuesta el trozo de qurç, el pan de los beduinos, que cada día se come a la sombra de la tienda. —Los dos monjes se miraron, se encogieron de hombros y aceptaron lo que parecía una imposición del padre Nathaniel—. No se preocupen, no les supondrá ningún coste adicional —añadió el procurador.
Suleiman, serio y de apariencia dulcemente melancólica, tenía la mirada de un niño que ha tenido que crecer demasiado rápido, sin tiempo para disfrutar y divertirse como los demás críos de su edad. Parecía ser consciente de aquella situación, a pesar de tener la mirada perdida en el horizonte, donde el sol, un disco cobrizo, empezaba a dar indicios de que quería ocultarse.
El padre Nathaniel se encargaba de gestionar los asuntos económicos en aquella provincia, en representación del arzobispo. Y era inevitable que de un modo o de otro, sin mala fe ninguna, ni voluntad maligna, echase mano de algún trapicheo. Formalizaron el contrato, hicieron el pago estipulado y se despidieron con un apretón de manos.
—¿A qué crees que se debe el cambio en la actitud del procurador? —preguntó Vandervorst a Ubach.
—No lo sé, Joseph. Debe de habernos leído el pensamiento y quizás ha temido que pusiéramos en conocimiento de instancias más elevadas su comportamiento. En cualquier caso, da igual. Tenemos todo lo que necesitamos para ir tras las huellas del pueblo de Israel.
Delante de los camellos y a punto de subir por primera vez, no pudo evitar pensar en aquella fábula de Esopo. El sabio griego decía que cuando los humanos vieron por primera vez un camello, se asustaron y, atemorizados por el gran tamaño del animal, huyeron despavoridos. No obstante, tras unos instantes vieron que era inofensivo y no sólo se atrevieron a acercarse, sino que intentaron domesticarlo, le pasaron una cuerda por el cuello y se lo dieron a los niños para que lo llevaran. La moraleja era muy sencilla: es natural que lo desconocido nos inspire recelo, prudencia y desconfianza. Hay que observarlo e, incluso, tratarlo para perder el miedo y acostumbrarse a ello. Al padre Ubach no le inspiraba ningún temor tener que subirse a aquel animal, al contrario. Le transmitía paz y serenidad. Sobre todo por su andar tranquilo y por sus ojos, grandes y limpios, que le daban una sensación de compañía agradable. Sentados sobre el vientre, los camellos esperaban a sus pasajeros.
La joroba del animal recibió a Ubach como si fuese un sofá cálido y acogedor. Una vez bien sentado, a la señal del beduino, el camello se levantó y la caravana empezó a seguir las huellas del pueblo de Israel. Bonaventura se dejaba mecer sobre el camello, donde se encontraba muy cómodo.
La lentitud que exigían aquellos animales para triscar tanto por terreno llano como por las dunas y por los uadis, torrentes que solían estar siempre secos excepto los días de lluvia abundante, era el ritmo perfecto para estudiar el terreno.
Con una gran manta de ocho vueltas doblada, el biblista había conseguido hacerse un asiento amplio y cómodo sobre las duras barras de la destartalada silla árabe, colocada sobre la gran joroba del animal. Por delante y por detrás, sobresalían dos largos pomos de madera. Utilizaba el posterior como respaldo y el de delante era multiuso: podía usarlo para colgar la Kodak o la cantimplora por ejemplo, pero cuando quería, ataba una amplia lazada en cada extremo y la usaba como estribo donde descansar los pies.
Podía ponerse de cara, de lado, de espalda a los sofocantes rayos de sol, con las piernas separadas, con un pie recogido bajo la otra pierna. Instalado sobre aquel mirador privilegiado, Ubach se zambulló en aquella realidad que se plasmaba en las Sagradas Escrituras para embeberse de la belleza de los rincones y lugares que proporcionaban nuevos detalles y nuevos puntos de vista para explicar los pasajes de la Biblia. Sin embargo, el desierto era cambiante y tuvo que ir doblando y guardando los textos y los mapas porque ante sí se preparaba una tempestad que requería de ellos plena concentración.
Cuando llegó a Puerto Tawfik, su contacto lo informó de que el hombre que buscaba, Saleh, ya no estaba. Mahmud se lo imaginaba: si se ganaba la vida como camellero, debía de pasar muy pocos días en su casa. Efectivamente, Saleh había salido en una caravana que subía al Sinaí y no volvería, como mínimo, hasta al cabo de quince días. Entonces Mahmud se decidió: se adentraría en el desierto, pero no solo, sino con un grupo de beduinos que estaban a las órdenes de un jeque que solía trabajar con los monjes griegos, encargados de gestionar el convento de Santa Catalina y el del Sinaí. Solían transportar todo lo que necesitaban allá arriba. Mahmud salió sólo un día más tarde que la caravana de Saleh hacia el Sinaí. Era la mejor manera de pasar inadvertido y seguir a Saleh hasta un punto donde poder interrogarlo para averiguar dónde guardaba las túnicas.
Dos horas antes de irse, se había levantado un viento que soplaba con mucha fuerza. A la una de la tarde, estaban cargando las barcas que tenían que llevarlos a la costa de Asia. Los tres cuartos de hora que solía durar la travesía remando con un tiempo apacible y un mar en calma se convirtieron en siete minutos. La barca volaba sobre las aguas en dirección a la playa de Schatt. Allí, según habían acordado por contrato, los esperaban camellos y beduinos. El padre Ubach esperaba impaciente el momento de poder pisar tierra firme, ¡más sagrada que nunca! Y eso que se estaba hartando de rezar.
—¡Ya estamos en Asia, gracias a Dios! —exclamó el monje cuando pudo poner un pie en la playa arenosa completamente tapizada por conchas.
No obstante, la tempestad de viento no aflojaba. Incluso les pareció que había empeorado y que las ráfagas doblaban las palmeras, levantaban la arena, lo que hacía que las piedrecitas impactasen en la piel endurecida de los camellos, que llevaban horas quejándose con sonoros gruñidos, a pesar de estar acostumbrados.
—Deprisa, deprisa, cargad los camellos y pongámonos en camino —ordenó Ubach.
A pesar de la adversidad del tiempo, al cabo de unos minutos, las maletas, las cajas y el resto de paquetes estaban atados encima del jamal, el camello de carga, y sus heguins, los camellos corredores o de montar, que habían estado tumbados hasta hacía poco, con el vientre sobre el suelo, arreglados y a punto para recibir el peso sobre las jorobas.
Todo el paisaje estaba envuelto por una espesa nube de arena. Ahora resultaba imposible percibir ningún objeto a unos diez o doce metros. Al cabo de unas tres horas, la travesía se hizo un poco más soportable. A través de una neblina de arena y tierra que no los había abandonado en todo el camino, avanzaban lentamente. Empujada por un viento seco y caliente, dicha nube de partículas en suspensión los envolvía y los había obligado a protegerse la cabeza con un pañuelo y taparse la cara y la boca para no tragarse la molesta polvareda. No obstante, pudieron ver unas sombras verdosas y oscuras. Conforme los camellos avanzaban hacia esos cuerpos opacos, pudieron abrir un poco más los ojos rodeados por una corteza arenosa y distinguir un gracioso grupo de palmeras: llegaban a un oasis.
El oasis de Uyun Musa o las fuentes de Moisés. En mitad de aquel secarral, emergía, como si fuese un espejismo, el esplendor de aquel verdor de un palmeral exuberante. Ubach pensó que, francamente, esas islas de vida en medio de la más absoluta aridez merecían ser calificadas como auténticos milagros.
Mientras su camello hundía las pezuñas cansadas en una tierra que quemaba, no pudo evitar pensar en aquella historia que había leído en su celda de Montserrat. Era la historia de un profesor y un grupo de alumnos que organizaron una expedición al desierto para poder estudiar in situ las formas de vida que habitaban en un lugar tan inhóspito. Se pasaron semanas observando el entorno, recogiendo muestras… Una vez hecho el estudio, cuando ya se disponían a volver, los sorprendió una tormenta de arena que los desorientó. Convencidos de que sería muy difícil que alguien los encontrase, se aventuraron a intentar volver a pie por el desierto. Pasaban los días y las provisiones se acababan, y los alumnos y el profesor sólo veían arena y más arena si miraban hacia el horizonte. Un día, a uno de los chicos que no perdía la esperanza le pareció descubrir una pequeña mancha verde a lo lejos.
—¡Mirad, mirad! —gritaba—. ¡Allí delante veo vegetación! ¡Es un oasis! —aseguraba—. Allí encontraremos ayuda.
El resto de estudiantes se levantaron, y haciendo una visera con la mano sobre los ojos, miraban hacia el horizonte. Vislumbraron aquella vegetación y se convencieron de que su salvación estaba cada vez más cerca. No obstante, el profesor estaba quieto y callado, y los miraba apesadumbrado. Después de un buen rato de meditación, dijo:
—Eso no es un oasis, es una alucinación fruto del cansancio, el calor y la falta de alimentos. La deshidratación y el deseo de salvaros os hacen ver vegetación allá donde sólo hay arena. Tenemos que seguir el camino que señala la brújula hacia la población más cercana.
Los estudiantes intentaron convencer en vano al profesor, que se mantenía firme en su decisión. Después de algunas dudas, los estudiantes decidieron encaminarse hacia el oasis, mientras su profesor se quedaba sentado en su duna.
Conforme se acercaban a aquella mancha, la visión se fue haciendo más real, hasta que cuando llegaron, pudieron comprobar con sus propios ojos que sí era un oasis, que calmó su sed y el hambre, y los beduinos que vivían allí les indicaron el rumbo correcto para volver al pueblo.
Una vez recuperados, un grupo de estudiantes volvió a la duna donde habían dejado a su profesor para explicarle que no era un espejismo, sino muy real; sin embargo, su sorpresa fue mayúscula cuando vieron que allí no había nadie. Sólo pudieron ver unas pisadas que se dirigían en dirección opuesta al oasis. Las siguieron hasta donde pudieron, porque a partir de un punto el viento las había borrado. La historia cuenta que cuando los estudiantes volvieron al pueblo, levantaron una estatua en recuerdo a su profesor, y a sus pies se leía la siguiente inscripción: «A quien supo, con firmeza, determinación y sin concesiones, mantener sus propias teorías».
Ubach recordaba esa lectura que tanto lo había emocionado en el momento preciso en que, al pasar por debajo de una palmera, tuvo que bajar la cabeza para que una rama cargada de dátiles no le golpease. La extensión no era nada del otro mundo, pero incluía todo tipo de árboles, algunos de ellos frutales, como granados, algarrobos y olivos, palmeras, tamarindos y mimosas.
Saleh, el guía de la caravana, hizo los honores con los beduinos que habitaban el oasis y que debían cultivar unos huertos que parecían de cebada, trigo y hortalizas.
—Pasaremos la noche aquí y mañana retomaremos nuestro viaje hacia el Sinaí. Nos conviene descansar después del día de hoy.
—De acuerdo —aceptó el padre Ubach, que ya se disponía a bajar del camello para ir a dar una vuelta por aquel lugar lleno de paz y quietud.
Primero echó un vistazo. Después se dirigió hacia uno de los chorros de agua que le daba la bienvenida.
Un pequeño estanque de agua que desprendía un fuerte tufo le hizo arrugar la nariz.
—A pesar del mal olor, esta agua tiene propiedades curativas —le dijo un viejo beduino que estaba sentado bajo una palmera con un saco de dátiles.
—Salam aleikum —lo saludó Ubach—. Había oído que el agua de los oasis no era sólo agua, sino que tenía propiedades curativas.
—Aleikum as-salam! No siempre, pero la de este sí —le aseguró el habitante del desierto.
—¿Usted la ha probado? —se interesó el monje, que no acababa de estar seguro de que aquella agua fuese potable.
—¿Cómo? ¿Me pregunta si he bebido agua de este estanque? No, no me ha hecho falta; pero, al parecer, quien lo ha hecho no sólo ha saciado su sed bebiéndola, sino que también se le ha curado cualquier dolencia o herida que pudiese tener. Por eso, según lo que explican las leyendas, los oasis eran antes una de las principales fuentes de riqueza y a su alrededor se levantaba un pequeño núcleo comercial al que acudía gente de todos los rincones del reino para probar aquella agua. Si quiere, pruébela usted mismo… —El beduino no se quedó a comprobar si aquel occidental le hacía caso o no. Se cargó el saco lleno de dátiles a la espalda y desapareció.
Ubach paseó la mirada por aquellas aguas, repugnantes tanto a la vista como al olfato. Una ligera y finísima capa de arena cubría la superficie de aquella balsa y se podía ver una cantidad considerable de cáscaras de un pequeño insecto negro que acababa de darle un aspecto de putrefacción que no invitaba a probar ni un sorbo. Y eso a pesar de que el padre Ubach no podía quitarse de la cabeza que, según el libro del Éxodo, el agua de aquel oasis había calmado la sed del pueblo de Israel, ya que Moisés lo detuvo en aquel lugar para beber. En cualquier caso, tenía un sabor tan amargo que no pudo beber ni una gota.
Porque, de hecho, de la decena de fuentes que manan, sólo dos son potables.
Al final, no pudo contenerse, se puso de rodillas y hundió los labios en aquella balsa de agua que en otro tiempo quizás hubiera sido cristalina. Tuvo que escupirla inmediatamente: no se podía beber. No obstante, estaba convencido de que aquel oasis era el lugar donde el pueblo elegido se había detenido obedeciendo a su líder.
Abandonó la idea de beber de las aguas que, según le había asegurado el beduino, eran curativas. Ubach no dudaba de que los beduinos las bebiesen ni de que incluso pudieran hacerles algún efecto (no nocivo, por supuesto).
Buscó una sombra para entregarse al estudio de los textos sagrados hasta que la luz menguó tanto que las letras le saltaban por la página como si fueran hormigas. Guardó los libros, las notas y volvió caminando tranquilo hasta donde habían montado un pequeño campamento.