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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (17 page)

BOOK: El arqueólogo
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El archimandrita los llevaba a la basílica para poder ver el relicario de santa Catalina y la capilla de la zarza incombustible. Entraron por la puerta del nártex, con los relieves ricos y variados de arte bizantino, y vieron ante sí las tres naves de la iglesia. Empezaban a recorrer la nave central, a mano izquierda de la iconostasis, el muro que separaba el santuario de la nave, cuando Ubach lo vio. Era el retablo de santa Catalina pintado por un catalán, Bernat Manresa. Y así constaba en una inscripción en la tela, bajo la imagen de la santa, en caracteres góticos catalanes: «Aquest retaule fiu fer en Bernat Manresa ciutadà de Barcelona consol dels cathalans en Damasc en lan MCCCLXXXVII2».

Ubach se quedó un rato observando aquella tabla catalana. En los dos lados superiores se veían dos escudos de forma apuntada. Uno llevaba las cuatro barras catalanas y no tuvo ninguna duda de que se trataba del escudo de Barcelona. Le costó verlo porque estaba un poco borrado, y en la parte baja, también a mano derecha, se veía otro de forma apuntada donde destacaban dos aves, dos guiones de codornices. Ubach creyó que eran una referencia al escudo de la persona que había hecho aquella valiosa donación.

—¿Cuánto me pide? —Ubach no se lo pensó dos veces y tentó al archimandrita sin miramientos.

—¡Jamás! —le contestó inmediatamente, como si hubiese activado un resorte—. Jamás venderemos nada de este monasterio. Y mucho menos todavía los objetos que se guardan dentro de la basílica.

Ubach no se amedrentó y contraatacó:

—¿Y si le presentase a un comprador que ofreciese cinco mil francos?

—Ni siquiera así lo venderíamos.

—¿Ni por diez o veinte mil francos?

—Por nada del mundo, ni éste ni ningún otro cuadro —sentenció tajante el griego mirando el resto de cuadros colgados en las paredes de la nave central—. Me sorprende que me haga estas insinuaciones, aquí, en sagrado —contestó con recelo, evidentemente molesto.

—Perdone, padre Macarios, pero hay precedentes de otras ventas más escandalosas —se disculpó Ubach.

El archimandrita lo miró desafiante.

—Tengo entendido que alguien compró y se llevó a Rusia aquel códice escrito con caracteres unciales sobre piel de gamo, conocido como Codex Sinaiticus, que no hace mucho estaba en las baldas de vuestra biblioteca. ¿Me equivoco? —preguntó Ubach, quien, en tono conciliador, zanjó el tema—. Entiendo, no obstante, su rechazo después de perder aquel preciosísimo manuscrito bíblico. Lamento habérselo preguntado. Le pido perdón —aceptó Ubach.

—De todos modos, no es a mí a quien debe hacerle la propuesta, sino al arzobispo del Sinaí, quien reside en El Cairo, y a quien usted ya conoce, Porfirio Logothetes.

Ubach tomó nota mentalmente de la sugerencia del archimandrita; si se terciaba, se lo expondría al arzobispo, a la vuelta.

Entretanto, la conversación los había llevado casi delante del baldaquino de santa Catalina. Unas columnas sostenían el tejido de seda, con colgaduras bordadas en oro y plata y con incrustaciones de piedras preciosas, que formaba un techo sobre el altar, suspendido en el aire. Allá reposaba el cuerpo de la santa, o lo que quedaba de él, que ahora se disponían a venerar. Antes de hacerlo, debían cumplir con unos rituales de los que se ocupó el monje sacristán que custodiaba las reliquias. Entre dos cirios encendidos y después de esparcir incienso, retiró la tapa de uno de los dos relicarios de oro para que Ubach y Vandervorst pudiesen venerar y besar aquellos venerables restos. En uno de ellos, sólo pudieron ver el brazo de la santa, todavía cubierto de piel reseca, y los dedos de las manos adornados con diversos anillos de gran valor. En el otro, estaba el cráneo totalmente ennegrecido y coronado con una diadema preciosa. Después, el padre sacristán, siguiendo una costumbre centenaria, les ofreció un poco de algodón que había tocado el Santo Tesoro y, a continuación, les hizo un regalo.

—Estos anillos son para ustedes —les dijo, ofreciéndoles dos anillos que sacó de una cajita.

El biblista de Montserrat y el sacerdote belga aceptaron aquel anillo de plata. Sobre esmalte azul y alrededor del círculo, se podía leer el nombre de la santa en griego. Era una réplica del anillo de santa Catalina. «Será una pieza importante para el Museo Bíblico», pensó Ubach.

Se dirigieron a la parte más profunda de la basílica, donde los primeros monjes solitarios levantaron una pequeña capilla en un lugar sobrenaturalmente memorable, la de la zarza incombustible.

Ubach empezaba a sentirse embargado por una emoción indescriptible.

—Tengan la bondad de acompañarme, por favor. —El archimandrita los hizo pasar por una especie de sacristía—. Antes de pisar el lugar sagrado, les ruego que se descalcen.

La emoción iba en aumento. Un hombre como él, estudioso de la Biblia, estaba a punto de ver la zarza que, sin consumirse, había inflamado el fuego del Espíritu Santo.

La experiencia lo emocionaba tanto que, después de bajar tan sólo tres de los escalones que llevaban a aquel pequeño santuario, a Ubach se le escaparon unas cuantas lágrimas por la mejilla, que le empañaron las gafas. El recogimiento y la veneración que le inspiraba la santidad del lugar no le permitieron repasar con curiosidad los objetos que lo adornaban.

Tenía los ojos casi anegados por las lágrimas, pero pudo ver el techo completamente cubierto de ricos tapices de Persia, preciosos baldosines esmaltados que cubrían las paredes, lámparas de plata, mosaicos de oro, retablos e iconos que embellecían un lugar tan sagrado. Hizo una genuflexión delante del tabernáculo de la zarza y rezó un padrenuestro antes de salir al exterior de la basílica, donde lo asaltaron la desilusión y el desengaño.

Justo al lado de la capilla, los monjes cultivaban con gran cuidado la zarza de la que habla el Pentateuco. Ubach cogió unas hojas pensando que podría mostrarlas en el museo. Mientras arrancaba un esqueje, sintió una voz detrás de él que decía:

—Abuna, no se moleste. —Era la voz de un beduino flaco y de cierta edad.

—¿De qué está hablando? —respondió extrañado Ubach, quien trataba, sin éxito, de arrancar unas ramitas.

—Esas zarzas no son autóctonas de nuestro país.

—¿Cómo dice? —preguntó girándose hacia el beduino.

—Así es, abuna. Fíjese en las demás zarzas que pueden verse por esta región. Este tipo de zarza no crece en todo Egipto ni en la península del Sinaí. Sus hermanos monjes transplantaron aquí estos matojos. Yo mismo los ayudé cuando los trajeron de Europa.

—¿Me está usted diciendo que este ejemplar transplantado aquí —y señaló aquellos matojos secos, retorcidos y amarillentos— no representa en modo alguno ni el ejemplar ni la especie de aquel donde se apareció el Señor a Moisés? —El viejo beduino movió un par de veces la cabeza asintiendo a lo que acababa de deducir el propio Ubach—. Gracias, buen hombre, muchas gracias, pero, de todos modos, me llevaré un trocito de recuerdo.

—Como usted quiera —concedió el beduino, y cuando Ubach se giró con las hojas en las manos, ya había desaparecido.

A pesar del desengaño, Ubach concedió cierta credibilidad a lo que acababa de explicarle aquel árabe, porque sabía que la teoría más extendida entre los estudiosos era que se trataba de una señal, una especie de acacia espinosa. De hecho, era el árbol que más abundaba en la península, y cuando eran pequeños, casi siempre formaban un matojo abundante con un ramaje muy tupido que salía del suelo. Y las zarzas que acababa de arrancar no eran así. El monje sabía que contrastar las Sagradas Escrituras podía llevarlo a ese tipo de reveses; los pillaba al vuelo, pero eso no le hacía perder ni una pizca de su fe. Sólo él sabía lo que había sentido al entrar en aquel pequeño santuario, al fondo de la basílica. En cambio, Vandervorst tenía un argumento más para tomar una determinación definitiva.

Confesiones

Envuelto en un silencio profundo y con un color rojizo que empezaba a recortar la silueta de los picos escarpados que dominaban el torrente, el monasterio se iba despertando gracias a la frescura del aire del alba. A las seis de la mañana, después de rezar, Ubach y Vandervorst, acompañados de Theoktistos, salían decididos a iniciar el ascenso de aquellos riscos gigantescos que, rectos y empinados, amenazaban con desplomarse sobre el atrevimiento de aquel que osase escalarlos. La subida llevaba tiempo castigando las pantorrillas de los excursionistas ya que era empinada y recta, y los escalones, altos y toscos. El aire frío de aquellas alturas les acariciaba las mejillas sonrojadas y les aliviaba el cansancio incipiente que empezaba a reflejarse en los soplidos que soltaban y en las gotas de sudor que les resbalaban por la frente. Decidieron reposar un rato al lado de un olmo de ramaje frondoso y tupido que daba sombra a una fuente estratégicamente situada en aquel punto de la ascensión. Mientras tragaban el agua fresca de aquella fuentecilla, el sol se había alzado ya sobre el horizonte y les permitía ver que aquellas rocas desnudas y descarnadas, antes azulonas y oscuras, habían tomado un color más claro y rojizo. Retomaron la marcha que ahora transcurría por una senda más amplia, y ante ellos se abrió un gracioso valle. En el medio, se levantaba, intrépido, un ciprés enorme que se atrevía a hacer la competencia a las rocas afiladas que se precipitaban por aquellos parajes. Cerca del árbol, estaba la capillita de San Elías para recordar la visita del profeta a la montaña y la aparición que según los libros sagrados había presenciado. Se sorprendieron al encontrar, a la izquierda de la capilla, a un viejo eremita que estaba dentro de una pequeña cueva excavada en la pared de la montaña, que no tenía ni un metro de altura ni dos de anchura.

—¡Buenos días! —lo saludó Ubach.

El eremita abrió los ojos, que estaban vidriosos y llenos de legañas.

—Buenos días —respondió con voz débil, como si acabara de despertarse de un sueño profundo.

—No debe de ser nada fácil vivir en esta cueva.

—La vida no es fácil, ni aquí ni en ninguna parte —respondió—. No obstante, no lejos de aquí, Moisés pasó en dos ocasiones cuarenta días de ayuno rigurosísimo antes de recibir las Tablas de la Ley.

—Tiene mucha razón.

—Las facilidades son pequeñas victorias a las dificultades —observó el ermitaño—. Si todo fuese fácil y nada nos costara esfuerzo, cuando consiguiésemos algo, no lo apreciaríamos. Y si no, ya me lo dirán cuando lleguen arriba. Encontrar el camino trillado no es nada bueno. Cada uno debe desbrozárselo. Permítanme que les explique una historia. Tienen tiempo, supongo. Al fin y al cabo, a la cima llegarán antes o después, ¿no?

—¡Claro que sí! Adelante, por favor, le escuchamos.

—Conocí a un maestro que al acabar sus clases, siempre explicaba una parábola a sus alumnos, pero ellos no siempre entendían el significado. Un día, antes de acabar las clases, uno de los alumnos le dijo:

»—Maestro, muchas veces nos explica cuentos, pero nunca nos dice su significado.

»—Lo siento mucho y te pido perdón —respondió humildemente el maestro. Añadió—: Déjame que para enmendar mi error te invite a comer un jugoso melocotón de este melocotonero que crece en medio del patio.

»—Muchas gracias —contestó el alumno visiblemente halagado y contento.

»—Y para que veas que te lo digo de todo corazón, te querría pedir que me dejaras pelarte el melocotón.

»—Qué honor, muchas gracias, maestro —le respondió el alumno un poco desconcertado.

»—Y ya que estamos en ello y tengo el cuchillo en las manos, ¿me dejarías cortarte el melocotón en trozos?

»—Me encantaría…, pero no querría abusar de su amabilidad —respondió perplejo.

»—Al contrario, no es ningún abuso, si yo te lo ofrezco. Sólo quiero complacerte. Y para que lo veas… —mientras hacía el gesto de ponerse un trozo de melocotón en la boca—, si te parece bien, te lo masticaré antes de dártelo, para que te resulte más fácil de digerir…

»—Oh, no, maestro, no. Me parece excesivo. No me gustaría nada que lo hiciera —dijo el discípulo sorprendido y molesto—. No es necesario, de verdad que no.

»Entonces, el maestro le dio un mordisco al trozo de melocotón, hizo una pausa y le dijo:

»—Pues si te desgranase el significado de un cuento, sería como si te diera la fruta masticada.

El ermitaño hizo una pausa y les dijo:

—Ya lo saben: si quieren evitarse dificultades y dolores de cabeza, no esperen a que se las solucionen, espabílense. No obtendrán ningún beneficio personal si antes no ha habido un sacrificio.

Le agradecieron el consejo y Ubach, Vandervorst y Theoktitos se despidieron del ermitaño iniciando el camino hacia la cima. Un camino, duro y pedregoso, que subía y serpenteaba por un paraje y que los llevó a cruzar dos portaladas. El umbral de una de las puertas recordaba a los peregrinos, como Ubach y Vandervorst, que sólo se permitía subir a la Montaña del Señor a aquellos que tenían manos puras y un corazón limpio. Por eso, en la primera puerta, se encontraron con un sacerdote.

—Buenos días nos dé Dios —les saludó un capellán flaco y con la piel curtida por el sol y el frío—. Estoy dispuesto a escuchar sus confesiones como penitentes.

Ubach y Vandervorst accedieron a su petición y se confesaron. En la segunda puerta, unos cuantos metros más arriba, había otro sacerdote, a quien entregaron una especie de comprobante de que habían pasado por la primera puerta y de que se habían confesado, requisito necesario para poder seguir subiendo la montaña.

Cada veinte o treinta pasos se detenían para mirar atrás y observaban a vista de águila, entre admirados y asustados, la capillita de San Elías y el grupo laberíntico de rocas y montañas aterradoras que los rodeaban por todas partes.

Con las pisadas de los zapatos, el sendero escarpado se hacía más agradable porque el suelo desprendía un olor boscoso de mil aromas y delicias, ya que estaba cubierto por completo de plantas aromáticas: el jadé —una especie de poleo—, el zatar —un tomillo de hoja grande sin tanta espina pero con un olor penetrante— y, sobre todo, el murr —la mirra que provenía de la resina del arándano—, que se encargaban de embalsamar el aire fresco y puro que les entraba por la nariz y les llenaba los pulmones.

Cuando el sol estaba muy alto, llegaron a la cima de la montaña. Habían alcanzado la cumbre: los 2.244 metros. Ubach no podía creerse que estuviera caminando por encima de las mismas piedras sagradas que un día el gran Moisés pisó mientras hablaba con Dios. Por su cabeza y su corazón pasaban tantas ideas y tantas emociones que no podía estar quieto y daba vueltas por aquel lugar santísimo que tantas veces se había imaginado mientras leía las páginas de las Sagradas Escrituras. Y allí estaba ahora. El aire era más puro, el cielo estaba más abierto y tenía la sensación de que Dios estaba más cerca. El respeto y la veneración que le inspiraba la cumbre de la Montaña Sagrada le llenaban de tal modo que ni siquiera le costaba respirar, como al resto de sus compañeros. Vandervorst y Theoktistos, apoyados contra la pared de la capilla de Santa Egeria, intentaban recuperarse del último y empinado tramo de la subida.

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