El asesinato del sábado por la mañana (4 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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El policía se quedó junto al coche; el silencio seguía reinando en la calle y Gold oía las voces que salían de la radio. La luz azul que brillaba sobre el coche le pareció absurda e incongruente. No quería volver a entrar en el edificio, donde el médico, los dos auxiliares y Hildesheimer, que, según Gold recordó de repente, también era médico, seguían ocupados y él se sentía amenazado y superfluo. Al fin y al cabo, se dijo a sí mismo, faltaban unos minutos para que comenzara a llegar la gente y, entretanto, podía quedarse en el porche, contemplando el jardín y fingiendo que no había pasado nada, podía observar la pista de tenis vacía anexa al Club de Inmigrantes, empaparse del sol de marzo y aspirar el aroma de la madreselva, cuyo dulzor, sin relación alguna con los acontecimientos de aquella mañana, le hizo recordar la colonia alemana, lo que le llevó a pensar en Neidorf, y con este último recuerdo la agradable calidez del sol se desvaneció y transformose en algo fastidiosamente brillante y desapacible. Entonces llegó otro coche, un Renault con matrícula de la policía, y un hombre alto descendió de él con movimientos lentos y deliberados, seguido de otro de menor estatura y pelo rizado y rojizo. El policía uniformado se alejó del coche patrulla y Gold le oyó decir: «No sabía que estabas de servicio hoy», y vio cómo el hombre alto le respondía algo que no alcanzó a escuchar. Después el pelirrojo dijo en voz alta: «Eso te pasa por quedarte junto al Control buscándote problemas», y, como el hombro del policía alto quedaba casi fuera de su alcance, le dio una palmadita en el brazo. Los tres se encaminaron hacia la verja y Gold, sin saber por qué, se escabulló hacia el interior del edificio, dejando la puerta abierta de par en par. Tomó asiento en una de las sillas que seguían dispuestas en filas y se quedó observando a los policías. Advirtió que el alto, que entró pisándole los talones al policía de uniforme, iba vestido con unos vaqueros y una camisa de cuadros de distintos tonos azules. Sin pensar en lo que estaba haciendo, Gold se fijaba en todos los detalles, por pequeños que fuesen. Notó que, a pesar del aspecto juvenil que el policía alto transmitía desde lejos, de cerca daba la impresión de haber pasado de los cuarenta.

Aunque no había cruzado ni una palabra con él, a Gold le molestó la despreocupación y la calma con que movía su cuerpo juvenil y, sobre todo, le inspiraron hostilidad sus ojos oscuros y penetrantes, situados sobre unos pómulos marcados y bajo unas cejas largas y espesas. Los ojos del agente le llamaron la atención por primera vez cuando le preguntó si había sido él quien había notificado el hecho a la policía.

Sintiéndose de pronto bajito, rechoncho y fútil, Gold sacudió la cabeza y señaló hacia el cuarto pequeño, donde el trío entró después de que el agente uniformado le susurrase algo al alto, quien, dando media vuelta, le pidió a Gold que se quedara allí esperando. Después desapareció en el interior del cuarto y el pelirrojo lo siguió de cerca.

Poco después, un batallón de gente comenzó a llegar en oleadas al edificio y Gold se sintió perdido en el tumulto. Una muchacha cargada de correajes, de los que colgaban diversas fundas de aparatos, pasó deprisa y con aplomo ante él, acompañada por dos hombres; el detective alto, al oír el ruido, salió del cuarto pequeño y anunció a través de la puerta abierta que el laboratorio móvil había llegado. Y el fotógrafo también, añadió.

A continuación llegaron otras cinco personas, a quienes, como comprobó Gold con gran alivio, conocía bien; era la gente de Haifa, los primeros en llegar a la conferencia de Eva Neidorf. Como siempre, los que vienen desde más lejos llegan antes, pensó Gold mientras los más jóvenes del grupo lo acosaban con preguntas sobre los coches de policía aparcados ante el edificio y pretendían informarse de si había habido un robo en el Instituto.

Viendo junto a los jóvenes a la casi septuagenaria Litzie Sternfeld, cuya expresión reflejaba estupor, Gold se sintió incapaz de responder y llamó a la puerta del cuarto pequeño para pedirle a Hildesheimer que saliera a hablar con los recién llegados. Hildesheimer salió precipitadamente y se llevó a Litzie a la cocina, y poco después se oyeron exclamaciones de consternación en alemán, y suaves susurros masculinos, también en alemán, y ásperos sollozos guturales, presumiblemente femeninos. Los otros cuatro miembros de Haifa se volvieron hacia Gold con una expresión de alarma en el rostro; habría sido imposible posponer más las explicaciones si en aquel momento no hubieran llegado otras tres personas. Gold no recordaba muy bien en qué orden preciso..., pero para entonces ya sabía que eran policías, pese a que fueran vestidos de paisano, y también dedujo que eran de mayor rango que los llegados hasta entonces; sin necesidad de que le preguntaran nada, Gold señaló la puerta del cuarto pequeño, mientras cavilaba sobre si cabrían todos allí. Los tres hombres eran, según supo más tarde cuando oyó cómo se los presentaban a Hildesheimer, el comisario jefe del subdistrito de Jerusalén (el que era gordo y bajo), el comisario jefe del distrito meridional (el que parecía bastante mayor) y el portavoz del subdistrito de Jerusalén (el joven rubio y con bigote).

Después llegó otro hombre, que se presentó a Gold diciendo que pertenecía al Servicio de Inteligencia y a continuación le preguntó: «¿Dónde está todo el mundo?», y se dirigió a toda prisa hacia el cuarto pequeño, del que en ese momento salía el pelirrojo para comunicar que se rogaba a todos los presentes que permanecieran fuera, en el porche, o, cuando menos, que tomaran asiento en el salón de actos; y, a continuación, procedió a indicar a los miembros del Instituto, que ya iban llegando en oleadas y estaban apelotonados junto a la puerta, que se quedaran en el porche.

Todos los que iban llegando querían saber qué estaban haciendo ahí fuera los coches de policía y a qué venía todo aquel jaleo. El pelirrojo, de quien el portavoz diría más tarde que era el «agente de turno», se volvió hacia otro policía recién llegado, a quien se dirigió llamándolo «señor», y, después de cruzar algunas palabras con él, asomó la cabeza por la puerta para anunciar que había llegado el agente de investigaciones interdepartamentales; hecho lo cual, se quedó fuera un momento. Para entonces, Gold estaba mareado con tantos cargos, jerarquías e iniciales, por lo que dejó de prestar atención al personal policial que seguía apareciendo en un reguero continuo.

Joe Linder, que había llegado mientras tanto, señaló que tal vez los ladrones por fin se habían colado en el Instituto para llevarse todos los sillones y que, a partir de entonces, allí se formaría una nueva generación de analistas que desconocerían lo que era el dolor de espalda. Durante un instante Gold deseó que le hubiera tocado en suerte a Linder encontrar a Neidorf. ¡Qué no habría dado por ver cómo se quedaba sin habla por una vez en la vida!

Pero nadie más estaba de humor para bromas; quienes entraban en la cocina en seguida salían despedidos de ella, y todos se miraban unos a otros inquisitivamente. Gracias a Dios, a nadie se le había ocurrido pedirle una explicación a Gold, que hacía todo lo posible por ver sin ser visto.

El médico salió del cuarto pequeño seguido por los dos auxiliares. Se marcharon del edificio sin pronunciar una palabra, y detrás de ellos salió el detective alto; le susurró algo al agente de turno, el pelirrojo, que también se marchó afuera, aunque regresó al cabo de unos minutos, abrió la puerta del cuarto pequeño y anunció: «El forense está en camino y los de Investigaciones Criminales también».

Algunas personas se habían quedado de pie y otras se habían sentado en las sillas colocadas por Gold cuando todavía reinaba la normalidad. En medio de la multitud, Gold divisó durante una fracción de segundo a los dos miembros del kibbutz del sur. Junto a ellos había dos hombres cargados con sendos maletines de cuero de los que, una vez abiertos, extrajeron unos aparatos de pequeño tamaño que, al mirarlos mejor, resultaron ser grabadoras. El estrépito estaba volviéndose insoportable y Gold decidió retirarse a la cocina (no se le ocurrió la idea de abandonar el edificio) para alejarse de aquel clamor.

Allí la situación no era mejor. Se inmiscuyó en la intimidad de los dos ancianos, que estaban sentados muy juntos. Litzie Sternfeld se enjugaba los ojos con un pañuelo de hombre primorosamente planchado, que por lo visto había salido del bolsillo de Hildesheimer, y éste le acariciaba la mano, algo que Gold nunca le había visto hacer hasta entonces, aunque, evidentemente, era lo apropiado para la ocasión. De pronto el policía alto entró en la cocina y le preguntó a Hildesheimer: «¿Qué es exactamente este sitio?», haciendo mucho hincapié en «exactamente». El anciano le dirigió una mirada cansada, que después se volvió vivaz, y le explicó, escogiendo cuidadosamente las palabras, que aquél era un sitio donde se practicaba el psicoanálisis. La respuesta dejó al policía con una expresión interrogante en el rostro y Gold dio por hecho que el término psicoanálisis no le resultaba familiar, pero, después, ante su sorpresa, el policía despegó los labios para preguntar: «¿Se refiere a las psicoterapias con diván y toda esa parafernalia?». El profesor asintió y el policía esbozó una sonrisa, aunque se apresuró a reprimirla mientras decía, casi excusándose, que no sabía que esas cosas siguieran practicándose ni que existiera un instituto específicamente dedicado a ellas. Sin duda, se había dado cuenta de que al anciano no le divertían las bromas sobre ese tema, ni siquiera en la mejor de las circunstancias. En efecto, tan pronto como oyó el tono de disculpa del policía, Hildesheimer procedió a explicarle con su pronunciado acento alemán que en el Instituto se formaba a analistas para que trataran a sus pacientes aplicando ese método, y comenzó a ampliar el tema de qué era lo que se hacía «exactamente» en «aquel sitio».

En un principio, el rostro del policía reflejaba desconcierto, pero a medida que el anciano iba hablando esa expresión se trocó por otra de gran atención y parecía que estaba escuchando como si realmente le interesara. A Gold no le pasó inadvertido el asombro que le causaba la reacción del policía.

Se sintió un tanto avergonzado por aquel prejuicio, pero sus reflexiones sobre la necesidad de mejorar sus actitudes fueron interrumpidas por el potente sonido de una voz que llegó desde fuera. Se asomó por la puerta de la cocina y vio que el tipo rubio con bigote, que se había presentado como el portavoz del subdistrito de Jerusalén y había insistido en que todo el mundo permaneciera fuera, había vuelto a entrar después de pasar unos minutos en el porche hablando con los miembros del Instituto allí congregados. Agarrando a los dos hombres provistos de grabadoras por el brazo, les increpó:

—Al decir que todo el mundo saliera del edificio, me refería a todo el mundo..., periodistas incluidos. Hagan el favor de esperar ahí fuera.

Horrorizado por el descubrimiento de que aquellos hombres eran periodistas, Gold decidió que era necesario notificárselo a Hildesheimer de inmediato. Pero antes de que pudiera hacer nada se inició un éxodo general desde el salón de actos; algunos de los presentes exigían a voces y con agresividad que se les explicara qué había ocurrido. El rumor de que alguien había muerto empezó a propagarse y en muchos semblantes apareció una expresión de alarma y de consternación. La gente se apiñó de dos en dos y de tres en tres en el porche, pero nadie se marchó.

Por el rabillo del ojo, Gold vio a los dos altos mandos, el comisario jefe del distrito y el comisario jefe de Jerusalén, saliendo del cuarto pequeño para dirigirse a la cocina, aparentemente en busca del policía alto, que seguía allí dentro con Hildesheimer. Gold se acercó a la cocina sin que nadie lo detuviera y se quedó junto a la puerta para oír la conversación. El policía alto expuso al jefe de la policía de Jerusalén lo que denominó el «problema de la publicidad». El problema era, según acababa de explicarle el doctor Hildesheimer, que, de momento, era necesario impedir a la prensa que publicara la noticia, dado que la difunta (Gold no soportaba aquel término) tenía pacientes en tratamiento a quienes habría de notificárseles la nueva con tacto. Habló con una expresión seria en el semblante.

El comisario jefe de Jerusalén expresó sus dudas sobre la posibilidad de prohibir que se diera cobertura periodística a lo que llamó el «suceso» y sugirió calmar a los chicos de la prensa con «alguna golosina». Hildesheimer lo interrumpió e inquirió con ira reprimida cómo se las habían arreglado los periodistas para llegar allí tan deprisa.

El policía alto le explicó pacientemente que era una cuestión de frecuencias de radio: las radios de los periodistas de sucesos tenían la misma frecuencia que las emisiones de la policía. Explicación que dejó a Hildesheimer con un rictus sombrío en la boca. Se volvió hacia Litzie, que había dejado de llorar, y se encogió de hombros con impotencia. Fue entonces, según recordaba Gold, cuando oyó que el jefe de la policía de Jerusalén le decía al policía alto:

—Vamos, Ohayon; tenemos que aclarar algunos asuntos.

Los tres, Ohayon y sus superiores, se dirigieron a una de las habitaciones, seguidos en solemne cortejo por todos los guardianes del orden que había en el edificio; más tarde, Gold recordaría esa escena como el único episodio cómico del día. Gracias a uno de los periodistas, que, después de colarse otra vez en el edificio, se apostó junto a la puerta de la habitación y comenzó a hablar en voz alta para grabar lo que iba ocurriendo, Gold identificó a todos los personajes, enterándose de sus cargos y graduaciones.

El periodista, un enérgico individuo de baja estatura, informó a la grabadora de que el inspector jefe Michael Ohayon, subdirector del Departamento de Investigación del subdistrito de Jerusalén, había entrado en la habitación, seguido del comisario jefe del distrito meridional, el comisario jefe del subdistrito de Jerusalén y el portavoz del subdistrito de Jerusalén. El portavoz dirigió al periodista una mirada asesina, que le hizo callar durante un momento, aunque siguió hablándole a la grabadora en cuanto aquél hubo entrado en la habitación. Informó al pequeño aparato de que el agente de turno acababa de entrar en la sala, acompañado del personal del laboratorio móvil. Mencionó el nombre de una mujer cuyo cargo Gold no retuvo, así como los nombres del agente de Inteligencia, del agente de investigaciones interdepartamentales, del jefe de la Unidad de Grandes Delitos y del director del Departamento de Investigación de Jerusalén.

Cuando el cortejo salió de la habitación, el último en aparecer fue Michael Ohayon, que iba embebido en una conversación con su superior directo, el jefe del Departamento de Investigación de Jerusalén. Gold sólo logró captar retazos de la conversación, como, una frase que dijo Ohayon: «De acuerdo, esperaremos hasta que el laboratorio y el forense hayan terminado y, entonces, quizá sabremos algo más», y tres palabras de la breve respuesta de su jefe: «tu encanto personal...», pronunciadas en un tono bastante jocoso.

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