El asesinato de la Hipotenusa (7 page)

BOOK: El asesinato de la Hipotenusa
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Me senté, rápido, frente a él; a su misma mesa, mientras clavaba los ojos descaradamente en la hoja a medio escribir.

—¡Te he pescado! —me reí—. Escribes cartas secretas de amor en vez de resolver los problemas de la Hipotenusa.

Boris, atrapado, me miró confuso. E intentó ocultar con la mano el trozo escrito.

—No... no... —tartamudeó—. No es nada...

—¿Quién es ella? ¿Verduguilla o María Roja?

—Se trata de otra...

—¿Otra? ¿Salud Pitufa?

—Otra cosa, quiero decir... Se... se trata de otra cosa...

—¡Vamos, tío! ¡No te creo! ¡Déjame ver!

—¡No! —gritó como si lo fueran a matar.

—Puedo ayudarte, si lo deseas... —me di pisto—. Ya sabes que soy el poeta oficial del curso. Capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa.

El argumento pareció interesarle. Puso cara de reflexión, y cuando empezó a hablar, los dedos de la mano que tenía colocada sobre el papel ocultando el escrito iniciaron un movimiento prensil y agarraron la carta hasta convertirla en un manojo de papel que atrapó en el puño.

—Sí... —musitó—, quizá tengas razón... Tú escribes mejor... Y se trata de convencer a alguien con esta carta.

—¿De qué va el rollo?

—Es... algo... que me ha pedido mi hermano...

—¿De qué se trata? —Yo no quitaba el ojo del puño que apretaba el escrito interrumpido.

—Pues... como él escribe mucho peor que yo, me ha dicho que le mande un papel a Salud, pidiéndole que deje abierta la ventana del despacho de la Hipotenusa.

—Yo creía que un profesional como tu hermano no necesitaba ayudantes. ¿No sabe cómo cortar un cristal para meter el brazo y abrir desde fuera?

—No lo sé... yo... ¿Y si resulta que los postigos están cerrados por la noche?

—Bueno... no discutamos. Dame el papel. ¿Qué pongo?

—¡Lo que te he dicho! Como si lo hubiera escrito él. Dice que no hay que pringar a nadie. Quiere toda la responsabilidad, tal como nos ha prometido.

—Déjame ver lo que habías escrito tú.

—¡No! —De nuevo el grito del miedo—. Está muy mal. Tú lo harás mejor.

Y en un gesto brusco, se volvió para echar la bola de papel detrás del mostrador, entre la porquería sobre la que reinaba doña Quita.

Escribí en estilo telegráfico la nota que Salud se encontró en el pupitre, e intenté convencer a Boris de que en los negocios, al contrario que en el amor, lo más convincente y menos comprometido es la brevedad. Le convencí también de que era más efectivo que Salud se encontrara con el mensaje en el pupitre, al abrirlo a primera hora de la mañana, que entregárselo en mano de parte de Malaquías, como si se tratara de un recadito sin importancia. Yo mismo me encargaría de depositarlo a la mañaña siguiente, y por ello llegaría el primero a la primera clase, cosa que él, tardón innato, era incapaz de hacer.

Boris se dejó convencer tan fácilmente que yo estaba cada vez más seguro de que toda la historia de su hermano gemelo era pura comedia. Se trataba de una invención de Boris. El hermano gemelo no existía. Pero... ¿por qué razón lo había inventado e interpretado en las dos o tres ocasiones que había dado la cara? ¿Y cómo podía probar mis sospechas?

Cuando estábamos a punto de entrar en el colegio para la segunda clase, exclamé con aire preocupado:

—¡La cartera! ¡Me he dejado la cartera en el bar!

—¿Qué cartera? ¡Si la tienes en la mano!

—¡La importante! ¡No la de los libracos! ¡La del dinero! ¡La pasta!

Y sin esperar su reacción, me lancé a pedir a doña Quita el papelote arrugado que Boris había tirado unos minutos antes. El trabajo no fue encontrarlo, sino descubrir cuál de entre los miles de papeles abandonados en el suelo del mostrador desde las primeras generaciones de estudiantes era el de Boris.

Me pulí también la segunda clase. Pero ahora tenía la prueba en mis manos. La carta que intentaba redactar Boris estaba escrita con una letra desfigurada que imitaba la caligrafía de otra persona. No era su letra, y las faltas de ortografía eran demasiado graves incluso para un mal estudiante como Boris; estaba claro que trataba de hacer pasar aquel escrito como si el autor fuera otra persona, su hermano... inexistente.

La carta decía: «Todo lo que encontremos en los cajones, según ha informado Boris, servirá para ayudar al grupo. Salud dejará la ventana abierta. Boris se encargará de convencerla. Los exámenes estarán entre los papeles de encima de la mesa». Y firmaba Malaquías.

Conste que la transcripción está corregida. Tras reflexionar durante toda la mañana, por la tarde decidí consultar el caso con la doctora Kellerman. Entre el peligro de ser acusado de delator o chivato y el de perder el curso y ser expulsado del colegio por haber confiado en un loco que se inventaba hermanos gemelos y se disfrazaba de perdulario para demostrarnos su existencia, me decidí por la primera solución. Al fin y al cabo, el primer traidor, el primero que se había burlado de nosotros y nos había engañado, era Boris.

La doctora Kellerman, psicóloga del colegio, me escuchó con mucha atención, me pidió discreción absoluta y un par de días para consultar con colegas y profesores, y me prometió que no daría un paso ni diría una sola palabra en público sin consultar antes a los compañeros implicados en el misterio.

EL FANTASMA

Pasados tres días, la psicóloga me llamó.

—Tienes razón —me confesó—. Hemos consultado con el orfanato y con la actual familia de Boris, y resulta que nadie conoce la existencia de ningún hermano, ni gemelo ni de otra clase.

Después se lanzó a discursear un rato, diciendo que seguramente se trataba de un caso de carencia afectiva, que en palabras normales significaba que Boris era un chico que necesitaba compañía, amigos y cariño. Por eso se había inventado un hermano idéntico a él que le ayudaba en todas las situaciones difíciles. También mencionó a individuos con la personalidad dividida, o sea, que actúan como si fueran dos, muchas veces sin que una de las personalidades sepa qué hace la otra. El caso más célebre es el que describe el novelista Robert Stevenson en El doctor Jekill y Mister Hyde. Después se enrolló con una serie de términos médicos y psicológicos que yo no entendí en absoluto.

El resumen que yo me fabriqué para mi propio consumo es éste: Boris, abandonado por su familia de muy crío, había sufrido mucho y, como había perdido a todas las personas que quería y necesitaba, se inventó un hermano como él que no podía perder nunca, porque se trataba de un doble de sí mismo. El representaba el lado bueno, y el otro, que representaba el lado malo, le sacaría las castañas del fuego cuando fuera preciso. Bo Boris y Mal Malaquías, el bueno y el malo. La solución perfecta.

No obstante, según la doctora Kellerman, este invento era muy peligroso, porque podía conducirle a engañarse a sí mismo y a no verse tal como era en realidad. Por tanto, había que ayudar a Boris a librarse de su hermano imaginario, eliminar a su doble mental, deshacerse de él, matarlo, asesinarlo en sentido figurado.

Los compañeros del grupo, al enterarse, se quedaron de una pieza. Y eso que no les contamos todo, del principio al fin. Por ejemplo, no les dijimos nada del embrollo de las cartas, para que los interrogatorios tuvieran algún efecto sorpresivo. Todos aceptaron colaborar de buen grado en el plan que la doctora y sus colegas habían trazado para sacar de la cabeza de nuestro amigo el fantasma de su hermano.

La profesora Olius convocaría una reunión en su casa para facilitar las cosas. No se comunicaría nada a la policía para no perjudicar a Boris y porque los sucesos previstos no llegaban a la criminalidad. Se trataba de una enfermedad y nada más. La doctora Kellerman y el director del colegio ya habían hablado con el abogado, padre adoptivo del chico, y él no había puesto ninguna dificultad porque se trataba de ayudar a Boris. Era preciso darle una buena lección, hacerle comprender de una manera práctica que aquella solución de dar vida a un hermano atrevido y chuleta, capaz de hacer a escondidas lo que él no se atrevía a hacer a plena luz, era un camino peligroso y equivocado. Un buen susto, un golpe muy fuerte, y el chico reaccionaría. ¿Y qué impresión más fuerte que simular que la profesora, a la que intentaba robar los exámenes, había sido asesinada y que él podía verse envuelto en el crimen?

Discutimos durante horas y horas sobre la oportunidad del escarmiento. En general, los compañeros pensaban que se trataba de una medicina demasiado fuerte. Pero los expertos opinaban lo contrario: que si no se le daba una lección contundente, no reaccionaría.

—En el tribunal ficticio que montaremos a la mañana siguiente —dijo el profesor Goyo Juncosa—, y en el que todos debemos actuar de la forma más natural posible, como si los estudiantes de psicología que nos ayudarán fueran policías de verdad, se aclarará todo. Y las manchas de sangre, indicios del asesinato de la profesora, se convertirán en la sangre de su hermano. Así le daremos la posibilidad de no hablar más de él, de eliminarlo con total limpieza, sin que Boris tenga que avergonzarse de nada. Asesinaremos metafóricamente al gemelo, y Boris no tendrá que dar explicaciones a nadie. Será como empezar de nuevo desde cero, limpio y sin mentiras ni fantasías enfermizas.

—Pero él... —dudó Carlota—, él sabrá que no es verdad...

—Será él mismo quien habrá entrado a coger los exámenes... —Nico Ferrer tampoco lo veía muy claro.

—Escuchad: él, al salir del despacho, habrá dejado la ventana abierta y no sabrá si después ha entrado alguien más, no previsto en su esquema inicial. En cualquier caso, será él quien habrá dejado la ventana abierta para que penetre el asesino. Además, Boris no sabe ni sabrá que nosotros lo sabemos todo. Y si le ofrecemos una salida elegante para salvar la cara y deshacerse de su hermano, es muy posible que la acepte.

—Muy bien, profesor Juncosa. Una cosa: si no trae los exámenes, será señal de que acepta que su hermano ha desaparecido... para siempre.

—Esperemos, doctora, que no se trate sólo de un alejamiento temporal.

—Pero... ¿es que alguien va a pensar en los exámenes y en las evaluaciones con la profesora asesinada? —se rió Salud Pitufa.

—Ya hemos convenido que resucitará el mismo día, la misma mañana. Y los exámenes, o como diablos se llamen ahora, se celebrarán im-pe-pi-na-ble-men-te.

—¡Por favor, que no haya represalias! —rogó Salud, mirando con cara de pena a la profesora Olius, que ni siquiera en aquella ocasión se dignó rebajar el listón de su rígida exigencia.

Pasado todo, cuando Boris regresó al colegio, no trajo consigo los ejercicios de matemáticas. Como si hubieran desaparecido junto con el hermano gemelo, supuesto autor del asalto al despacho.

Hasta que...

EL HERMANO GEMELO

Hasta que, hacia finales de curso, volvimos a coincidir Boris y yo en el Cubil de las Moscas, por culpa del reloj. Esta vez fue él quien vino a sentarse a mi mesa. Nadie había hablado más de su hermano, como si se tratara de un muerto o desaparecido de verdad, que no se menciona por respeto al dolor.

Pocos días antes, alguien del curso había comentado que, seguramente, Boris no regresaría al colegio el curso siguiente. Creo que fue Salud la que lanzó la indiscreción, porque le había cogido una gran simpatía y se interesaba por todo lo que Boris hacía o dejaba de hacer.

—Me voy —dijo a modo de saludo al sentarse a mi mesa. En aquellos meses del curso había perdido la timidez, el tartamudeo y los tics. Y había pegado un estirón considerable. Varios centímetros.

—Pero si acabas de llegar... —repuse yo— tarde, como siempre.

—Quiero decir el curso próximo.

—¡Ah...! Espero que no sea por...

—No, no tiene nada que ver con todo aquel lío del crimen de la Hipotenusa.

—Menos mal que no le ocurrió nada...

—A mi hermano tampoco —se rió él, divertido al ver mi cara de sorpresa y alarma, mitad y mitad, como si hubiera pronunciado un nombre prohibido.

Se hizo un silencio pesado. La mención de su hermano hizo que contemplara a Boris de una manera distinta, como si acabara de descubrir que se trataba de un trastornado, medio loco.

—Como dentro de pocos días no nos veremos más —continuó él—, puedo soltarte un par de cosas que no te he dicho hasta ahora porque no quería más follones. —Me miró directamente a los ojos, desafiante—. Eres un mal compañero —descargó, como un escupitajo—. En algunos sitios, ya te habrían colgado por lo que hiciste.

—¿Qué quieres decir con eso? —Yo estaba absolutamente desorientado.

—Quiero decir que las cartas son documentos secretos, íntimos. Y que la raza de los chivatos es peor que la de las ratas de alcantarilla.

—Pero... ¡si me pediste que la carta la escribiera yo!

—Me refiero a la carta que tiré detrás de este mostrador. Doña Quita es buena amiga mía y me dijo que habías vuelto para recogerla.

Un calorcillo desagradable en las mejillas indicaba que me había ruborizado o se me había subido la vergüenza a la cara, como dicen otros.

—Se trataba de una falsa carta... —intenté excusarme.

—¿Cómo lo sabes?

—La firmaba...

—Yo. La firmaba yo.

—... tu hermano. Ponía: Malaquías.

—Malaquías soy yo.

Otro silencio, más pesado todavía. Y un ligero sentimiento de miedo, de extrañeza, como cuando te encuentras ante un peligro desconocido.

—¡No digas tonterías! Tú eres... Boris.

—No. Yo soy Malaquías.

—¡Vamos, anda! ¡Deja ya la comedia!

—No es ninguna comedia. La comedia la representasteis vosotros intentando hacerme tragar primero que la profesora había estado a punto de ser asesinada, y luego que el muerto era mi hermano. Y todo el montaje de los interrogatorios, los policías falsos...

—¿Cómo sabes todo eso? ¿Quién te lo ha dicho?

—¿Ves como yo no hago teatro?

Cada vez estaba más desconcertado. Miraba al chico que tenía delante, y no sabía qué hacer.

—Es peligroso jugar con ciertas cosas... —dije.

—¿Qué cosas?

—Pues... imaginar que eres otra persona, esas fantasías...

—Tú sí que tienes la cabeza atiborrada de fantasías sacadas de los novelones que devoras. ¡Y no sabes nada de nada! Todo lo que tienes en la cabeza son imaginaciones.

—Y tú, ¿qué? ¿No has jugado con nosotros con tu sarta de mentiras?

—Yo no jugaba.

—¿Ah, no?

—No. Y tú, que quieres dedicarte a escribir no sé qué, poeta o periodista, tendrías que haberlo comprendido.

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