El asesinato del sábado por la mañana (28 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Linder pasó delante de él. Llevaba a una mujer del brazo, y por la manera íntima y natural con que se apoyaba en él, Michael supo que era su mujer. Se le veía serio y distraído; aunque su mirada se posó en Michael durante un instante, no lo saludó, y sólo un destello de ansiedad en sus ojos reveló que lo había reconocido.

Dina Silver, envuelta en un abrigo de piel y con un pañuelo negro al cuello, subió los escalones acompañada por un joven calvo y de espesa perilla. Michael se tranquilizó al reconocer a una policía de paisano en la persona de la joven fotógrafa que llevaba una cámara al hombro y el distintivo de la prensa en el cuello del abrigo. La chica lo saludó discretamente con la cabeza y dirigió el objetivo hacia la pareja. Michael quería pensar que lograría fotografiar a todo el mundo, aunque sabía que era imposible.

El otro fotógrafo se había situado en el primer escalón y estaba jugueteando con un mechero. También había periodistas de verdad entre la multitud, y fotógrafos de prensa que dirigían sus cámaras hacia la muchedumbre que subía la escalinata del redondo templo de piedra.

Apoyándose en Rosenfeld, cuya boca parecía desnuda sin su habitual puro, el viejo Hildesheimer iba subiendo escalón a escalón con dificultad, los hombros caídos, la cabeza inclinada y el rostro oculto tras un sombrero oscuro. Al otro lado de Rosenfeld iba una mujer a la que Michael no conocía. Imaginó que la mayoría de los psicoanalistas acudirían con sus familiares o, al menos, con sus esposas. Muchas personas subían con paso lento y pesado por la ancha escalinata. Todos vestían gruesos abrigos. Desde la tormenta del sábado por la noche hacía un frío lacerante.

Numerosas caras le resultaban conocidas. Había visto a algunos de los presentes el sábado, en el Instituto, y a otros los recordaba de sus tiempos universitarios.
La crème de la crème
, pensó Michael, la elite de la ciudad. Era aquél un modelo de funeral solemne y, al propio tiempo, cargado de emoción.

En todos los semblantes había signos evidentes de dolor y pesadumbre. Dos mujeres subían por las escaleras llorando y desde el grupito de dolientes arracimados a la entrada de la capilla, que ya estaba llena a rebosar, se dejaban oír sollozos.

Había algo en el ambiente que minaba la solidez de la muchedumbre, que parecía salida de los baluartes de la respetabilidad burguesa. Eva Neidorf no había muerto de enfermedad, ni en un accidente, ni porque tuviera muchos años. Además de las habituales muestras de pena y aflicción, en la expresión de los dolientes se reflejaban otras emociones: había miedo en sus ojos e ira, a veces incluso rabia, en sus rostros.

Litzie Sternfeld, cuyas lágrimas del sábado Michael recordaba vividamente, subió los escalones apoyándose en dos jóvenes. No lloraba. Tenía un rictus sombrío en los labios. Se diría que no se hacía ilusiones sobre la situación a la que se enfrentaba. Como un gran pájaro negro, ascendió por la escalinata pasando la mirada de un rostro a otro. Ella también está tratando de descubrir a Alien, pensó Michael. Se les ve a todos tan respetables, con ese aire de ser el no va más de las virtudes cívicas, que si no fuera por todo lo que sé, éste sería el último sitio donde se me ocurriría buscarlo. Pero ellos también se están mirando entre sí, y están asusta— tíos. Todos tienen miedo.

El raudal de personas que subía por las escaleras fue disminuyendo y por el silencio que se hizo, tan sólo interrumpido por sollozos, Michael supo que la ceremonia había comenzado. Alguien estaba pronunciando un panegírico de la difunta; un hombre cuya voz no reconoció, y desde donde estaba las palabras eran inaudibles.

Luego resonó la voz de un cantante y, por fin, se hizo el silencio; la ceremonia había concluido. Seis hombres cargaron con el cuerpo, y Michael reconoció entre ellos a Gold y a Rosenfeld. Posó la vista en el bulto envuelto por el sudario y, al distinguir los contornos del cuerpo, un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

La familia salió de la capilla detrás de los portadores. Michael vio a Hillel, el yerno, sujetando a una mujer joven, que debía de ser la hija. Junto a Hillel caminaba un hombre joven de inconfundible parecido con la difunta. Hildesheimer iba agarrando a la hija por el otro lado. Ahora se le veía muy bien la cara bajo el amplio sombrero que cubría su cabeza calva. Pasó muy cerca de Michael y éste vio que le rodaban lágrimas por las mejillas. La gente comenzó a seguir a los parientes escaleras abajo y a subirse a los coches. Tzilla iba detrás de Hildesheimer, y a su zaga marchaba una larga procesión de personas, muchas de ellas enjugándose las lágrimas, otras apoyándose en el brazo de sus acompañantes o sujetándolos. El cielo estaba gris, parecía que iba a llover y soplaba un viento gélido. Desde la calle se elevó el sonido de los motores arrancando. Dina Silver bajó las escaleras del brazo del hombre barbado y calvo. Y fue entonces cuando Michael vio por primera vez a un joven que estaba algunos escalones más abajo que él, en el lado opuesto de la escalinata, recostado en la balaustrada y con la vista clavada en Dina Silver y su acompañante. Por un momento Michael pensó que los iba a agredir.

En sus ojos se veía una mirada obsesiva y desesperada. Está fuera de lugar entre esta gente, pensó Michael, pues, sin saber bien por qué, le dio la impresión de que era distinto. Dina se rezagó y volvió la cabeza, su mirada se cruzó con la del joven, sólo durante un segundo, y después apresuró el paso. El hombre que la acompañaba volvió la vista con curiosidad, se quedó mirando fijamente un instante y, después, acompasó sus pasos con los de Dina. No se podía saber si ella había reparado en la presencia de Michael, que no había retirado la vista del muchacho y que confiaba en que las cámaras hubieran captado su imagen. «El joven», lo llamaba Michael para sí, aunque era un término que no solía emplear. Tan pronto como lo vio lo atenazó el presentimiento de una catástrofe inminente. Había algo amenazador en aquella belleza, en la desesperación que reflejaban esos ojos.

Incluso una persona indiferente a la belleza la habría apreciado en él. Era imposible no fijarse en las exquisitas líneas de su rostro, enmarcado por la capucha levantada de su trenca. Era imposible no contener el aliento ante la visión de aquellos abrasadores ojos rasgados y azules de mirada desalentada, anhelante. Los altos pómulos conferían una delicada calidad espiritual a su expresión. Pero también había sensualidad en su rostro, sobre todo en los labios carnosos y en la espesa mata de rizos rubios. A Michael le recordó a Tadzio, de
Muerte en Venecia.
Después pensó en las esculturas griegas. El joven no aparentaba más de veinte años.

La mujer policía, que acababa de salir de la capilla, dirigió su cámara hacia él y pulsó el botón. Se oyó un clic y la fotógrafa pasó de largo junto al muchacho, que no parecía haber reparado en ella ni en su cámara. Michael la siguió escaleras abajo y, al volver la cabeza, vio que el joven seguía allí, exactamente en la misma postura de antes.

Al llegar al último escalón se encontró con Raffi Cohen, que lo miró con una expresión que quería decir: «¿Y ahora qué?». Michael le dijo que siguiera al chico guapo de la trenca que estaba en lo alto de las escaleras, que se pegara a él y no lo perdiera de vista. Raffi levantó la mano con la palma hacia arriba en mudo ademán inquisitivo y Michael le dijo en un murmullo:

—Ni yo mismo lo sé todavía; síguelo y averigua quién es.

Raffi asintió y una expresión abstraída y reflexiva apareció en su rostro. Al mirar hacia atrás una vez más, Michael lo vio subiendo lentamente las escaleras, en dirección al joven, la vista fija en el suelo. Aun conociendo de sobra la experiencia y la habilidad de Raffi, contuvo el aliento, como un cazador temeroso de que su compañero hiciera ruido y espantara a la presa. Consideró la posibilidad de seguir él mismo al joven, pero en seguida la descartó. No podía estar en todas partes a la vez, se dijo con firmeza, y echó a andar hacia el aparcamiento.

¿Hacia dónde dirigirán sus sospechas?, se preguntó mientras subía al coche y se sentaba en el asiento del copiloto. Todos deben de imaginar que uno de ellos puede estar implicado en el asesinato. ¿Cómo se sobrepondrán a su desconfianza? ¿Cómo pueden compartir el dolor, ir en el mismo coche, sin saber quién es? Después repitió la pregunta en alto. Tzilla, que iba al volante y se había sumado al cortejo, fue la primera en responder.

—Bueno, la gente tiene mecanismos de defensa —dijo, escogiendo con cuidado las palabras—. Todo el mundo se niega a pensar que el asesino es uno de sus allegados. Las personas a las que queremos y creemos conocer están por encima de toda sospecha.

Al principio Eli guardó silencio, y después comentó que, en su opinión, los colegas de Neidorf parecían estar más tristes y deprimidos que recelosos.

—Puede que tarden algún tiempo en comprender la situación. Un entierro no es el sitio más adecuado para sospechar de los demás —y suspiró desde el asiento trasero.

Desde detrás de las manos ahuecadas para proteger la llama de una cerilla, Michael señaló que, en
su
opinión, la ira era la emoción que predominaba en el ambiente.

—Se les ve tristes y con miedo, pero sobre todo airados.

Después guardaron silencio hasta llegar a la sinuosa carretera que conducía hacia el cementerio de Givat Shaul. Empezó a caer una fina llovizna. Tzilla conectó el limpiaparabrisas, que, tan pronto como se hubo secado el cristal, emitió un chirrido que a Michael le puso la carne de gallina. Tzilla lo paró, las gotas de lluvia volvieron a cubrir el parabrisas y la conductora se quejó de la mala visibilidad y de lo resbaladizo que estaba el firme.

Cuando ya estaban a menos de un kilómetro del cementerio, pasando por delante de las fábricas de lápidas, Michael mencionó al joven, describiéndolo en unos términos que le hicieron preguntarse a Tzilla en voz alta cómo no se habría fijado en él.

Una vez más se hizo el silencio, y después Eli abordó el tema del viaje a Belén. ¿Por qué no traían al jardinero al barrio ruso para interrogarlo?, preguntó, y además, ¿por qué tenían que ir los dos?

A Michael le daba miedo no manejarse bien en árabe.

—No se puede realizar un interrogatorio cuando estás tratando de traducir el árabe de Marruecos al de Jordania; hay que hablar con fluidez y precisión.

Pero Eli insistió. Entonces ¿por qué no iba él solo?; así Michael quedaría libre para dedicarse a otras cosas; sería una pérdida de tiempo que fueran ambos. Sí, convino Michael, pero no quería defraudar a Gidoni; estaba esperándolo para tomar café.

—¡Vaya, menuda razón! —bufó Tzilla despectivamente.

Pero ninguno de los dos osó decir nada más. Aunque Michael no hacía gala de guardar las distancias con sus subordinados, siempre sabían hasta dónde podían llegar.

Tzilla aparcó lo más cerca que pudo del muro de piedra que separaba las tumbas del camino.

La lluvia había ido arreciando y cuando llegaron junto a la tumba abierta empezó a jarrear. Michael no distinguía las gotas de lluvia de las lágrimas. No se abrió ni un solo paraguas y a Michael le dio la impresión de que todos estaban abandonándose a la lluvia por voluntad propia, que habían dejado los paraguas en los coches a propósito. Miro a su alrededor y vio que una gran nube gris envolvía al nutrido grupo de personas. A pesar de que era temprano, apenas había luz. Se veían tumbas por todas partes, algunas recién tapadas y otras cubiertas por lápidas de piedra. Pensó en su madre, que estaba enterrada en los arenales de Holon, a las afueras de Tel Aviv; oyó su voz cálida y suave. No muy lejos de él estaba Hildesheimer, mirando al frente con expresión torva y severa. El hijo de Neidorf recitó la oración fúnebre. El silencio era absoluto, no se oía ni un gemido.

De pronto un alarido espantoso rasgó el aire. Pasaron varios segundos antes de que Michael identificara la palabra «mamá». Nadie se movió y sólo se oían las gotas de lluvia cayendo sin tregua sobre el suelo. A continuación la gente colocó algunas piedras en la tumba y, según la costumbre de los judíos de Jerusalén, los hombres formaron en dos filas y el hijo pasó entre ellos. Las mujeres se apartaron. Algunas se acercaron a la hija de Neidorf, Nava, que estaba muy quieta junto a la tumba con la cabeza baja, reclinándose en una mujer desconocida para Michael. Los hombres echaron a andar hacia los coches hundiéndose en el barro. Nadie se detuvo a hablar con nadie, nadie pronunció una sola palabra. Algunos tocaron a Nava en el brazo, y algunos dirigieron una mirada a Hildesheimer, pero nadie lo tocó. Linder se le acercó y le ofreció el brazo, y el anciano se apoyó en él para dirigirse laboriosamente hacia uno de los coches. Rosenfeld, observó Michael, que cerraba la marcha, se sentó al volante y detrás de él tomó asiento el hombre apuesto del Comité de Formación.

Tzilla esperaba en el asiento del conductor. Michael subió al coche y reparó en la expresión sombría de Eli.

—Entonces ¿qué me sugieres? —preguntó después de carraspear—. ¿Que lo traigamos aquí?

Eli asintió con la cabeza y tuvo un escalofrío. En el coche olía a lana húmeda y Michael abrió la ventanilla a pesar de que seguía lloviendo. Después se inclinó hacia la radio y pidió al centro de Control que le dijeran a Gidoni que les mandara el paquete. Cuando estaban entrando en la ciudad una voz dijo por la radio que Gidoni quería saber si eran sus hombres los que tenían que hacerse cargo de entregar el paquete. Sí, dijo Michael, lo preferiría así. Se oyó un suspiro de alivio procedente del asiento trasero. Tzilla sonrió y Michael se encogió de hombros y encendió un cigarrillo. No paraba de llover y Eli empezó a explicar en tono de disculpa que probablemente el interrogatorio duraría varias horas.

—Quedarse tirado en Belén con el tiempo que hace... —dejó la frase sin terminar.

Tzilla detuvo el coche junto al asador donde solían comer, en el mercado de Mahaneh Yehuda de la calle Agrippas, y nadie la rebatió cuando dijo:

—Después de un entierro siempre me entra hambre.

Tal como había predicho Tzilla mientras ensartaba con su tenedor los trozos de carne de un gran plato de parrillada mixta, cuando llegaron al barrio ruso, Alí Abú Mustafá estaba esperándolos en la sala de detenidos. Michael fumaba como una chimenea. El repentino cambio del entierro al restaurante, donde Tzilla no paró de charlar con mucha animación y Eli picoteó su comida sombríamente sin despegar los labios, y la perspectiva del interrogatorio lo habían cargado de tensión.

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