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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (20 page)

BOOK: El arqueólogo
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Ahora que llegaban a Áqaba, Ubach recordaba la conversación que había tenido con el responsable de los monjes del Sinaí. Aunque ya les habían advertido del peligro, él quería seguir el itinerario bíblico. Les daba la bienvenida un grupo de construcciones miserables, edificadas con ladrillos secados al sol, y de otras casitas hechas con bloques de granito que se unían unos a otros con barro. El jamsin, un viento caliente y seco, silbaba por las cuatro calles angostas que iban a parar a la cima de uno de los edificios que sobresalían. Era la fortaleza medieval, que no sólo había resistido el embate del desierto y el paso del tiempo, sino que también había tenido que hacer frente a los ataques de Saladino o de Renard de Chatillon. El sonido de una corneta rasgó el aire espeso.

Provenía de una de las cuatro torres de aquel castillo decadente y derruido que todavía se mantenían en pie. Era un pequeño destacamento de soldados otomanos, una guarnición que el Gobierno turco había enviado a aquel lugar con el doble propósito de proteger las caravanas de Egipto y Siria que se detenían en Áqaba para continuar juntas su viaje hacia La Meca y, sobre todo, de hacer ostentación de su poder y autoridad ante las tribus árabes del entorno.

Ubach se dio cuenta de que la convivencia no debía de ser fácil y que el tira y afloja con alguien tan polémico como el jeque Hassan debía de exigir al gobernador de Áqaba importantes dosis de diplomacia, clave para mantener la estabilidad en una zona peligrosa de por sí.

Ubach y sus compañeros se detuvieron bajo la sombra de un palmeral a la espera de poder hablar con el kaimakan, la autoridad local, una especie de gobernador que dependía de Constantinopla y de Jerusalén. Tenían que renovar los permisos y cambiar los camellos con él. Alertado por el sonido estridente de la corneta, un criado del kaimakan salió a recibirlos y los guió hacia un porche dentro de la casa del gobernador. Los hizo pasar por una puerta que se abría a un patio donde había una mesita de café hecha totalmente de hierro.

—Por favor, tomen asiento, el gobernador vendrá enseguida —los invitó el criado—. Mientras lo esperan, pueden tomar té o café. —Y desapareció por otra puerta.

Ubach no sabía qué pensar de toda aquella amabilidad y cordialidad. ¿Aquél era el gobernador que junto con el jefe Hassan regulaba la vida de aquel territorio con tiranía y despotismo? No quería sacar conclusiones precipitadas antes de haberse entrevistado con el gobernador, pero, de entrada, las sensaciones que lo acompañaban eran positivas. Todavía no habían acabado de servirse el café cuando volvió a entrar el criado. En esa ocasión lo hizo acompañado del gobernador, que entró sonriendo y flanqueado por otras dos personas, el alto comisario de la policía y un traductor.

Así se lo explicó el encargado de actuar como intérprete. Resultaba que el gobernador —joven y apuesto— había llegado hacía poco de Constantinopla y no sabía ni una palabra de árabe. Mientras sorbía a traguitos pequeños la taza de café o de té, le enseñó todos los documentos, salvoconductos y pasaportes. El kaimakan lo revisó todo de arriba abajo; Ubach, astuto como un zorro, se guardaba un as en la manga. Se guardó su triunfo para el final: la carta de recomendación especial escrita en turco por el gobernador militar de Jerusalén. Ubach sabía que era la autoridad de la que dependía directamente el kaimakan, y por eso esperaban un trato exquisito. El gobernador, que se leía la carta atentamente, era consciente de que los dos religiosos podían quejarse de él o alabarlo ante el gobernador militar en función del trato que recibiesen.

Cuando acabó de leer, dobló el papel y en un tono pausado y en un turco exquisito se dirigió al padre Ubach, que no dejaba de mirarlo mientras el intérprete le traducía sus palabras:

—El kaimakan dice que no les faltarán camellos de refresco para proseguir con su viaje hacia Maan y Petra. Sólo tienen que pactar el precio —explicó el traductor. Después de un breve regateo, consiguieron pagar una guinea, unos veinticinco francos, por camello hasta Maan.

—Perdone, Excelentísimo Señor. —Ubach pidió la palabra y el gobernador se la concedió inmediatamente con un gesto—. Querríamos saber si hay algún peligro real de que el temido jeque Hassan nos ataque. Sabemos que primero su padre y después él exigen pagos muy elevados para pasar por su territorio y que si no se abona una cantidad de doce libras esterlinas o doscientos cincuenta francos, corremos el riesgo de no poder contarlo y morir en el intento. Por eso, nos atrevemos a pedirle si podríamos contar con la escolta de soldados para cruzar su territorio hasta Petra a fin de hacer frente a la amenaza del temido jeque Hassan.

—El kaimakan dice que no tienen de qué preocuparse, pues, según sus noticias, el jeque no está por Áqaba estos días, pero que de todos modos telegrafiará a Maan para que envíen un grupo de cuatro soldados que los escolten. Dice que lo siente mucho, pero que los que están en la fortaleza no pueden salir.

Ubach agradeció la buena, o mejor dicho, la excelente disposición del gobernador, y después de beber unos vasos más de café y de hablar sobre los motivos del viaje y de algunas anécdotas del periplo bíblico, el criado los condujo hasta sus modestas habitaciones.

Al cabo de dos días, la escolta todavía no había llegado. Ubach estaba impaciente por proseguir el viaje, porque en Áqaba, una vez visitadas las ruinas y después de recoger unas cuantas conchas de la orilla del mar y algunas muestras florales que había guardado en la caja de herborizar, no había nada más que hacer. El sol se había alzado rápidamente aquella mañana, y al padre Ubach se le agotó la paciencia. Se dirigió a los camelleros y les comunicó su decisión.

—Nos iremos sin escolta —dijo tajantemente.

—¿Cómo dice, abuna? —reaccionaron con sorpresa al mismo tiempo los beduinos.

—¿Y la escolta? —apuntó Vandervorst.

—Lo que oyes —respondió con determinación el monje—. Nos encontraremos con esos soldados, con la escolta, a medio camino. Tampoco deben de estar tan lejos —respondió Ubach—. Así avanzaremos camino.

—Pero no tendríamos que aventurarnos solos por unos territorios que están regidos por otras tribus sin permiso y sin protección —sugirió Djayel.

—¿Qué tribus? —quiso saber Ubach.

—De camino hacia Maan y Petra, entraremos en las tierras de los haueitat —corroboró Id, que sabía de lo que hablaba.

—¿Y dónde empieza el territorio de los haueitat?

—A unas tres horas hacia el norte.

—No hay otro camino para llegar a Maan, ¿verdad? —preguntó Ubach.

—Sí, tiene razón, pero es una temeridad que podríamos ahorrarnos —admitieron los beduinos y el sacerdote belga.

—Entonces, preparad los camellos e iremos pasando. Ya veréis que antes de recorrer el equivalente a tres horas de camino, habremos encontrado a nuestra escolta, tened confianza.

Antes de irse, Ubach hizo una visita a las excavaciones que una expedición del Museo Británico, dirigida por el ilustre arqueólogo Leonard Woolley, estaba haciendo cerca de la fortaleza del kaimakan. Un grupo de beduinos y un grupo de jóvenes británicos, una docena de personas en total, trabajaban bajo aquel sol ardiente a las órdenes de un hombre de complexión atlética, vestido de manera impecable e impoluta a pesar del polvo que rodeaba toda la escena.

—Buenos días. —En medio del sonido de palas y picos, Ubach dirigió un saludo a sir Leonard, que se levantó el ala del salacot que llevaba calado hasta las orejas para ver mejor a quien lo saludaba y se giró hacia aquel joven monje.

—¿Cómo va, padre, qué lo trae por estas tierras?

—Lo mismo que a usted, sir Leonard —respondió en un inglés perfecto el padre Ubach—. El estudio del éxodo de los judíos desde Egipto por la península del Sinaí hasta la Tierra Prometida. —El inglés se sorprendió de que aquel monje lo conociese.

—Conozco su trabajo y he seguido sus publicaciones después de excavar en el uadi Halfa, en la frontera entre Sudán y Egipto —añadió el monje.

Woolley se hinchó de orgullo y Ubach mencionó sus reseñas.

—Veo que está al corriente de mis excavaciones. No obstante, ¿puedo preguntar por qué estudia usted también la huida de Egipto de los israelitas?

—Mire, pretendo contextualizar los textos sagrados, traducirlos a mi lengua, el catalán, y fruto de este viaje que sigue las huellas del pueblo de Moisés, recoger todo el material posible para abrir un museo bíblico en la montaña de Montserrat.

—Muy interesante —reconoció Leonard Woolley—. ¿Y va solo? Porque a nosotros nos acompaña el capitán Stewart Newcombe y un destacamento del Ejército británico.

—A nosotros ahora nos escoltará una representación de soldados turcos —aclaró Ubach, y volvió al tema que más lo preocupaba, que no era precisamente la seguridad—. ¿Quizá podría cederme alguna pieza de su actual campaña en Áqaba? —propuso medio en broma a Woolley. Sabía que era imposible, pero tenía que probarlo.

—Sí, desde luego, por qué no —le contestó sonriendo.

Ubach no podía creérselo.

—Me ha caído bien, padre, y como, de hecho, perseguimos el mismo objetivo, deberíamos ayudarnos, ¿no le parece? Venga, acompáñeme. —Y Woolley hizo un gesto al monje para que lo siguiese hacia una carpa donde Ubach supuso que guardaban sus hallazgos—. ¿Así que se ha leído mi informe sobre el uadi Halfa? —quiso saber el arqueólogo.

De repente, Ubach entendió aquella buena predisposición del sir británico. Se deshizo en elogios hacia el trabajo y las aportaciones que había hecho, y Woolley no tardó en mostrarle algunas de las joyas que habían conseguido desenterrar de las entrañas del desierto.

—Hemos hallado restos de muralla de piedra antigua de la fortaleza que rodeaba Elat, el pueblecito sobre el que se edificó Áqaba y que a principios del siglo VII marcaba por esta parte de Arabia la frontera del Imperio bizantino…

—…y era como el centinela avanzado del cristianismo de Occidente —añadió Ubach.

—Así es, padre —dijo Woolley, sin ocultar la admiración que le producía el monje, mientras se acercaba a una de las cajas y sacaba dos piezas—. Le doy un par de fragmentos para su museo —le ofreció desinteresadamente.

Le regaló dos muy significativas con inscripciones y dibujos.

—Oh, se lo agradezco —le dijo Ubach—. Las trataré como se merecen. Y por supuesto, constará que es una donación suya, sir Leonard.

Acabaron de repasar sus hallazgos, así como las etapas que tenía previsto seguir la caravana del padre Ubach. Cuando volvía hacia el palacio del kaimakan, no pudo evitar fijarse en uno de los jóvenes británicos que no estaba con los demás trabajadores de la excavación. Le llamó la atención que estuviese sentado a la sombra de una acacia, apoyado con la espalda contra el tronco del árbol, con un bloc de grandes dimensiones y un lápiz en las manos. Parecía que tenía la mirada perdida en el horizonte, y Ubach se acercó.

—Buenos días, ¿qué tal? —dijo en un tono entusiasta.

—Bien, ¿y usted? —dijo el chico sin mirarlo, desganado.

—¿Cómo te llamas? —quiso saber Ubach.

—Thomas, Thomas Edward Lawrence, pero todo el mundo me llama Lawrence —puntualizó.

—Hola, Lawrence. Yo me llamo Bonaventura Ubach. Estaba hablando con su director, sir Leonard, y me ha sorprendido verte aquí solo, mientras el resto de tus compañeros trabaja en las excavaciones.

—Hum… —farfulló sin soltar el lápiz de carbón.

—Es un paisaje único que vale la pena inmortalizar —le apuntó Ubach mientras asomaba la cabeza por encima del bloc para ver qué dibujaba.

—Hum… —soltó el chico de nuevo con desgana, sin levantar la vista de la hoja de papel—. Sí, sí, unos parajes cautivadores.

Ubach levantó las cejas al darse cuenta de que estaba dibujando el castillo, la fortaleza del kaimakan.

—Ese castillo es imponente y… —aseguró Ubach paseando la vista entre la construcción original y los trazos de carbón— ¡lo has trasladado al papel casi como si fuese un retrato, con todos los detalles, incluidos los soldados! —acabó observando.

—Es una plaza fortificada excepcional, una de las construcciones militares más completas que he visto hasta ahora —reconoció el chico.

—¿Qué quieres decir? ¿Has visto alguna fortificación más?

—Sí, casi una docena. —Y en aquel momento dejó el dibujo que estaba acabando de hacer y, levantando el resto de hojas del bloc, pasó revista a las fortalezas que había plasmado en el papel con todo lujo de detalles y con anotaciones en los márgenes.

—¿Y sólo haces este tipo de dibujos, Thomas?

—Sí, señor, es mi trabajo —respondió volviendo a su tarea.

—Muy bien, Lawrence, no te molesto más y te dejo trabajar.

—Oh, gracias, padre, pero no me molesta en absoluto, me gusta hablar con usted, pero es que ésa es mi principal ocupación, así me lo encargó el capitán Newcombe.

Hacía rato que lo sospechaba, pero ahora Ubach lo entendió todo. La principal afición del joven Thomas Edward Lawrence consistía en dibujar las edificaciones militares, incluidas las de los otomanos, y no lo hacía porque fuese un enamorado o un estudioso de aquellas construcciones, ni tan sólo porque tuviese más habilidad que sus compañeros de grupo. Oficialmente, la expedición pretendía, tal y como le había explicado Woolley, estudiar el éxodo de los judíos desde Egipto, pero Ubach se dio cuenta de que el verdadero objetivo de la expedición era dar una apariencia respetable a la actividad artística de un joven Lawrence que, en realidad, servía para obtener información sobre el Ejército otomano, que tenía una representación notable y nutrida en la región.

—¡Venga, va, pongámonos en marcha! —Ubach animó a todo el mundo, y en poco más de media hora ya se habían subido a las sillas y se despedían del kaimakan, que no pudo contrarrestar la determinación de aquel monje.

Con los binóculos en la mano para vigilar a derecha y a izquierda que no apareciese en el horizonte ninguna silueta de algún malhechor que pudiese sorprenderlos, el padre Ubach encabezaba una vez más la caravana, siguiendo las huellas bíblicas por la monótona llanura de El Hismé. Y, efectivamente, tal y como había vaticinado, al cabo de menos de una hora de viaje, y antes incluso de acostumbrarse al vaivén de los nuevos camellos, vio tres puntitos en la lejanía. Primero se asustó un poco, y sin que el resto se diese cuenta, el gesto de la cara se le oscureció. De repente, un rayo de esperanza disipó todas las dudas. Tres tipos de porte elegante y orgulloso cabalgaban sobre tres caballos árabes de pura raza.

BOOK: El arqueólogo
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