El asesinato de la Hipotenusa (5 page)

BOOK: El asesinato de la Hipotenusa
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—No... que el capitán huyó a toda pastilla, morado de golpes. Parecía un espantapájaros. Y el hermano... Mamal, Malaquías, me saludó, adiós y gracias y desapareció. Y no lo he vuelto a ver más. —Nico hinchó el pecho como para coger impulso y añadió—: A la mañana siguiente, el hermano de Boris era más famoso entre nosotros que si hubiera ganado la vuelta ciclista a España. Y eso que sólo lo conocía yo..., bueno, yo y María Roja, es decir, María Vilar.

MARÍA ROJA

Nada más entrar en la biblioteca, María agitó la cabeza como para espantar una mosca, y el brillo rojo de su pelo formó una especie de aureola de fuego alrededor de su cara.

Mientras se sentaba en la silla de los acusados, delante de los tres expertos, yo pensaba que María gozaba de un privilegio que no tenía el resto de los testigos: si se ruborizaba por alguna pregunta, a ella no se le iba a notar como a los demás. El rubor era una especie de máquina detectora de mentiras, y a ella no la podrían atrapar por ese lado.

—La profesora de matemáticas... —empezó ella, antes de que nadie le preguntara nada.

Pero el inspector la cortó al instante.

—Ahora no nos interesa la señorita Cinta Olius. Nos interesa el hermano gemelo de Boris. Hablanos de él y de cómo, cuándo y por qué os conocisteis.

María parpadeó durante unos segundos, como si la pregunta la hubiera desconcertado.

—¿No podemos empezar de otro modo?

—María —intervino conciliadora la doctora Kellerman—, deja que el inspector dirija el interrogatorio a su manera.

María se encogió de hombros, resignada, y comentó con una voz neutral, como si recitara una lección aburrida y archisabida:

—Muy bien. Después de la paliza al capitán del Atlético, todo el colegio le preguntaba a Boris por su famoso hermano. Sólo yo y unos pocos más opinábamos que había sido una demostración de fuerza bruta, un acto de cafres típico de los niñatos que no han superado la ley de la fuerza. Y además una acción cobarde por atacar a escondidas y sin avisar. «Una victoria sin peligro es un triunfo sin gloria», leí en un libro sobre Alejandro Magno.

—¿Y cómo se lo tomaban Boris y Nico Ferrer?

—No nos hacían ningún caso. El equipo y la mayoría de la clase aplaudían la gesta, y todos los cursos creían que los dos héroes habían dejado muy alto el honor del colegio. A las que nos atrevíamos a criticar un poco, nos acusaban de pacifistas, feministas, chaladas, bobas... ¡Ellos son así!

—Continúa.

—Entonces Salud Mir, otra compañera y yo organizamos, con el respaldo de un par de profesores, una mesa redonda contra la violencia o sobre la no violencia. Nos llamaron de todo: traidoras, renegadas y otras lindezas por el estilo. E intentaron hacernos el boicot.

—¿Asistieron Nico y Boris? —¡Qué va! Del equipo no vino ni uno. Ni los suplentes. Pero el día del simposio descubrí en la última fila al hermano de Boris. Mi primera impresión fue que era el mismo Boris, no su hermano. Pero luego me fijé mejor y comencé a dudar si era Boris o su hermano. Parecían idénticos, pero al ver su mirada más dura, su piel más oscura, su actitud más adusta y su vestimenta más pobre y descuidada... me convencí de que se trataba del hermano gemelo, de Malaquías.

María se detuvo un momento, y luego continuó.

—Al acabar las charlas, los cuatro gatos del público comenzaron a hacernos preguntas a las que presidíamos la mesa. Entonces, yo me levanté para hablar con él y agradecerle su asistencia. Después de todo era un gesto de buena voluntad que demostraba inteligencia y coraje. Pero ya se había ido.

—¿Y no le viste más?

—Aquella misma noche me llamó a mi casa.

—¿Sabía tu número de teléfono?

—Se lo había dado Boris. Me dijo que no estaba de acuerdo conmigo ni con ninguno de los argumentos que se habían expuesto en la mesa redonda. Que muchas veces es necesario recurrir a la violencia para evitar una violencia mayor. Que un buen puñetazo en favor del débil puede equilibrar situaciones injustamente desequilibradas. Yo respondí que la fuerza bruta nunca está justificada, que es preferible sufrir la injusticia que cometerla, que la violencia genera odio, y el odio es siempre malo. Le repetía las razones expuestas en las charlas: que el odio es un veneno que nos intoxica poco a poco y acaba convirtiéndonos en aquello mismo que odiamos, etcétera, cuando de repente él empezó a hablarme de la profesora de

matemáticas.

—¿De la profesora de matemáticas? ¿A propósito de qué?

—De improviso me preguntó: «¿No me dirás que no le tienes un poco de ojeriza a la Hipotenusa? ¿O es que no son una forma de violencia sus repetidos insuficientes, muchas veces injustos?». Yo me quedé muy cortada, porque, la verdad, un poco de antipatía sí sentía contra ella. A veces pensaba que si explicara mejor o fuera más paciente, se acabarían mis rollos con las matemáticas. «¿No es una violencia», continuó él, «su exigencia exagerada, su falta de compasión? Ella no perdona...» —¿De qué la conocía él?

—Eso mismo me pregunté yo en aquel momento. Pero él me dijo que Boris le había contado cómo lo torturaba aquella mujer con las matemáticas, y comentó que habían decidido darle una lección. Boris creía que si la Hipotenusa no le hubiera tenido manía, habría intentado ayudarle cuando ingresó en la clase con un nivel muy bajo. Yo me asusté, pero él me explicó, riendo: «Se trata de una broma. Sólo utilizaremos la violencia contra las cosas, no contra las personas, y mucha gente se alegrará. ¿Verdad que el rollo de los exámenes os da miedo? Habéis discurseado en la sala de actos que el miedo es malo porque de él pueden surgir el odio y la violencia, ¿no? Pues no os parecerá mal que entre en el despacho de la Hipotenusa, en el colegio o en su casa, y coja las preguntas y los ejercicios con que os amenaza. Son sus armas. Y si le requisamos las armas, adiós violencia».

RODOLFO VIOLENTINO

—¿Y estuvisteis todos de acuerdo con la proposición de robar los exámenes?

Román Veira exhibió una de aquellas sonrisas que tumbaban a sus admiradoras y que le eximían de pronunciar una sola palabra. Pero el inspector y la pareja de sabiondos estaban inmunizados contra sus encantos e insistieron con más fuerza.

—¿Cómo reaccionasteis cuando Boris os dijo, según acaba de declarar María Vilar, que su hermano os proporcionaría el cuestionario de la primera evaluación?

Román intentó de nuevo salir del paso por la cara, con otra exhibición de dientes blancos y hoyuelos en las mejillas. Pero el inspector le echó una mirada más terrible, si cabe, que la que mostraba normalmente, a la vez que chillaba:

—¿Eres mudo, sordo o imbécil?

Y nuestro Rodolfo Violentino de andar por casa comenzó a hablar con voz temblorosa, como si la mirada feroz y los gritos del inspector hubieran quebrado su figurita de porcelana.

—No... nadie...

—¿Qué quieres decir? ¿Que rechazasteis la propuesta?

—No...

—¿En qué quedamos?

—Quería decir que no lo propuso a todo el grupo... Primero habló sólo con María, que ya estaba enterada porque su hermano se lo había dicho por teléfono. María se lo contó a Carlota como un secreto. Y las dos se lo dijeron a Salud y a ése... —Román volvió la cabeza para mirarme, pero yo fingí no darme cuenta, enfrascado como estaba en los apuntes del acta—, Andrés, y después a Nico y a mí...

—¿Tú, el último?

—Más o menos... Nos lo íbamos diciendo, no había un orden fijo... y como todos saben que yo estoy siempre de acuerdo con la mayoría...

—¿Ah, sí...? ¡Mira qué fácil!

—No..., es por solidaridad.

—¿O para ahorrarte el esfuerzo de examinar si la mayoría lleva razón o no y para no tener que intentar, en este último caso, comprender las razones minoritarias?

Román se quedó con la boca ligeramente abierta: al parecer, nunca se le había ocurrido pensar que una minoría, fuera del tipo que fuere, pudiera tener razón, e incluso le preocupaba que alguien pudiera imaginar que él, ¡un chico como él!, pudiera pertenecer a una minoría, cualquiera que ésta fuera.

—Todos dijimos lo mismo, que por nosotros... que bien... que si nosotros no teníamos que hacer nada y él nos traía los ejercicios...

—¿O sea que tú pensaste que, si el trabajo sucio y peligroso lo realizaba otro, podías aprovecharte de los resultados con las manos y la conciencia bien limpias? ¡Claro! ¡Mientras sea otro el que saque las castañas del fuego!

El acusado palideció y empezó a mover la cabeza a izquierda y derecha como buscando unos ojos amigos en los que apoyarse. Los míos no se apartaron un momento de la libreta y de la escritura.

—Yo... hice... como los demás...

—¡Siempre con la mayoría, vaya!

Román asintió sin el menor gesto de duda.

—Pero si la profesora ha sido ases...

El inspector inició su reprimenda en tono alto y truculento, un poco teatral, y se detuvo al comprobar el efecto que producía en el pobre y desconcertado testigo, que se había transformado en un trozo de hielo, tan blanco que parecía transparente. Hasta temblaba.

—Imagínate que la profesora —rectificó el policía con voz firme pero moderada—, por culpa del intruso o a consecuencia del robo, ha sufrido alguna desgracia irreparable... ¿Aceptarás tu parte de responsabilidad en este asunto, de la misma manera que estabas dispuesto a aceptar los beneficios?

—Yo... no soy responsable de nada... —Román estaba cada vez más asustado, muerto de miedo—. Habíamos quedado en que...

—¡Déjate ahora de historias! Si te hubieras negado de plano en el momento en que te lo propusieron, quizá tu negativa habría convencido a los indecisos del grupo, y el ladrón no habría tenido ningún motivo para entrar en el despacho de la profesora, y no habría ocurrido esa desgracia, hasta ahora hipotética.

—Pero... yo no estaba solo... todos dijimos lo mismo...

—¡Ya lo sé! ¡Tú siempre con la mayoría! Pero he oído que las niñas hacen mucho caso de lo que tú dices y haces, que tienes mucha influencia sobre ellas. Según veo, más por tu cara bonita que por tu cerebro.

Esta vez Román se puso colorado como un pimiento.

—De todas maneras —acabó el inspector, como si terminara la demostración de un teorema que los torpes de la clase no habíamos entendido hasta entonces—, el autor del atropello pediría un ayudante para poder entrar por la ventana del despacho. Nuestro bandido generoso, ladrón de exámenes y redentor de condenados al insuficiente eterno, debió de tener un cómplice para actuar con más facilidad y seguridad.

Y Román, en una actuación de actor consumado, hizo un gesto con los hombros de desolada impotencia y puso cara de perfecto despistado.

SALUD PITUFA

—Sí, yo le ayudé a entrar por la ventana del despacho —confesó Salud Mir, Pitufa, mirando fijamente al tribunal de expertos con una sonrisa encantadora, casi como si estuviera relatando una proeza con su voz de clarinete, alegre y segura, que en ciertas ocasiones podía resultar un poco insolente y fuera de tono. Y así era en aquella ocasión.

—Explícate —le ordenó Arveja, sin dejarse impresionar por la seguridad de la chica.

—Es muy fácil —continuó ella con su cara redonda de satisfacción—. La clase llevaba varios días obsesionada con las aventuras y desventuras del hermano de Boris. Y de pronto corrió la noticia de que se ofrecía para ayudar desinteresadamente a los pobres colgados en mates, a los malditos de la Hipotenusa. La verdad es que la evaluación se acercaba a pasos agigantados y no presagiaba nada bueno, pues la misma profesora nos había convocado a una reunión en su casa para prepararnos para el desastre. Aquella oferta era como lanzar una tabla de salvación a los náufragos de Pitágoras. La verdad es, también, que no tomamos muy en serio el milagro que Mamal nos anunciaba por boca de Boris y de María, esa estrecha que se escandaliza de todo. No acabábamos de creérnoslo y nos preguntábamos cómo se las arreglaría para coger los ejercicios y pasárnoslos...

—¡Al grano!

—¡Uy! ¿Cómo quiere que se lo explique, entonces?

—Déjate de tonterías y ve directa al asunto.

—¡Uy! Para mí todo es grano. Más directa no puedo ser. Lo que digo...

—¿Cómo se puso el ladrón en contacto contigo?

—¿El ladrón...? ¡Uy...! ¡Qué palabra! Dicho así...

—¿Cómo lo llamarías tú?

—El hermano de un compañero que quería ayudarnos con un favor... ¡Todos creíamos que sólo se trataba de eso! Que no hacíamos ningún daño a nadie...

—Las cosas no son tan sencillas como imaginabas...

—Sí... no sé por qué, siempre se complica todo...

—No lo compliques más ahora y cuenta de una vez cómo se puso en contacto contigo vuestro ángel custodio.

—Una mañana, justo antes de empezar la primera clase, abrí el pupitre para dejar los libros y encontré en el fondo una carta de Malaquías.

—¿Una carta del hermano de Boris?

—Sí... Al principio pensé que se trataba de una de esas cartitas, medio en broma medio en serio, que los chicos escriben a las chicas... ya sabe... cosas de amigos y de novios y jaleos de ésos. Pero en cuanto la abrí, noté que era una carta especial.

—¿En qué lo notaste?

—Era muy corta, como un telegrama. Sólo ponía: «Si quieres que os ayude, deja abierta la ventana del despacho de la Hipotenusa, el martes por la noche». Y firmaba una «M». Nada más.

—¿Por qué te pedía eso a ti, precisamente?

—Quizá porque yo era la única del grupo que iba dos veces por semana a casa de la señorita Olius. Vivo muy cerca, y ella dijo hace unos meses que necesitaba a alguien para ordenar los libros de su biblioteca, pues los tenía apilados en el suelo sin orden ni concierto desde que se cambió de casa. Y cuando terminé de ordenar los libros, me quedé de jardinera.

—¿O sea que ya no te ocupas de sus libros?

—Ahora sólo colocaba bien los libros nuevos. Los papeles no los he tocado nunca para nada. Ella era una maniática de los ordenadores y tenía la casa llena de programas nuevos y toneladas de papeles y juegos... que no me interesan nada. Para mí son como piezas de rompecabezas.

—¿Y ayer dejaste abierta la ventana?

—En la reunión que ella convocó para animarnos fue todo más fácil.

—¿Más fácil? ¿Por qué?

—Me daba no sé qué aprovecharme de mi trabajo para engañarla, porque cuando estaba en su casa trabajando en la biblioteca o en el jardín, muchas veces me dejaba sola porque tenía quehacer fuera y confiaba plenamente en mí.

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