El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (14 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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—No había caído en ese detalle —admitió Berenice—. Mi padre viajaba con frecuencia, como todo comerciante. Tal vez en Egipto adquirió antigüedades, entre las que se encontraba el sarcófago, al que tenía en mucha estima, pues había dispuesto que se le sepultara en él cuando llegara su hora.

—Lamento disentir de nuevo, pero a mí me parece un sarcófago recién hecho. Observa la madera, todavía fresca, así como las inscripciones. Es un sarcófago común, como los que venden en cualquier establecimiento funerario de Alejandría.

—Da lo mismo. No estamos aquí para valorar sarcófagos, sino para hacer sacrificios ante la tumba de mi padre a fin de evitar que su alma se reencarne en un animal inmundo. O en un griego. Y ya hemos perdido demasiado tiempo. Inclinad la cerviz.

Comprendí que había llegado nuestro fin y traté de cubrirme el rostro con el borde de la toga para morir con la dignidad de un ciudadano romano de primera categoría, pero ni siquiera esto conseguí, pues tenía las manos atadas a la espalda. Vi que la sangrienta sacerdotisa levantaba el puñal, cerré los ojos y en aquel preciso instante oí una voz estentórea que gritaba:

—¡En nombre del Senado y del Pueblo Romano, salid del sepulcro y entregad las armas!

Esa conminación vino acompañada del ruido inconfundible de las lanzas al chocar con los escudos, las corazas y las grebas. ¡Por Hércules! Era Lázaro, que regresaba con los refuerzos solicitados.

En un abrir y cerrar de ojos, los esbirros fueron desarmados y atados de pies y manos, al igual que Berenice, a la que por añadidura los soldados, en virtud del derecho al expolio, despojaron de sus ropas sacerdotales para sortearlas entre ellos, dejando expuestos sus cándidos brazos, así como el resto de su anatomía, a la curiosidad y escarnio de los presentes, hasta que Jesús, movido a compasión, arrancó a Lázaro uno de sus infecciosos harapos y lo arrojó sobre los hombros de la joven.

Mientras esto ocurría, pregunté a aquél cómo había podido salvar la distancia que mediaba entre el cementerio y el Templo, persuadir al tribuno de acudir en nuestro socorro y presentarse allí en un tiempo tan escaso. Lázaro encogió sus huesudas clavículas y dijo:

—Ni yo mismo te lo sabría explicar, Pomponio, pues a poco de andar, viendo que sólo me había alejado unos pasos del cementerio y todavía me faltaban varios estadios por recorrer, sintiendo agotadas mis fuerzas y considerando que vuestra suerte me traía sin cuidado, decidí renunciar a la empresa y me senté a descansar al borde del camino. Entonces se levantó un viento tan fuerte que ni agarrándome a un roble leñoso pude resistir su envite. De este modo fui transportado, como hoja seca que mece el céfiro, hasta el límite exterior de la ciudad, donde fui depositado suavemente en tierra.

»Aún no me he recuperado de mi asombro cuando veo venir a unos soldados pertrechados como para una batalla y precedidos por el propio tribuno a caballo. Luego me entero de que éste, desconfiando de la holganza, que engendra rebelión entre la soldadesca, ha decidido súbitamente llevar a sus hombres a un descampado para hacerles realizar allí ejercicios marciales. Le informo de lo sucedido y él, tras refunfuñar un rato, da orden de venir al cementerio a paso ligero. De este modo llegamos a tiempo de impedir vuestra inmolación.

—De lo cual —dijo Apio Pulcro—, estoy arrepentido, pues son incontables las molestias que me habéis ocasionado entre todos. Y ahora, ¿puedes explicarme, Pomponio, qué hacíais aquí, quién es esta gente y a quién pertenece esta tumba?

—Te lo aclararé todo, oh Apio, si me prestas atención —respondí—. Esta hermosa muchacha de cándidos brazos es Berenice, hija del difunto Epulón y, a escondidas de todos, sacerdotisa de la diosa Ishtar. Los que la acompañan son, bien esbirros de la secta herética, bien criados de la familia, de los que se ha hecho escoltar para venir a este lugar y también para retirar la losa de la sepultura del rico Epulón, que es donde estamos, y éste es su sarcófago, que había venido a abrir para examinar su interior y con el resultado de este examen verificar mis suposiciones.

—¡Tú has perdido el juicio, Pomponio! —exclamó el tribuno—.No consentiré que en mi presencia se profane una sepultura, pues si bien mi cometido consiste en aplicar la ley y no en conocerla, estoy convencido de que la violación de sepulturas es un delito castigado con la muerte, ya por la legislación romana, ya por la ley mosaica, ya por ambos estatutos.

—Salvo cuando se dé causa suficiente —aduje—, como en esta ocasión. Te doy mi palabra, oh Apio, de que dentro de este sarcófago encontraremos la solución de varios enigmas,
videlicet
, la muerte de Epulón, el misterio del cuarto cerrado y, finalmente, quién ha estado provocando la subversión y con qué objetivo
in mente
. Admite que atribuirte el mérito de tantos corolarios incrementaría tanto tu gloria a los ojos del procurador cuanto la provechosa amistad de las autoridades locales.

Reflexionó el tribuno y dijo:

—Hágase como tú dices, pero si tus suposiciones resultan falsas, dejaré que seas juzgado por el Sanedrín, el cual podrá aplicarte el castigo que estime conveniente. Sólo con esta condición daré mi
placet
. ¿Estás de acuerdo?

Dije estarlo y sin más dilación rasgué el sello del sarcófago con el cuchillo de matarife que poco antes se había cernido sobre nuestras cabezas y con ayuda de Quadrato retiré la pesada tapa. Se asomó Apio Pulcro alumbrándose con la antorcha y lanzó un juramento.

—¡Por Júpiter, tenías razón, Pomponio! ¡El sarcófago está vacío!

—Esto es imposible —dijo Berenice—, yo misma asistí a las exequias de mi difunto padre y vi su cadáver embalsamado, colocado en el sarcófago y éste sellado y depositado en el sepulcro. ¿Quién ha podido sustraerlo y con qué fin?

—No hay tal sustracción —dije—. Fue el propio Epulón quien abrió el sarcófago desde su interior, gracias a un mecanismo que descubriremos cuando lo examinemos con más detenimiento y mejor iluminación. Nadie mató a Epulón. Él fingió su asesinato. Por qué y de qué artificios se valió es algo que creo poder explicar satisfactoriamente. Pero para ello necesito reunir a todas las partes interesadas. Apio Pulcro, pide al sumo sacerdote Anano que convoque una reunión del Sanedrín, te lo ruego, y dispón que también estén presentes la viuda, el hijo y el mayordomo de Epulón, así como José, María y los dos jóvenes encarcelados por su participación en las algaradas callejeras.

CAPÍTULO XV

—Noble, sabia y justa asamblea —empecé diciendo—, concededme, os lo ruego, vuestra atención, pues me propongo poner en claro una serie de sucesos misteriosos, ocurridos los últimos días en esta ciudad, y cuya resolución acertada no sólo hará que resplandezca la verdad y triunfe la justicia, sino también que reine la paz y la tranquilidad en todo el territorio.

Hice una pausa y miré alrededor. La majestuosa sala de elevada techumbre estaba llena de venerables sacerdotes y doctores de la ley, aquí llamados escribas. Unos llevaban, en túnicas de lino, el
efod
, adornado de piedras preciosas. Otros, ya por no haber tenido tiempo de acicalarse, ya por hastío de tanto ceremonial, vestían de paisano. Todos guardaban un tenso silencio, balanceando el tronco de atrás adelante, moviendo los labios como si estuvieran recitando una plegaria y mesándose las barbas, incluso cuando dormían, que era lo más frecuente. En un extremo de la sala estaban Jesús, José y María, acompañados del vetusto Zacarías e Isabel, la esposa de éste. En el extremo opuesto estaba la familia del difunto Epulón, esto es, su viuda, el joven Mateo y Berenice, de ruborosos brazos, todavía expuesta a las miradas furtivas y salaces de los presentes. Al iniciarse el proceso, y habiendo reparado en la ausencia de Filipo, pregunté a un soldado la causa y me respondió que el taimado griego había partido aquella misma mañana con todas sus pertenencias sin prevenir a nadie ni decir adónde se dirigía. Era una contrariedad, pero no una fatalidad, por cuanto su testimonio no se me antojaba necesario.

—Como todos sabéis —proseguí diciendo—, hace unos días un ciudadano intachable, de nombre Epulón, fue hallado muerto en la biblioteca de su casa. Testigos de este hallazgo, el sumo sacerdote Anano, a quien el difunto había convocado, y el
maior domus
de aquél, un griego llamado Filipo, presente aquí el primero, ausente el último. El cadáver de Epulón fue embalsamado y sepultado aquel mismo día conforme a lo dispuesto en las Escrituras y, por expreso deseo del difunto, en un sarcófago egipcio adquirido por él en uno de sus viajes. Al ponerse el sol el sarcófago fue depositado en un sepulcro y la entrada del sepulcro sellada con una losa. Abiertos hoy, sin embargo, el sepulcro y el sarcófago, hemos comprobado que el cuerpo había desaparecido. ¿Alguien lo sustrajo? Ahora responderé a esta pregunta. Pero no sin antes remontarme a un hecho singular ocurrido con anterioridad al homicidio.

»Hace unas semanas, Epulón recabó los servicios de un carpintero, llamado José, hijo de Jacob, para efectuar una reparación en la biblioteca. Con tal motivo José y Epulón tuvieron varios encuentros, en uno de los cuales se produjo una discusión entre ambos, de la que hay testigos, si bien éstos no pueden precisar la causa de la disputa. De esto y de la verdadera naturaleza del trabajo que Epulón encomendó a José, sólo este último nos puede informar cabalmente. José, hijo de Jacob, a ti te conmino: ¿estás dispuesto a revelar lo ocurrido o, por el contrario, persistes en tu obstinado silencio?

—Bien conoces, Pomponio, la respuesta —dijo José.

—En tal caso —dije—, habré de ser yo quien refiera lo ocurrido basándome en mis propias conjeturas. En primer lugar, descartaré la hipótesis de que el cadáver fuera sustraído por un tercero. Todos sabemos que existen ladrones de tumbas, pero éstos buscan apoderarse de las riquezas con que a veces se acompaña a los muertos, ya por creer que les serán útiles en una vida ulterior, ya por simple vanidad. Nadie robaría un simple cadáver. Y aunque lo hiciera, no se tomaría la molestia de ocultar su acción como ha ocurrido en el caso presente. De todo lo expuesto infiero, pues, que fue el propio Epulón quien salió del sarcófago y de la tumba después de finalizados los ritos funerarios. Y dado que no creo en la resurrección de los muertos, he de inferir asimismo que en realidad Epulón no murió, sino que fingió estar muerto ante su propia familia y ante el resto de la población. ¡Cómo, por Júpiter!, preguntaréis. Para responderos, daré comienzo por la metodología. Pues no me cabe duda de que el propio Epulón planeó la simulación meticulosamente. En primer lugar, convocó en su propia casa al sumo sacerdote Anano al despuntar la Aurora, de rosados dedos, con el propósito de tener un testigo irrefutable de su muerte. Hecho esto, la noche de autos, cuando en la villa todos dormían, se encerró en la biblioteca, derramó en el suelo sangre de animal, colocó cerca un buril de carpintero para incriminar a José, se tendió sobre la sangre e ingirió una poción que le provocó un sopor en todo semejante a la muerte. Como es sabido, existen, y yo mismo he tenido ocasión de realizar experimentos con animales y esclavos, plantas soporíferas, como la denominada
halicacabon
, similar al opio, inofensiva en pequeñas dosis aunque mortal en exceso. Por este medio, Epulón consiguió que todos le dieran por muerto. Fue enterrado, y el carpintero José, acusado de su muerte, convicto y condenado a morir crucificado. Mientras tanto, concluido el efecto del soporífero, Epulón despertaba de su sueño dentro de la tumba donde previamente, a imitación de otras religiones, habían sido depositadas vasijas repletas de agua y alimentos con los que reponer fuerzas y esperar el momento oportuno para salir de su encierro y desaparecer, literalmente, del mundo de los vivos.

Detuve aquí mi perorata para dar tiempo a los presentes a comprender y ponderar el relato, y aprovechó Apio Pulcro la pausa para decir:

—Tu explicación, Pomponio, no me ha convencido en absoluto. No niego que tu relato sea factible, pero responde, por Hércules, a estas preguntas: ¿Qué causa podría haber impulsado a Epulón a fingir su propia muerte y desaparecer, abandonando casa y riquezas? Y si las cosas ocurrieron como dices, ¿cómo logró Epulón salir sin ayuda de un sepulcro cerrado por una losa que con dificultad consiguen mover dos hombres corpulentos?

—Responderé, Apio, con subordinación a tus preguntas —dije cuando se hubieron acallado los murmullos con que los presentes expresaron su conformidad con el escepticismo del tribuno—. A la primera, con la hipótesis de que Epulón, a quien todos tenían por un ciudadano ejemplar, ocultaba un turbio pasado. Reparad, venerables y ecuánimes jueces, que nadie sabe nada de la vida de Epulón previa a su llegada a esta ciudad. Ni siquiera, y esto es lo más asombroso, su propia familia, pues contrajo matrimonio poco antes de venir aquí y el hijo habido de una unión previa fue enviado a Grecia siendo niño. Ambos están presentes y corroborarán mi afirmación. También sus siervos y su mayordomo fueron adquiridos o contratados con posterioridad a la instalación de Epulón en Nazaret, donde, según cabe deducir de lo antedicho, Epulón se proponía iniciar una nueva vida. Durante unos años se cumplieron sus propósitos. Luego, repentinamente, algo vino a turbar su paz. Según creo, esta turbación vino provocada por un sueño premonitorio, pues fue a consultar a Zara la samaritana, dotada de la facultad de interpretar los sueños, según ella misma me contó mientras elucidaba el mío, dispensándome el beneficio de sus habilidades.

Callé un instante oprimido por el dolor de su vivo recuerdo, y en el silencio reinante me pareció percibir los apenados suspiros de varios integrantes de la vetusta asamblea.

—Es probable —proseguí de inmediato para ahuyentar la triste imagen— que fuera la propia Zara quien suministrara a Epulón el soporífero, pues estas mujeres suelen ser duchas en filtros y brebajes. Incluso me arriesgaría a suponer que fue la hija de Zara la samaritana quien, aleccionada por su madre, facilitó a Epulón los utensilios necesarios para la simulación, ya que, gracias a su reducido tamaño, podía entrar y salir de la biblioteca por la angosta ventana sin temor a ser descubierta. Si así fue, la complicidad costó la vida de las dos mujeres, pues, tan pronto el falso difunto salió de la tumba, las mató para evitar que pudieran revelar su ardid.

—¿Y la losa? —insistió Apio Pulcro—. No me dirás que fueron la hetaira y su hija quienes la retiraron para dejar salir a Epulón.

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